Un sangriento d¨ªa con Custer
Calor, polvo, gritos, disparos, flechas y quiz¨¢ una trompeta lejana. Es un plan raro para un d¨ªa de vacaciones, cierto, pero qu¨¦ morboso ser¨ªa haber estado all¨ª: en la ¨²ltima jornada del general (en puridad teniente coronel) Custer, aquella apoteosis del Lejano Oeste en un salvaje lugar de Montana el 25 de junio de 1876, cuando el ind¨®mito y arrogante cazaindios y buena parte del S¨¦ptimo de Caballer¨ªa bajo su mando se dejaron la piel y muchos la cabellera frente a una asombrosa aglomeraci¨®n de sioux y cheyennes acampados junto al r¨ªo Little Big Horn y con ganas de gresca. Hay mucho misterio y mucho mito en torno a ese episodio en el que el gran h¨¦roe americano y los suyos murieron, s¨ª, con las botas puestas, pero los pieles rojas no tardaron en dejarles enseguida con solo los calcetines, los cuerpos desnudos mutilados con rabiosa sa?a -desmembramientos, decapitaciones, evisceraciones, castraciones, aplastamiento de cr¨¢neos, el tradicional tajo sioux en el muslo derecho...-, y a Custer con una flecha metida en el pene, lo que ha de doler lo suyo aunque, como a ¨¦l, ya te hayan pegado antes dos tiros.
?Qu¨¦ situaciones hist¨®ricas nos gustar¨ªa haber presenciado? ?Los ¨²ltimos momentos de Hitler en el b¨²nker? ?el primer vuelo de los Wright? ?la carga de la Brigada Ligera?
En un libro muy sugerente que estoy leyendo, I wish I'd been there (Me gustar¨ªa haber estado ah¨ª, Pan Books, 2009), 20 conocidos historiadores explican los momentos del pasado que habr¨ªan deseado vivir. Las elecciones son muy personales y curiosas. Geoffrey Parker se inclina por la derrota de la Armada Invencible, John Elliott por acompa?ar al pr¨ªncipe de Gales en su visita secreta a Madrid en 1603, y John Keegan, como pueden imaginar, por la rendici¨®n alemana ante Montgomery. Algunas opciones hacen levantar la ceja -?si dispusiera usted de una m¨¢quina del tiempo elegir¨ªa presenciar la firma de la Magna Carta? (se me ocurren pocas cosas menos morbosas)-. Con otras no podemos sino estar de acuerdo: el cruce de los Alpes por An¨ªbal con sus elefantes o la muerte de Alejandro Magno en Babilonia. Pero sobre todo el libro invita a que nos planteemos qu¨¦ situaciones nos gustar¨ªa haber presenciado nosotros. ?Los ¨²ltimos momentos de Hitler en el b¨²nker de la canciller¨ªa? ?El primer vuelo de los hermanos Wright en Kitty Hawk? ?La carga de la Brigada Ligera? Mmm... A m¨ª, les dir¨¦ que me dar¨ªa mucho morbo observar c¨®mo Cleopatra se acerca el ¨¢spid al seno desnudo, y si luego puedo quedarme un rato m¨¢s y ver d¨®nde la entierran, pues miel sobre hojuelas.
Pero en realidad, como les dec¨ªa al principio, mi gran morbo hist¨®rico ser¨ªa aterrizar en el momento culminante de la batalla de Little Big Horn y ver la manera en que se desarrollaron la muerte de Custer y la aniquilaci¨®n de las cinco compa?¨ªas -200 hombres- del S¨¦ptimo que se llev¨® a aquel infierno aullante con ¨¦l y de las que no qued¨® ni un soldado para explicarnos en detalle el episodio.
Siempre me ha interesado ese momento, el denominado Last Stand. En torno a ¨¦l he edificado toda mi insana obsesi¨®n por Custer y el S¨¦ptimo de Caballer¨ªa. El alcance enfermizo de ese morbo -vamos, es que me pone hasta o¨ªr silbar Garryowen- se me revel¨® en toda su extensi¨®n hace unas semanas al viajar a Los ?ngeles y recorrer medio condado con un taxista armenio para visitar no la casa de Angelina Jolie sino el museo del cowboy Gene Autrey (!) solo para admirar, junto a las espuelas de Tom Mix, un vestido aut¨¦ntico de Libbie, la mujer de Custer, y, tiemblo solo de recordarlo, un mont¨®n de reliquias de Little Big Horn: el sombrero del capit¨¢n Miles Keogh, la maza de guerra de Caballo Loco, una carabina Springfield -el arma est¨¢ndar del S¨¦ptimo, pronta, ay, a encasquillarse- arrebatada a un soldado ca¨ªdo por un cheyenne y ?los prism¨¢ticos de Custer!
