?Que le corten la cabeza!
Me obsesiona perder la cabeza. Literalmente. As¨ª que me producen un morbo especial las decapitaciones. Es algo que hunde sus ra¨ªces en mi infancia: siempre que estaba enfermo me hac¨ªan leer vidas de santos -a ver si cund¨ªa el ejemplo, supongo: yo era un ni?o travieso- y lo que m¨¢s me interesaba era cuando llegabas al final y a tantos de esos edificantes personajes ?chas!, les cortaban la cabeza. Estaban, claro Juan el Bautista y Judas Tadeo (al que hay que invocar si tienes migra?a, por alusiones, supongo), pero mis preferidos eran san Denis obispo, que despu¨¦s de ser decapitado anduvo seis kil¨®metros con la cabeza bajo el brazo hasta entreg¨¢rsela a una piadosa dama -?c¨®mo estar¨ªa el Par¨ªs de la ¨¦poca que hab¨ªa que caminar tanto para encontrar una mujer honrada!-, tras lo cual el resto del santo se desplom¨®, y san Ren¨¦ Goupil (patr¨®n de los anestesistas), que a la saz¨®n evangelizando a los iroqueses perdi¨® la cabeza a golpes de tomahawk, lo que desde luego es una bella forma de juntar el santoral con El ¨²ltimo mohicano.
Hay una atracci¨®n por las decapitaciones, los verdugos y las v¨ªctimas. 'Los Tudor' se ha deleitado en ella. En el fondo, el inter¨¦s por saber qu¨¦ se siente en ese trance en el tajo
La historia de san Denis y la de un fulano pecador cuyo nombre no recuerdo pero la cabeza del cual fue capaz de un acto de contrici¨®n e incluso de comulgar despu¨¦s de separada del cuerpo despertaron en particular mi insano inter¨¦s acerca de lo que se experimenta cuando te decapitan. Me alegr¨® descubrir a?os despu¨¦s que no era el ¨²nico con esa morbosa curiosidad. Una de las grandes leyendas urbanas de la decapitaci¨®n es la de que el gran Lavoisier cuando iba a ser guillotinado en 1794 pidi¨® que le secundaran en un ¨²ltimo experimento, y viva el empirismo: para que pudiera despejarse la cuesti¨®n de si la cabeza cortada segu¨ªa poseyendo conciencia -como todos nos tememos-, ¨¦l tratar¨ªa de pesta?ear el tiempo que fuera capaz: se dice que fueron 15 terribles segundos.
M¨¢s all¨¢ del secreto placer que me dio conocer el tajante destino del padre de la qu¨ªmica, materia que me caus¨® tantos problemas durante el bachillerato, el relato me tuvo conmocionado mucho tiempo. Adem¨¢s descubr¨ª el caso de Henri Languille, un asesino que en 1905 se prest¨® a que un tal doctor Beaurieux, asistiera a su cita con Madame Guillotin y estudiara las reacciones de su cabeza. El m¨¦dico aguard¨® a que los movimientos espasm¨®dicos de los p¨¢rpados y los labios cesaran y entonces, cuando la cabeza pareci¨® relajada (?) grit¨®: "?Eh, Languille!". El decapitado abri¨® los ojos. Como lo oyen. Beaurieux se asom¨® a ellos y lo que vio, dijo, fue "una mirada viva". Los p¨¢rpados volvieron a cerrarse y el m¨¦dico volvi¨® a llamar. ?Y volvieron a abrirse! A la tercera llamada ya no hubo, gracias a Dios, respuesta...
Pensaba haber superado el asunto y tener la cabeza en otro sitio, por as¨ª decirlo, pero la reciente afluencia de decapitaciones en la peque?a pantalla ha resucitado mi viejo morbo. Entre otras, Los pilares de la tierra y sobre todo Los Tudor han mostrado cortes de cuello a mansalva con una asombrosa deleitaci¨®n.
Las decapitaciones de John Fisher -cuya cabeza, es fama, pareci¨® rejuvenecer una vez cocida y clavada en el puente de Londres- y Thomas More ya son duras, ya. Pero la de Buckingham, aterrado y lloroso, y las sucesivas de los acusados por adulterio con el pend¨®n de Ana Bolena, cuyos cuerpos, agit¨¢ndose convulsos, dejan el pat¨ªbulo hecho un mar de sangre, resultan espantosas. Lo digo con conocimiento de causa porque las he revisado con renovado horror, estudiando hasta el ¨²ltimo macabro detalle, en Internet, donde las puedes disfrutar como si fueran videoclips de Shakira. Qu¨¦ decir de lo de Thomas Cromwell -la ejecuci¨®n, no el videoclip-, con ese verdugo ?en baja forma!, incapaz de acertar el cuello en cuatro golpes consecutivos hasta que uno de los guardias de la Torre, un Beefeater -eso es lo que te hace falta al ver la escena: un gin tonic bien cargado-, le arrebata el hacha y acaba el asunto ¨¦l mismo...
