'Berlusconeando'
Veo italianos. Cosa que no es extra?a si se tiene en cuenta que paseo por Roma. Cuando el columnista pasea por Roma suele ver el Coliseo, el Pante¨®n, la escalinata espa?ola, la Fontana de Anita Ekberg o esos atardeceres ocres que, s¨ª, hay que decirlo, son tan bellos que entran ganas de colar toda esa emoci¨®n en un art¨ªculo; pero hay que contenerse: esa columna, como la de Trajano, ya est¨¢ construida. Tambi¨¦n hay mucho escrito sobre la belleza de las italianas. No hay cr¨ªtico de cine que no haya descrito las maravillas que hizo la pasta en las curvas de Loren o Cardinale. Tambi¨¦n los varones novelistas suelen hablar de piernas. No hay novelista var¨®n que no haya escrito al menos una p¨¢gina sobre las piernas de las viandantas, sobre ese momento m¨¢gico en el que ellas se despojan de las medias. Si el novelista es gay y habla de las articulaciones inferiores femeninas, suele centrarse en los tacones. No me pregunten por qu¨¦, pero eso es as¨ª en un 97%. Las novelistas, en cambio, solemos detenernos poco en la contemplaci¨®n sin excusas de los hombres. Y ya no digamos las columnistas. Las columnistas tenemos un miedo insuperable a empezar una columna escribiendo: "Veo italianos". Tememos que el lector que busca una reflexi¨®n sobre el debate del estado de la naci¨®n (espa?ola) o sobre el descalabro moral en la pol¨ªtica (italiana) lea ese principio y se nos marche espantado hacia otra columna de apariencia m¨¢s solemne. Pero qu¨¦ le puedo hacer yo si voy por la calle y se me est¨¢n llenando los ojos de italianos. Es espeluznante: est¨¢n por todas partes. Haciendo de camareros y de clientes, de paseantes o de mozos de mudanza, de conductores o de peatones. Tienen una mirada s¨®lida, como si a las estatuas (de romanos) les pintaran la ni?a de los ojos de marr¨®n oscuro, y un pelo abundante que cuando son ancianos se dejan crecer en melenas blancas y locas con una tozudez en la coqueter¨ªa que la edad no vence. Mientras son j¨®venes llevan camisas o camisetas ajustadas. Est¨¢n muy satisfechos de su pecho de pavo. Cuando est¨¢n en su edad mediana van con traje y corbata a tomar espressos en la barra, aunque haga un calor tremendo como ahora. Si se sientan en un restaurante, se colocan una servilleta como los ni?os chicos para no mancharse el traje, y al cruzar la mirada con la de una mujer le gui?an un ojo con una rapidez asombrosa, sin importarles que la mujer est¨¦ acompa?ada o que tenga 70 a?os. Es como un tic o como una obligaci¨®n que se han impuesto de por vida y que es el sello de su virilidad. Dicen que el Estado italiano est¨¢ asombrosamente endeudado, pero no as¨ª las familias, as¨ª que a una no le cabe en la cabeza c¨®mo se las arreglan para lucir tanta cosa buena, porque echando una visual r¨¢pida a un solo individuo no es inusual encontrarse con unas gafas de Armani, un traje de Prada, unos zapatos de Givenchy y una cartera Louis Vuitton. Incluso en el descuido hay una coqueter¨ªa inherente: cuanto m¨¢s desestructurados se sientan en las sillas peque?as de las terrazas, que parece que les sobran los brazos y las piernas y que no le tienen respeto al traje que llevan puesto, m¨¢s contentos parecen estar consigo mismos. Los hombres espa?oles se sienten algo intimidados ante este despliegue de coqueter¨ªa: se saben m¨¢s sosos, menos gesticulantes, menos embaucadores. Los dependientes de tiendas masculinas en Espa?a se lamentan de la formalidad de nuestros varones y envidian el atrevimiento del italiano. Veo italianos. Los observo de arriba abajo con la tranquilidad de que ellos hacen lo mismo y de que no les molesta que una mujer les mire. Entre esos italianos que veo, veo tambi¨¦n unos cuantos Berlusconis: esos hombres de edad ya provecta que andan luchando a diario con las arrugas y las entradas en el cuero cabelludo. Y entonces mi mente comienza a construir una teor¨ªa. Aqu¨ª la dejo. Mi teor¨ªa es que nos empe?amos en pensar que el dirigente pol¨ªtico de un pa¨ªs nada tiene que ver con el pueblo al que representa: lo estudiamos de manera aislada, nos mofamos de sus pulsiones, de su afici¨®n irregular por las jovencitas, de sus implantes capilares, sus estiramientos de piel, su campechan¨ªa excesiva, la irreprimible necesidad de ser gracioso, de su aire sobrado, del patoso nacionalismo, el orgullo sin motivo, la condescendencia con las mujeres, la simpat¨ªa que de pronto se vuelve insultante o de esa manera imp¨²dica de abusar del poder, como si fuera un derecho de por vida. As¨ª hemos visto el problema italiano: como si todo se redujera a Berlusconi, como si no hubiera gente que lo vota, que quiere parecerse a ¨¦l, jovencitas que se le rinden o jovencitos que admiran su astucia. Pero siempre, y m¨¢s en las democracias, hay un parecido entre el gobernante y el pueblo gobernado. Veo italianos. Y debo decir que son tremendamente agradables a la vista, que incluso los feos son guapos, es m¨¢s, yo dir¨ªa que los m¨¢s feos son los m¨¢s guapos, porque lucen narices esculpidas a martillazos y ojos de pez. Pero esa belleza no me ciega y encuentro con frecuencia una autoestima masculina muy berlusconiana. Pero cuidado, que cuando paseo por Espa?a veo Rajoys o Camps (m¨¢s en los ¨²ltimos tiempos). No, ellos no nacen de un repollo, somos nosotros los que les damos aliento, vida. Y votos.
Nos empe?amos en pensar que el dirigente de un pa¨ªs nada tiene que ver con el pueblo al que representa
As¨ª hemos visto el problema italiano: como si no hubiera gente que quiere parecerse a Berlusconi
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