La sirena enamorada
La sirena que, en una playa nudista, Monse?or hab¨ªa sacado de las aguas del Cant¨¢brico para que viera la Supercopa en el televisor de su casa me llam¨® al m¨®vil pidi¨¦ndome que fuera a verla. Ignoro qui¨¦n le hab¨ªa dado mi n¨²mero ni con qu¨¦ aviesa finalidad. Aunque no se hubiera tratado de una mujer medio pez, me escamaba. Cuando las sirenas suenan, en lugar de atarme al m¨¢stil como Ulises, suelo meterme debajo de la cama. Pero acud¨ª. Recostada en el sof¨¢ del sal¨®n, parec¨ªa compungida y mov¨ªa la cola inquieta. Me lo cont¨® todo. Monse?or no era un strauss-kahn cualquiera. Se hab¨ªa portado indecentemente bien. Ni una sola insinuaci¨®n deshonesta. Por su parte, ella le cont¨® un cuento infantil y ¨¦l se durmi¨® en su regazo. Aunque a Monse?or no le gustaba el f¨²tbol y tampoco cre¨ªa en Dios, para complacer a su invitada, que era fan del Real Mourinho, y tras planchar con esmero los pliegues de su sotana, decidi¨® atender a una sugerencia de Alfredo Di St¨¦fano (Marca, 19 de agosto) y fue a pedirle al Papa que detuviera con sus oraciones los insidiosos goles de Messi. Pero Su Santidad estaba ocupado impartiendo advertencias y prescripciones celestiales a diestra y siniestra, como si su reino fuera de este mundo. Ni siquiera se dign¨® a recibir al abnegado prelado, que, para colmo, se vio constre?ido a compartir con resignaci¨®n cristiana la charanga de los alegres j¨®venes cat¨®licos congregados en el estadio Bernab¨¦u. El concierto dur¨® lo suficiente para que, en ausencia del anfitri¨®n, la sirena en cuesti¨®n me pusiera en un serio compromiso.
Mou le resultaba irresistible, quiz¨¢ por ese despectivo rictus de pez aristocr¨¢tico que le caracteriza
Como sabemos, se llamaba Sherezade y el cuento que cont¨® a Monse?or era una mezcla de la Cenicienta, versi¨®n Perrault, y de la l¨¢mpara de Aladino. Una variante peculiar en la que el genio capturado en el zapatito de cristal resultaba ser el mism¨ªsimo presidente Zapatero y su circunstancial liberador no era otro sino el actual due?o y se?or del Real Mourinho, m¨¢s conocido como Mou (onomatopeya del maullido de un gato cuando le pisan la cola). Transmutado en genio del zapato, el presidente Zapatero hab¨ªa prometido a Mou que su Real Mourinho se tomar¨ªa cumplida venganza del fat¨ªdico 5-0 de la pasada temporada y ganar¨ªa la Supercopa al Bar?a por una diferencia mayor. Pero Zapatero, una vez m¨¢s, fall¨® en sus previsiones y el Bar?a de Guardiola, tras ganar la Liga y la Champions, endos¨® otra amarga derrota al Real Mourinho, que, bajo el influjo barriobajero de su entrenador, perdi¨® cabeza y compostura adem¨¢s de perder la eliminatoria.
"Quiero que me devuelvas al mar antes de que Monse?or regrese", me suplic¨® Sherezade. "?Por qu¨¦?", le pregunt¨¦ mientras, en mi fuero interno, me preguntaba: "?C¨®mo?" No resultar¨ªa f¨¢cil trasladar a cuestas y discretamente un cuerpo incapaz de dar un solo paso por s¨ª mismo. "Monse?or ten¨ªa raz¨®n", gimote¨®, "?ya no me gusta el f¨²tbol!", y rompi¨® a llorar desconsoladamente. En realidad, el f¨²tbol nunca le hab¨ªa gustado demasiado. Ni siquiera el Real Mourinho de los tiempos en los que todav¨ªa era el Real Madrid. La verdad era otra y no tard¨® en confes¨¢rmela. Como las fluctuantes medusas y los ensimismados percebes, se hab¨ªa enamorado del irresistible Mou, quiz¨¢ por ese despectivo rictus de pez aristocr¨¢tico que le caracteriza. Pero el incidente del dedo en el ojo era un acto tan rid¨ªculo como miserable y daba al traste con los efluvios amorosos que, en los bajos fondos submarinos, el personaje suscitaba. Trat¨¦ de consolarla record¨¢ndole que, en 1997, Tyson le hab¨ªa mordido la oreja a Holyfield. Como no sab¨ªa qui¨¦nes eran ni Tyson ni Holyfield y, en consecuencia, no se hab¨ªa enamorado de ninguno de los dos, tampoco le interes¨® saber que, tras el combate y la posterior trifulca de la concurrencia, hab¨ªan encontrado en la lona del ring un trozo de oreja. "?Esa s¨ª ser¨ªa una buena raz¨®n para abominar del f¨²tbol!", argument¨¦; "?un ojo en la hierba! En cambio, el ojo sigue en su sitio", a?ad¨ª. Incluso, adoptando un pensamiento a lo Karanka, intent¨¦ persuadirla de que no hab¨ªa sido el dedo el que hab¨ªa golpeado el ojo, sino el ojo el que hab¨ªa golpeado el dedo. No la convenc¨ª, y tuve que devolverla al mar.
Otro d¨ªa contar¨¦ c¨®mo lo hice y lo que Neptuno me dijo.
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