Cautivos del mal
I El azar, que escribe recto con renglones torcidos, quiso que en mayo del a?o 2006 la visita de Benedicto XVI a los campos de exterminio de Auschwitz coincidiera con la emisi¨®n, en La 2 de Televisi¨®n Espa?ola, de Shoah, el monumental trabajo de Claude Lanzmann, de casi diez horas de duraci¨®n, acerca del Holocausto.
Durante cuatro madrugadas de aquella primavera, sospecho que la summa de Lanzmann acompa?¨® a unos pocos pero aguerridos espectadores insomnes en su intento por hallar una respuesta a la pregunta que Joseph Alois Ratzinger formulara al Dios cristiano en uno de los escenarios privilegiados de la Endl?sung (soluci¨®n final): "?Por qu¨¦, Se?or, callaste?". Por descontado, Lanzmann no fue tan p¨¦rfido como para interrogar a divinidad alguna en su pel¨ªcula, sino que desplaz¨® la pregunta hacia otra clase de se?ores, aquellos que encarnaban el poder en los a?os m¨¢s pavorosos de la Weltanschauung (cosmovisi¨®n) nacionalsocialista y su industria del odio.
La pregunta por el mal -una de las palabras m¨¢s cortas, uno de los viajes m¨¢s largos- acompa?a desde siempre al hombre
Roberto Bola?o nos record¨® en '2666' que, en las autopistas de la libertad, el mal es como un Ferrari
El hombre perdi¨® su inocencia paradisiaca en el momento mismo en que se le hizo la prohibici¨®n, escribe Safranski
Lo m¨¢s conmovedor de Shoah es su ausencia de ret¨®rica a la hora de presentar el annus mundi que fueron los Lager (campos de concentraci¨®n o exterminio). No hay rencor ni c¨®lera en la pel¨ªcula del autor de La liebre de Patagonia, pues el dolor que destila su trabajo es tan aut¨¦ntico que excluye todo sentimiento de venganza. Al contrario, hay un enorme caudal de dignidad y una honestidad implacable en su generoso metraje: Lanzmann no apaga la c¨¢mara cuando las v¨ªctimas lloran por algo que les ha sucedido hace m¨¢s de cuarenta a?os, pero tampoco siente piedad ante la verg¨¹enza y las mentiras de los verdugos. El cineasta ha aprendido que el aullido de la Humanidad es la mejor explicaci¨®n que existe para el silencio de Dios.
El arte, en este caso el documento f¨ªlmico, se revela una vez m¨¢s como un notable desenmascarador de mistificaciones. No conviene olvidar, en ese sentido, que a prop¨®sito de una de las composiciones musicales de Adrian Leverk¨¹hn, el protagonista de Doctor Faustus, hay una iluminadora reflexi¨®n de la voz narradora: "Una obra que trata del Tentador", escribe Thomas Mann, "de la apostas¨ªa, de la condenaci¨®n, ?qu¨¦ otra cosa podr¨ªa ser m¨¢s que una obra religiosa?".
En efecto, si aceptamos que vivimos en un mundo posreligioso, donde la trascendencia ya no puede residir en los frutos de la fe o en sus encarnaciones prof¨¦ticas, entre otros motivos porque la inmanencia de la raz¨®n instrumental ha sido capaz de inyectar yeso en las matrices de mujeres embarazadas y de confeccionar pantallas para l¨¢mparas empleando piel humana sin que voz alguna se elevara desde los cielos de Europa, ?d¨®nde podr¨ªamos hallar ese horizonte de "m¨¢s all¨¢" si no es en ciertas obras que se acercan al problema por antonomasia, el que funda la teodicea y presta sentido a todas las angustias humanas, desde Plat¨®n y san Agust¨ªn a Celan y Am¨¦ry, desde Ant¨ªgona y Job a Stavrogin y Bardamu, desde Cantos de Maldoror y El Horla a Meridiano de sangre y Zona?
