Huevos de oro
Es un truismo f¨¢cilmente constatable que las industrias culturales se hacen cada vez m¨¢s conservadoras. El experimento es siempre riesgoso y, aunque los beneficios pasados no garantizan rentabilidades futuras -seg¨²n el anuncio impreso en cuerpo menor en la publicidad de los productos bancarios-, los accionistas y los managers de la cultura prefieren apostar por el pasado, conjurando los ¨¦xitos de ayer en forma de sagas, rescates o remakes, mientras observan con el rabillo del ojo los logros de la competencia como fuente de inspiraci¨®n. Para qu¨¦ inventar si ya lo hacen otros.
En la ¨²ltima d¨¦cada, la tendencia a resucitar ¨¦xitos pasados se ha recrudecido, de ah¨ª que con frecuencia asistamos a nuevos avatares cinematogr¨¢ficos (y, con cada vez mayor frecuencia, literarios) de obras que tuvieron su gran momento en otro muy distinto. Unas veces se persigue resucitar el taquillazo o el superventas en forma de secuelas (o precuelas) y, otras, como reinterpretaciones o relecturas, buscando la referencia a ¨¦xitos paralelos en otros g¨¦neros diferentes; as¨ª hemos podido presenciar, por ejemplo, la reproducci¨®n incontenible de los Aliens y los Predators, o la invasi¨®n del apacible territorio de Jane Austen por enloquecidos zombis hambrientos.
En cierto modo, se dir¨ªa que el arte ya no imita a la vida, sino, cada vez con mayor frecuencia, a s¨ª mismo. Es como si la industria cultural, suspicaz ante la imaginaci¨®n, se hubiera convertido en la mayor valedora de la vieja superstici¨®n (y t¨®pico literario) de que cualquier tiempo pasado fue mejor, tan presente en la cultura occidental desde el Eclesiast¨¦s a Cioran, y que, entre nosotros, goza del ilustre aval de Jorge Manrique. Para el riesgo es imprescindible la confianza. Y estos no son tiempos para lanzar cohetes.
De ah¨ª que no resulten extra?as las presiones que los responsables de la industria cultural ejercen sobre los creadores -al fin y al cabo, la piedra angular del negocio- para que acepten seguir alimentando su particular gallina de los huevos de oro. Ignoro, por ejemplo, si en alg¨²n momento J. K. Rowling se prestar¨¢ a escribir una continuaci¨®n de la saga del mago de Hogwarts, pero imagino la insistencia con la que los ejecutivos de la Warner se lo estar¨¢n pidiendo estos d¨ªas. Sobre todo teniendo en cuenta que, solo en sus dos primeras semanas de exhibici¨®n mundial, Harry Potter y las reliquias de la muerte: Parte II, la supuesta ¨²ltima entrega de la serie, lleva recaudados m¨¢s de 500 millones de d¨®lares.
En esa misma l¨ªnea hay que procesar la noticia de que Bompiani publicar¨¢ a principios de octubre una versi¨®n m¨¢s "accesible a los nuevos lectores" de uno de sus grandes ¨¦xitos editoriales: El nombre de la rosa. No excluyo que los responsables de la c¨¦lebre editorial que public¨® originalmente (1980) la novela consideren que esos "nuevos lectores" son idiotas. Pero me extra?a que Eco se haya prestado a ello, por mucho derecho que tenga a hacerlo. En todo caso, para "aligerar" una obra no hay l¨ªmites. Conrad dec¨ªa que la vida de cualquier hombre pod¨ªa escribirse entera en una hojilla de papel de fumar. Y, seguramente, El nombre de la rosa puede caber en un tuit. Pero no la literatura, desde luego.
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