Es imposible no pensar en los sentimientos que experimentar¨ªa uno en el cadalso. ?Estar¨ªamos a la altura de la situaci¨®n?, ?nos flaquear¨ªan las piernas?, ?tratar¨ªamos de ganar tiempo? A veces, de noche, puedo sentir el fr¨ªo tacto del hacha en la piel del cuello cuando el verdugo realiza unos toquecitos previos para calcular el golpe. Imagino los instantes antes del hachazo brutal. Mi mirada fij¨¢ndose en un ¨²ltimo detalle absurdo y entonces, ?chas!
Lo m¨¢s tremendo es ese tiempo infernal del pat¨ªbulo, los minutos inexorables que concentran la esencia de nuestra condenada humanidad. El p¨²blico expectante, el verdugo impaciente, aterrador bajo la m¨¢scara, el vuelo de un vencejo que corta el cielo acerado de la fr¨ªa ma?ana postrera. Lo implacablemente irremediable de la situaci¨®n, te pongas como te pongas. Atender las instrucciones -"Cuando estir¨¦is los brazos golpear¨¦"-. Intentar llevarlo con dignidad, con compostura. Aunque no siempre es f¨¢cil: "?Vamos acabando!", le grita la chusma a uno de los reos en Los Tudor cuando el pobre tipo intenta articular un conmovedor discurso de despedida. Qu¨¦ dif¨ªcil encontrar unas buenas ¨²ltimas palabras. "Preferir¨ªa estar pescando", fueron las de un condenado. "?Qu¨¦ tengo que hacer?", dijo Jane Grey. "Seis guineas para ti si no me decapitas como hiciste con Lord Russell", le susurr¨® el duque de Monmouth a su verdugo que no hab¨ªa acertado a la primera el corte del cliente previo.
Que te tocara un buen profesional garantizaba un trance menos penoso. Cratwell era un verdadero carnicero. Bull fall¨® a la primera con Mar¨ªa, la reina de Escocia, y le dio con el hacha en la nuca, para estupefacci¨®n de los testigos -y ni te digo lo que debi¨® pensar la reina-. Peor era John Thrift, propenso al nerviosismo. En cambio Richard Brandon, que de ni?o practicaba decapitando perros y gatos, nunca necesit¨® m¨¢s de un golpe: ?chas!, listo. La cima de su carrera fue, claro, decapitar a Carlos I.
He visto hachas de decapitar, de verdad, instrumentos terribles, y en una escalofriante ocasi¨®n sostuve en mis manos temblorosas una espada para el mismo fin, de un verdugo alem¨¢n (Scharfrichter) del XVII. Un arma impresionante, sin punta, todo filo. El poder de esas espadas era asombroso, bien manejadas lograban un momentum tan en¨¦rgico que se pod¨ªa llegar a decapitar a dos personas a la vez, como hizo un carnifex germano, recompensado por el p¨²blico con grandes aplausos. Mija¨ªl Kur¨¢yev me habl¨® una vez de la tradici¨®n rusa de enterrar las espadas de verdugo cuando hab¨ªan segado una cantidad determinada de vidas y se las consideraba ah¨ªtas de sangre. A¨²n se encuentran, me dijo, armas de esas, que parecen resplandecer con un aura oscura de dolor.
Hab¨ªa que ser un artista para usar la espada y la v¨ªctima ten¨ªa que ser capaz de permanecer muy quieta. Si se hac¨ªa mal era un desastre: en 1626 se precisaron 29 tajos para decapitar al conde de Chalais y a Angeline Tiquet en 1699 un verdugo chapucero le reban¨® una oreja y la mejilla y a¨²n hicieron falta dos golpes m¨¢s para cortarle la cabeza.
Para decapitar a Ana Bolena -la ¨²nica en Inglaterra para la que no se emple¨® el hacha, atenci¨®n especial del agradecido Henry por los servicios prestados- hubo que traer un especialista franc¨¦s de Calais. Eran los mejores. Finos estilistas. Charles-Henri Sanson Charlot (de la famosa dinast¨ªa de cortacuellos, y que luego manejar¨ªa con tino la guillotina) decapit¨® en 1776 al Chevalier de la Barre con tanta habilidad que la cabeza permaneci¨® unos segundos balance¨¢ndose sobre el cuello. "Sacud¨ªos se?or, est¨¢ hecho", cuentan que le dijo a la v¨ªctima. Con la espada, ten¨ªan que decapitarte erguido, sin el tajo, generalmente de rodillas. Lo de la Bolena aunque supuestamente considerado -la espada era mucho m¨¢s limpia que la brutal hacha y el ejecutor mantuvo escondido su instrumento y distrajo a la chica antes de despacharla con un ¨²nico golpe- fue duro. Separada la cabeza, p¨¢rpados y labios se abrieron y cerraron convulsivamente un rato, seg¨²n explica Geoffrey Abbott, Yeoman retirado, en su morbosamente indispensable Lords of the Scaffold, a history of the executioner (Hale, 1991).
Como ven el asunto es jugoso, y no hemos hablado de las cucarachas, que seg¨²n Scientific American poseen la extravagante capacidad, afortunadas criaturas, de sobrevivir varias semanas sin cabeza (?y la cabeza tambi¨¦n!). Extra?o y morboso mundo...
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