Porque la pregunta por el mal -una de las palabras m¨¢s cortas, uno de los viajes m¨¢s largos- acompa?a desde siempre al hombre "en busca de sentido", por emplear la c¨¦lebre expresi¨®n de Viktor Frankl. Y porque desde los albores de la palabra escrita hasta el ¨²ltimo fruto sacado de la chistera de mago de J. M. Coetzee, Gon?alo M. Tavares o David Grossman, la inc¨®moda, fatal, ominosa interrogante contin¨²a viva: ?por qu¨¦ existe el sufrimiento en el mundo y eso que llamamos el mal, un mal que en cada ¨¦poca adopta distintas formas, y qu¨¦ poder posee la literatura para hacer frente a este sufrimiento, a este mal tantas veces arbitrario?
II El 19 de septiembre de 1911 nac¨ªa en Cornualles, el finisterre ingl¨¦s, uno de los grandes ex¨¦getas de la maldad durante el siglo pasado, el Nobel de Literatura William Golding, personalidad ambigua y atormentada, devorada por dudas existenciales y extrav¨ªos religiosos, due?o de una biograf¨ªa en la que no faltan las sombras ominosas y los esc¨¢ndalos sexuales, am¨¦n de novelista que ha tenido que pagar el precio de escribir una primera obra m¨ªtica, cuya estatura y presencia devora al resto de su producci¨®n.
Alegor¨ªa un tanto esquem¨¢tica que replantea el viejo conflicto entre Hobbes y Rousseau acerca de la condici¨®n de la naturaleza humana, dispuesto esta vez sobre el tapete de una isla poblada por ni?os, en una suerte de vuelta de tuerca siniestra al cl¨¢sico de Jules Verne Dos a?os de vacaciones, pero extrayendo las lecturas inc¨®modas y perversas que el escritor bret¨®n apenas se atrevi¨® a sugerir en su robinsonada, El se?or de las moscas ha empa?ado el c¨®mputo de la producci¨®n de Golding, un corpus que, grosso modo, ha hecho de la pregunta por la maldad su venero sentimental e intelectual. De hecho, Golding emparenta con la obra de los grandes pesimistas americanos y rusos de la literatura decimon¨®nica, sobre todo con el pathos de Melville y su radical misantrop¨ªa y con las angustias de Dostoievski y su obsesi¨®n por el cristianismo, aunque el Nobel ingl¨¦s manifest¨® siempre que su principal influencia a la hora de escribir hab¨ªa sido el teatro griego cl¨¢sico, con Eur¨ªpides como figura se?alada.
El in¨¦dito en espa?ol Pincher Martin, Ca¨ªda libre o La oscuridad visible conforman un bordado exacto y a menudo paranoico de las obsesiones de Golding en torno a los mitos articuladores de la maldad. As¨ª, el cuerpo como c¨¢rcel y podredumbre en Pincher Martin, guarida de todos los desmanes y de todas las perversiones humanas; la asunci¨®n del pecado original como condici¨®n irremediable de la racionalidad en Ca¨ªda libre, al asumir la tesis de que el ejercicio de la libertad conduce a la existencia del Hombre F¨¢ustico; o el mesianismo vacuo de un alma herida y por ello mismo terrible en La oscuridad visible, donde se dibuja el perfil de un monstruo fr¨¢gil pero a la vez invulnerable, resumen las preocupaciones de Golding como escudri?ador de los diversos territorios donde el ser humano confiesa sus anhelos y es torturado por sus actos. A menudo contradictorio, en ocasiones sublime, casi siempre repugnante, el Homo sapiens es para Golding dep¨®sito privilegiado y confuso del mal: la literatura, en definitiva, como cartograf¨ªa de nuestras m¨¢s inc¨®modas regiones.
