?Que viene el loro!
Nacido en un pueblo grande de La Mancha de Ciudad Real, donde mi padre ejerci¨® la medicina rural, hacia los cuatro a?os volvimos a Madrid. Mientras se completaba la instalaci¨®n en un piso de alquiler -as¨ª viv¨ªa casi todo el mundo- fuimos repartidos los hijos entre algunos parientes y me toc¨® habitar en casa del t¨ªo Sebasti¨¢n, due?o de una camiser¨ªa en la calle del mismo nombre, que hac¨ªa esquina con la calle de Atocha. Tengo pocos y n¨ªtidos recuerdos de aquella breve temporada. Esta calle desemboca en la plaza de Santa Ana y, no ten¨ªa portales, o hab¨ªa solo uno. Lo dem¨¢s eran tiendas y se acced¨ªa a los pisos desde el espacio comercial conectado con las viviendas, sin que me sean posibles otras precisiones.
Don Alejandro Dumas figuraba en el 'Indice', o sea, estaba prohibido por la autoridad eclesial
He relatado alguna vez el ca¨®tico tr¨¢fico de tranv¨ªas, coches de caballos y los primeros taxis, as¨ª como un curioso despacho de pan, incrustado en una esquina de la calle principal, desde donde llegaba el aroma candeal de aquel primigenio alimento de cada d¨ªa, una fragancia irrepetible. Otra ocasi¨®n registrada por mi curiosidad infantil fue ver a un mocete, no mucho mayor que yo, que le daba vueltas a la manivela que mov¨ªa una enorme esfera met¨¢lica bajo la brasa de unos carbones. Era el sistema del torrefactado manual del caf¨¦ para un comercio de ultramarinos pr¨®ximo. Creo que la extra?a actividad del muchacho despert¨® mi admiraci¨®n y envidia.
La tienda se abr¨ªa a su hora y un mozo madrugador, que cambiaba a menudo, espolvoreaba con serr¨ªn el suelo, humedecido con gotas extra¨ªdas con destreza de un cubo de agua y barrido concienzudamente. Antes de levantar completamente el cierre de reja, me instalaba tumbado sobre uno de los mostradores, para disfrutar, creo que en El Imparcial o El Heraldo, en fin uno de los diarios que se adquir¨ªan, el texto, por entregas, de Los tres mosqueteros, primera de las lecturas no did¨¢cticas que recuerdo. Ello demuestra que se trataba de un lugar de gran tolerancia, pues don Alejandro Dumas figuraba en el Indice o sea, estaba prohibido por la autoridad eclesial. Mi t¨ªo solo tuvo un hijo var¨®n -haciendo el servicio militar- y cuatro hijas, simp¨¢ticas, unas m¨¢s guapas que otras, que mimaban al peque?o pariente part¨ªcipe de unas semanas con ellas. ?l era un hombre corpulento, fumador de cigarros puros, mantenedor de una tertulia al caer la tarde en el establecimiento y titular de un abono en la plaza de toros. La tienda llevaba su nombre: Camiser¨ªa Filoso, que era su apellido.
Y un viejo loro, al que llamaban Patr¨®n, que pronunciaba alguna palabra corta y al parecer muy com¨²n entre estos p¨¢jaros: "lorito real" y poco m¨¢s. Es el ¨²nico animal de esta especie con el que he mantenido alguna relaci¨®n, bien escasa, por cierto. Estaba advertido de que no deber¨ªa darle perejil, ni acercarme demasiado a su peligroso pico. Alg¨²n pariente ultramarino lo habr¨ªa tra¨ªdo al hombro desde las selvas americanas y era animal dom¨¦stico frecuente, contrafigura del mesopot¨¢mico gato que manten¨ªa a raya a las ratas de las cercanas alcantarillas. Me acostumbr¨¦ pronto al animal, que era mis¨®gino, nunca conoci¨® lora, y malhumorado. Como a todos los de su especie le pirraba el chocolate.
Pasaron muchos a?os hasta encontrarme con el recuerdo de Patr¨®n, profusamente citado en lugares comunes, embozando situaciones perifr¨¢sticas y amparando similitudes de econom¨ªa pol¨ªtica. Cuando en una familia las cosas iban francamente mal y las visitas al Monte de Piedad se hab¨ªan iniciado, nunca faltaba el mentecato que aportaba la soluci¨®n m¨¢s inmediata: "Quit¨¦mosle el chocolate al loro, a fin de cuentas no es alimento b¨¢sico sino una golosina de la que puede prescindir". Aquello nada remedia y quien se instalaba en la ruina por ella transcurre hasta dar en la pobreza.
Ya no contamos por reales y, especialmente en la vida p¨²blica, las magnitudes dinerarias son escalofriantes, convirtiendo en habitual la imputaci¨®n de graves lesiones al patrimonio com¨²n. Cuando a alguien se le ocurre establecer algunos previsores recortes, la idea suele ser rechazada por in¨²til: "Es el chocolate del loro", vuelvo a escuchar, ochenta a?os despu¨¦s. El loro y la lora, fuera de la jaula y de todo control, revolotean en torno a los magros recursos de un pueblo esquilmado y por eso debe darnos miedo escuchar la amenaza que se encierra tras la voz: "?Qu¨¦ viene el loro!". Llega para reclamar lo que una vez tuvo por suyo.
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