Sobre miedos y camaleones
Siempre he tenido la impresi¨®n de que la infancia ocurre en verano. Eso es, al menos, lo que me imagino cada vez que intento la recuperaci¨®n nunca di¨¢fana de algunos recuerdos infantiles, cosa que a mi edad tampoco supone ning¨²n ejercicio edificante. Los escenarios en que se localizan esos recuerdos pueden ser distintos, seg¨²n se trate de Jerez, Sanl¨²car o cierta vi?a de la zona, pero el clima es id¨¦ntico en todos los casos. Casi nunca deja de hacer calor, incluso un calor despiadado, en la memoria de esos a?os infantiles. Ya lo he contado por ah¨ª alguna vez. Y si ahora lo traigo a colaci¨®n es porque puede servirme para poner un poco de orden en la extra?a relaci¨®n que existe entre la primera vez que tuve conciencia del miedo y la primera vez que comprob¨¦ la existencia de los camaleones.
De ni?o, sol¨ªa ir con mis padres a veranear a Sanl¨²car. Conservo muy vivas naturalmente esas consabidas iniciaciones a prop¨®sito del mar y la sexualidad. Pero hay un recuerdo aislado muy llamativo y no del todo razonable. Ocurri¨® durante una de aquellas excursiones agotadoras a la otra orilla del Guadalquivir, esto es, al Coto de Do?ana. Andaba yo en funciones de explorador entre las dunas t¨®rridas y el venerable sotobosque, cuando vi un camale¨®n. Ni siquiera sab¨ªa de la existencia de ese reptil de antiguo linaje, emparentado con el "le¨®n de tierra" de los latinos y cuyo aspecto remite, o eso me parec¨ªa, al de alg¨²n temible engendro mitol¨®gico.
El camale¨®n es especie com¨²n -hoy muy amenazada- en el litoral atl¨¢ntico gaditano. Pero yo nunca lo hab¨ªa visto. Se mov¨ªa con una lentitud insidiosa y ten¨ªa el cuerpo como cruzado de cicatrices verdiamarillas. Seguro que no me equivoco de recuerdo. Yo estaba solo y me dej¨® inmovilizado una especie de miedo que no se parec¨ªa a ninguno de los que hab¨ªa padecido hasta entonces. A los nueve, a los diez a?os, esa suerte de miedo innominado suele ser habitual. Se instala en la conciencia sin ning¨²n juicioso motivo y act¨²a all¨ª como un cepo que entorpece el entendimiento. Supongo que finalmente logr¨¦ escapar de la amenaza imprecisa del camale¨®n, que me observaba con la movilidad independiente de uno de sus ojos y cuyo tama?o calcul¨¦ que se aproximaba al del basilisco.
Luego, con los a?os, he visto a no pocos camaleones y he experimentado abundantes ¨ªndoles de miedo. Pero aquel primer camale¨®n me infundi¨® un primer temor inolvidable. Todav¨ªa me pregunto por qu¨¦ ese reptil inofensivo y casi dom¨¦stico, al que fui conociendo m¨¢s de cerca a medida que me alejaba de la ni?ez, me transmiti¨® un miedo tan indefinible y perseverante. Por supuesto que yo no dispon¨ªa de ninguna informaci¨®n sobre la fauna local y tal vez esa ignorancia propici¨® un conocimiento fantasioso. Todav¨ªa hoy, al cabo de tanto tiempo y tantas alarmas, la sola imagen del camale¨®n me enfrenta a lo que podr¨ªa ser una ideograf¨ªa infantil del miedo. Tampoco es que me desagrade esa eventualidad.
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