IIIRoberto Bola?o, uno de los ¨²ltimos int¨¦rpretes de la maldad como asunto seminal, tuvo dos intuiciones al respecto que conviene recordar. Si en Los detectives salvajes nos previno contra el mal casual, frente al que es complej¨ªsimo luchar, por oposici¨®n al mal causal, frente al cual al menos hay razones que oponer, en 2666 nos record¨® que, en las autopistas de la libertad, el mal es como un Ferrari.
Quiz¨¢ ah¨ª radique el meollo de este asunto inagotable y fascinador: en que la existencia objetiva de la maldad nos habla de la existencia no menos objetiva de la libertad. Con su habitual elegancia y rigor, el fil¨®sofo R¨¹diger Safranski ha dejado constancia de esta dial¨¦ctica inextricable en El mal o El drama de la libertad, gu¨ªa inmejorable a la hora de perfilar la genealog¨ªa e hitos inexcusables de este tema humano, demasiado humano.
En las l¨ªneas que registran el texto b¨ªblico y uno de los primeros relatos fundacionales, el de la Ca¨ªda, ese que tanto obsesion¨® a Golding, Safranski expresa bellamente los l¨ªmites del conflicto: "En el caso de que hubiera habido una vida m¨¢s all¨¢ del bien y del mal, un estado de inocencia que ignorara tal distinci¨®n, el hombre no perdi¨® su inocencia paradisiaca cuando comi¨® del ¨¢rbol del conocimiento, sino en el momento mismo en que se le hizo la prohibici¨®n. Cuando Dios dej¨® a la libre disposici¨®n del hombre la aceptaci¨®n o la conculcaci¨®n del mandato, le otorg¨® el don de la libertad". Habr¨¢ que esperar unos cuantos siglos y el advenimiento de las Luces para que a su mayor ide¨®logo semejante tentaci¨®n lo aterre: "Kant retrocedi¨® con espanto ante el pensamiento de que el mal mantiene un v¨ªnculo secreto con la trascendencia del bien y puede triunfar asimismo sobre todos los intereses emp¨ªricos de la propia conservaci¨®n, por m¨¢s que ese pensamiento pertenezca al misterio de la libertad. ?Por qu¨¦ la libertad ha de ser aprehendida por lo incondicional y conducir m¨¢s all¨¢ de los intereses emp¨ªricos s¨®lo en el sentido bueno? ?Por qu¨¦ eso no ha de ser posible tambi¨¦n en el sentido malo?". Pero s¨®lo habr¨¢ que aguardar a que transcurran otro par de siglos para que Hitler ejecute, en clave racial, el escenario atroz de una libertad llevada a su paroxismo: "En la pol¨ªtica de Hitler, la locura destruye la realidad. Ah¨ª est¨¢ la cat¨¢strofe de la libertad. La libertad incluye la capacidad de cambiar la realidad seg¨²n patrones que no proceden ellos mismos de la realidad, sino del mundo de lo imaginario. Y ?qu¨¦ es imaginario? ?Es solamente la materia a partir de la cual se hace arte? Los jud¨ªos no eran lo que Hitler ve¨ªa en ellos. Pero los transform¨® de acuerdo con su visi¨®n: los vio como bacilos y los hizo matar como bacilos".
El camino que conduce del mordisco de Eva al Zyklon B, pasando por el descubrimiento de que la raz¨®n genera sus propios monstruos, es el camino de una libertad a menudo extraviada pero siempre inmanente. Como sabemos desde Alien, cumbre del cine ateo de todos los tiempos, "en el espacio, nadie escucha tus gritos". Pero como tambi¨¦n sabemos desde Ca¨ªda final, alucinada versi¨®n de Golding de la m¨¢cula original, s¨®lo los verdugos y las otras v¨ªctimas pueden escuchar esos gritos en la tierra, pues no en vano "no somos los inocentes ni los malvados. Somos los culpables. Caemos. Nos arrastramos a gatas. Lloramos y nos despedazamos".
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