Fuerza y violencia
La actuaci¨®n de los gen¨¦ricamente denominados "indignados" suscita, una vez transcurrido m¨¢s de un mes de su comienzo, una serie de reflexiones.
La primera y m¨¢s llamativa (aunque quiz¨¢s no sea la m¨¢s importante) es la de que se est¨¢n confundiendo tanto en el discurso como en la pr¨¢ctica dos ideas no equivalentes: las de violencia y fuerza. La actuaci¨®n de los indignados se reclama como esencialmente pac¨ªfica o no violenta, lo cual es cierto pero insuficiente. Porque puede no ser violenta y, sin embargo, estar utilizando la fuerza (o a "las v¨ªas de hecho", como se dice gr¨¢ficamente), y de esta manera estar siendo ilegal. Ocupar sin autorizaci¨®n espacios p¨²blicos, realizar colectivamente cencerradas o abucheos, o impedir en masa el cumplimiento de decretos judiciales leg¨ªtimos es usar de la fuerza, por mucho que no sea violenta. Y conviene decirlo, porque la fuerza no es un argumento aceptable en democracia salvo cuando la utiliza la autoridad leg¨ªtima.
La democracia no tiene respuestas para la reivindicaci¨®n de ideales, sino para las propuestas concretas
La fuerza encarnada en la multitud tiene un atractivo poderoso. Hay en nuestra cultura una especie de atavismo gen¨¦tico que lleva a apreciar a una multitud como algo necesariamente bueno y justo, sobre todo cuando se trata de personas j¨®venes y humildes. La reuni¨®n f¨ªsica en p¨²blico de muchas personas suscita un sentimiento de comuni¨®n real de esp¨ªritus y cuerpos que subyuga tanto al participante como al observador. Probablemente, porque convierte una comunidad meramente imaginada (la sociedad) en un ente palpitante y real.
Por el contrario, la idea de que varios millones de personas han acudido un mismo d¨ªa a realizar el repetitivo acto de votar de manera ordenada no despierta en nuestra mente sino una sensaci¨®n de rutina aburrida. Mientras que ver y oler a 200.000 personas en las calles nos maravilla e ilusiona, porque nos parece que es el pueblo (nada menos que el pueblo) el que pasa en persona por la calle. Nuestra cultura pol¨ªtica adolece de nostalgia de pueblo o, dicho de otra manera, de inmadurez democr¨¢tica.
Una cosa es la prudencia, otra el go?t d¨¦mocratique. Probablemente es prudente no disolver por la fuerza convocatorias colectivas (tolerancia), pero no es democr¨¢tico ensalzarlas y ver en ellas un valor superior al del ciudadano que se queda en su casa y se limita a votar a sus representantes. Si la ciudadan¨ªa toda ocupase la calle y se pusiera a discutir y reclamar all¨ª sus derechos, descubrir¨ªamos de inmediato que as¨ª no funciona, y tendr¨ªamos que inventar reglas, estructuras, jerarqu¨ªas y rutinas para que la voluntad del pueblo se realizase. Es por eso por lo que resulta est¨²pido reinventar la democracia a estas alturas. Y jalearlo.
Tampoco se compadece la democracia bien entendida con el persistir durante mucho tiempo en la presencia masiva en las calles sin proponer al mismo tiempo reivindicaciones concretas que puedan ser procesadas por el Estado de derecho. Una de dos: o se efect¨²an peticiones concretas que sean reconocibles y tratables por los cauces democr¨¢ticos instituidos (la reforma), o se sit¨²a uno fuera de esos cauces y se reclama la ruptura del sistema (la revoluci¨®n).
Lo que no cabe es un tercer g¨¦nero, en el que se ocupa la calle con unas reivindicaciones que de puro gen¨¦ricas son improcesables por el sistema pol¨ªtico y se pretende al mismo tiempo que ese sistema proporcione respuesta al movimiento. As¨ª lo ¨²nico que se hace, en realidad, es socavar la legitimidad del sistema mismo aunque sin el coste de proponer un recambio, lo cual es la v¨ªa f¨¢cil del populismo.
Deconstruir un Estado de derecho poniendo de relieve sus fallos es f¨¢cil, pero constituye una irresponsabilidad el hacerlo si al mismo tiempo no se propone alg¨²n remedio concreto para su reconstrucci¨®n.
Hace dos siglos que un perspicaz pensador pol¨ªtico observ¨® que, en un r¨¦gimen liberal, la reivindicaci¨®n de grandes principios o abstractos ideales (justicia, libertad, fraternidad, etc¨¦tera) no lleva sino a la destrucci¨®n irreparable de la democracia. Porque esta no tiene respuesta para una petici¨®n tan general y grandilocuente.
Si se pretende pasar revista al sistema completo a la luz de la justicia absoluta, por ejemplo, el sistema democr¨¢tico se hunde en el descr¨¦dito, porque ning¨²n sistema imperfecto por definici¨®n puede soportar ese examen. Por eso, dec¨ªa Benjam¨ªn Constant, en democracia s¨®lo cabe reivindicar "principios intermedios", es decir, metas limitadas y concretas que puedan ser perseguidas por las instituciones sin poner en cuesti¨®n el sistema mismo. Vamos, que es mejor no pedir "justicia" u "otro mundo", sino la modificaci¨®n de la Ley Hipotecaria.
Por eso, y a pesar de que suene a conservador, al movimiento de los indignados hay que recordarle que est¨¢ obligado a concretar sus reivindicaciones, en lugar de recrearse de manera un tanto infantil en su capacidad de presencia callejera o en su indignaci¨®n. Que est¨¢ obligado a transformar este sentimiento en propuestas procesables por la democracia. De lo contrario, no conseguir¨¢ una "democracia real" (sea eso lo que sea), sino empeorar un poco m¨¢s la que existe. Y no hay otra.
Jos¨¦ Mar¨ªa Ruiz Soroa es abogado.
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