La tumba de la poes¨ªa
Conoc¨ª hace un tiempo a un hombre que no le¨ªa poes¨ªa pero ten¨ªa una extra?a predilecci¨®n por las tumbas de los poetas. Era un buen viajero, y antes de cada uno de sus viajes se documentaba concienzudamente sobre los cementerios de las ciudades que visitaba, a la b¨²squeda de lugares donde reposaran los restos de alg¨²n poeta.
Al llegar a su destino siempre encontraba alguna hora para visitar la tumba decidida de antemano, sin importarle mucho si el poeta en cuesti¨®n era una gloria universal o un modesto talento local, ni si estaba sepultado en un suntuoso pante¨®n o en un humilde nicho. Permanec¨ªa largo rato ante la l¨¢pida elegida y ese hombre, mal lector de poes¨ªa, ten¨ªa la sensaci¨®n de que o¨ªa versos primorosamente recitados en las m¨¢s distintas lenguas y, aunque no entend¨ªa las palabras, s¨ª cre¨ªa comprender el esp¨ªritu de los murmullos que llegaban a sus o¨ªdos. Estaba convencido de que todos esos versos aparentemente incomprensibles que llegaban a ¨¦l en los distintos camposantos eran fragmentos de un ¨²nico poema, cuyo esp¨ªritu s¨®lo lograr¨ªa captar si, de tumba en tumba, consegu¨ªa juntar las m¨²ltiples piezas del rompecabezas. Deduje, de sus explicaciones, que cada poeta particular no significaba nada para ¨¦l, y que lo realmente importante era la poes¨ªa en su conjunto, no tal como la reflejaban los libros sino como la resguardaban las tumbas de los que hab¨ªan escrito estos libros. Este hombre extravagante, que no le¨ªa jam¨¢s poemas, cre¨ªa conocer, as¨ª, la esencia de la poes¨ªa.
Hace unos meses, en Peredelkino, me acord¨¦ de ¨¦l. Peredelkino es una poblaci¨®n dispersa compuesta por peque?as dachas inmersas en bosques de robles. En ella vivieron muchos escritores que la describieron como un paisaje id¨ªlico. En la actualidad, cuando uno se aparta de la recia protecci¨®n de los robles, surgen, amenazantes, los gigantescos bloques de viviendas con los que Mosc¨² coloniza los campos circundantes. A medida que han muerto los antiguos habitantes de las dachas, o simplemente han sido desalojados, los nuevos ricos se convierten en moradores de lo que acabar¨¢ siendo un barrio residencial de la metr¨®poli.
El dinero f¨¢cil ha hecho que se multipliquen los detalles de mal gusto y, en muchos casos, la anterior austeridad de las casas ha sido sustituida por esa ostentaci¨®n en forma de partenones y c¨²pulas acebolladas con los que se deleitan los poderosos en Rusia. La perla del lugar es una imitaci¨®n a gran escala del San Basilio moscovita que, seg¨²n me contaron, se est¨¢ construyendo para el solaz del patriarca metropolitano, quien, de este modo, ha trasladado parte de la plaza Roja al buc¨®lico pueblo de anta?o.
Sin embargo, pese a la invasi¨®n, Peredelkino sigue poseyendo la atm¨®sfera singular de los escenarios en los que han sido creadas grandes obras del esp¨ªritu. Transformada ahora en peque?o museo, est¨¢ la casa en la que Boris Pasternak vivi¨® los ¨²ltimos a?os de su vida y en la que escribi¨® El doctor Zhivago. Muchos de los paisajes de esta novela est¨¢n inspirados en los alrededores de Peredelkino.
La vida de Pasternak est¨¢ unida a esta poblaci¨®n, y tambi¨¦n su muerte, pues est¨¢ enterrado en su cementerio, una h¨²meda colina cruzada por caminos serpenteantes. Un sobrio monolito con la cabeza del poeta esculpida en bajorrelieve, advierte de la presencia de su tumba. Frente al monolito, a unos pocos metros, hay un banco de madera y, entre ambos l¨ªmites, la frondosa vegetaci¨®n no oculta el jarr¨®n de flores que una admiradora del poeta deposit¨® en el suelo, justo antes de mi llegada.
Me sent¨¦ en el banco mirando, alternativamente, el jarr¨®n de flores blancas y la cabeza -"caballuna", como ¨¦l dec¨ªa- de Pasternak. Trat¨¦ de recordar algunos de sus versos pues en otra ¨¦poca me sab¨ªa poemas de memoria. Pero no record¨¦ ninguno. Ten¨ªa la sensaci¨®n de que los o¨ªa, e incluso de que los comprend¨ªa, sin que ning¨²n verso acudiera a mi cabeza con mediana claridad. Era una experiencia sumamente agradable, por m¨¢s que al principio me incomodara mi torpeza para recuperar los poemas de Pasternak. De hecho me di cuenta de que no estaba en condiciones de recordar ning¨²n verso de ning¨²n poeta. Entonces, inevitablemente, resurgi¨® en mi mente la figura del aquel curioso visitador de tumbas que hab¨ªa conocido a?os atr¨¢s: quiz¨¢ me ocurr¨ªa, como a ¨¦l, que los poetas ya carec¨ªan de importancia porque la poes¨ªa no pod¨ªa ser captada en ning¨²n otro idioma que no fuera el que recoge el roce del viento con los pensamientos sellados en las tumbas. O sencillamente me hab¨ªa vuelto amn¨¦sico, felizmente amn¨¦sico, porque hubiera continuado horas y horas sentado en aquel banco de madera en el que cre¨ªa o¨ªr lo inaudible.
Habr¨ªa querido contar esta experiencia a nuestra anfitriona de Peredelkino pero ella nos cont¨® una historia que no me dej¨® muchas opciones. Durante a?os, seg¨²n dijo, en aquel banco de madera frente a la l¨¢pida, que tanto me hab¨ªa cautivado, fueron instalados, por parte de la polic¨ªa secreta, micr¨®fonos ocultos para grabar todo lo que comentaran los ciudadanos que iban a honrar la sepultura de Pasternak. Se trataba de averiguar qu¨¦ conspiraciones se escond¨ªan bajo la supuestamente fr¨¢gil coraza de los versos. Boris Pasternak, calumniado en vida, fue perseguido tambi¨¦n tras su muerte mediante la persecuci¨®n de sus seguidores. Los micr¨®fonos grababan lo que ser¨ªan, luego, acusaciones. Una historia grotesca y atroz.
Sin embargo, lo que con toda seguridad no pudo grabar la polic¨ªa secreta fueron los murmullos que o¨ªa el visitador de tumbas, y que yo cre¨ª o¨ªr aquella tarde. Afortunadamente ninguna polic¨ªa del mundo puede sospechar que exista algo semejante.
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