He reunido una extravagante biblioteca custeriana que rebasa de largo el centenar de libros. Las ¨²ltimas incorporaciones son la biograf¨ªa de Gall (Agalla), uno de los l¨ªderes sioux de la batalla y que combati¨® comprensiblemente cabreado, pues los soldados mataron a dos de sus mujeres y a tres de sus hijos, y el sensacional relato de la batalla que ha escrito el historiador Nathaniel Philbrick (The Last Stand, Bodley Head, 2010). Philbrick, que ya nos deleit¨® con la historia del barco hundido por un cachalote que inspir¨® Moby Dick (En el coraz¨®n del mar, Mondadori, 2001), vuelve a aqu¨ª a citar a Melville para su descripci¨®n del ambicioso, carism¨¢tico, pomposo y obsesionado con ser recordado Custer (al que sin embargo le costaba hablar en p¨²blico): "Toda grandeza humana no es sino enfermedad".
Philbrick no puede recomponer el puzle imposible de las ¨²ltimas horas y movimientos de Custer por los cerros junto al Little Big Horn -cientos de especialistas lo han intentado infructuosamente-, pero explica cosas muy interesantes del general: era un obseso de la limpieza, estaba todo el rato lav¨¢ndose las manos y llevaba siempre encima el cepillo de dientes; practicaba con entusiasmo la taxidermia y no dejaba de dormir la siesta ni en campa?a.
El historiador habla del sexo de Custer (antes de lo de la flecha): quer¨ªa a Libbie y sus relaciones f¨ªsicas eran apasionadas -"parec¨ªa que quer¨ªa comerme", recordaba ella de sus besos-, pero ¨¦l era del tipo ancho de Wyoming: practicaba el sexo frecuentemente con su cocinera negra, Eliza, durante la guerra civil, entre carga y carga de caballer¨ªa; con la int¨¦rprete cheyenne cautiva Monahsetah durante la campa?a del Washita, al menos con la mujer de otro oficial de su regimiento y habitualmente, mientras no persegu¨ªa indios, con prostitutas. ?Vaya con Custer!, se dir¨¢n.
En su ¨²ltima campa?a, Custer estaba dispuesto a lo que fuera por recuperar su prestigio, incluso a jugarse su vida, la de un mont¨®n de familiares (iban con ¨¦l dos hermanos -Boston y Tom, un valiente ganador de dos medallas de honor del congreso por arrebatar banderas a los confederados-, un cu?ado y un sobrino: no se salv¨® ninguno) y la de todo el S¨¦ptimo de caballer¨ªa. Se encontr¨® con un poblado de dimensiones asombrosas ("ottoe sioux", demasiados sioux, concluyeron ominosamente los exploradores crow del regimiento), 1.000 tipis, 8.000 indios, dos millares de guerreros, y lo atac¨® a su manera de todo o nada -"un coraz¨®n pusil¨¢nime nunca ha conquistado a una mujer bonita"-. Si hubiera esperado al resto del ej¨¦rcito, si hubiera llevado las ametralladoras Gatling, si no hubiera dividido sus fuerzas (650 soldados y exploradores), si los que mandaban los otros dos batallones del regimiento, Reno y Benteen, que lo detestaban, hubieran cumplido sus ¨®rdenes, si los indios hubieran seguido su costumbre y huido, si hubiera podido capturar rehenes entre los no combatientes, mujeres y ni?os, como parece que era su aviesa intenci¨®n... acaso Custer hubiera logrado su gran triunfo e incluso optado a la carrera presidencial.
Debi¨® de ser emocionante, aquel d¨ªa en Little Big Horn. Y mucho m¨¢s tremendo que cualquiera de las pel¨ªculas que se le han dedicado. Escribo estas l¨ªneas de noche en el porche en Formentera, tan lejos de Montana y sus cr¨®talos, mientras una mantis religiosa me mira con cara hostil de Toro Sentado desde la lamparilla donde acecha sus presas. Pienso en que la vieja costumbre balear de poner un mart¨ªn pescador (arner) seco en el armario para proteger la ropa de los insectos une esta isla de manera tenue con Little Big Horn, donde el cheyenne Escudo Blanco entr¨® en batalla con uno de esos pajarillos disecado en su pelo como medicina contra las balas que zumbaban como abejas. Me hubiera encantado estar en Little Big Horn, pero pasando desapercibido. Recordar¨¢n que hubo un periodista como yo, aunque no de la secci¨®n de Cultura, que como espect¨¢culo en vivo preferimos el teatro y los conciertos, cabalgando con Custer (en una mula), Mark Kellogg, del Bismarck Tribune, al que los indios mataron sin preguntarle si estaba acreditado. No pudo enviar su cr¨®nica, que hubiera clarificado tantas cosas. Hasta d¨®nde lleg¨® Custer, en qu¨¦ lugar cay¨® (?lo remat¨® su propio hermano Tom de un tiro en la sien para que no lo torturaran, como sugiere Philbrick?), c¨®mo fue el final de su unidad...
Intento avizorar entre la inmensa nube formada por el polvo levantado por los cascos de los caballos y el humo de los rifles, e iluminada fantasmag¨®ricamente por el destello de los disparos, la manera en que la heroicidad y el mito se disuelven en dolor y espanto. No hubo sables aquel d¨ªa, ni banderas alzadas, ni hombres valientes aguardando de pie su destino con la muerte en los ojos y sin dejar de hacer punter¨ªa. Yo quisiera poder verlo para estar seguro de que la vida nunca es mejor que los sue?os y de que no vale la sangre derramada ni siquiera la mayor de las leyendas.
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