Noriega, el hombre eliminado
En pocos d¨ªas el general Manuel Antonio Noriega, el dictador depuesto en 1989 por un brutal ataque norteamericano, y preso despu¨¦s en Miami y Par¨ªs, pasar¨¢ a cumplir otra pena en su pa¨ªs, Panam¨¢
A qui¨¦n hay que liquidar?".
Es verano de 1983, en Panam¨¢, y la pregunta la hace un hombre menudo de hombros estrechos y rasgos raciales confusos, que pueden corresponderse con alguna ascendencia ind¨ªgena de los guaim¨ªes mezclada con sangre china de vaya usted a saber d¨®nde, pero eso son especulaciones. Lo que m¨¢s llama la atenci¨®n es su cara, trufada por decenas de huellas de viruela. Los ojos son peque?os y hasta ese momento han permanecido cerrados.
Aunque va vestido con una guayabera blanca bien almidonada, se trata de un general, el jefe de la Guardia Nacional de Panam¨¢ y amo absoluto del pa¨ªs. Se llama Manuel Antonio Noriega.
La pregunta est¨¢ hecha a volumen apenas audible y con un toque algo melifluo. Se la dirige a uno de los seis comensales que comparten con ¨¦l mesa en el restaurante chino m¨¢s lujoso de la ciudad. Adem¨¢s del general, cuatro periodistas espa?oles y dos asesores del Gobierno. Uno de ellos, un buscavidas europeo y el otro el jefe de la inteligencia paname?a, el comandante Bland¨®n. Al hacerla, interrumpe el informe que el periodista est¨¢ desgranando sobre la prensa gubernamental y las medidas que habr¨ªa que aplicar para la reestructuraci¨®n de dos peri¨®dicos ocupados por cabos, sargentos y brigadas tan iletrados como vocacionales de la poes¨ªa. Gentes que proceden de un Ej¨¦rcito que les premia su lealtad con columnas de opini¨®n en las que, por ejemplo se puede leer: "Hoy he mirado una rosa/era maravillosa/y tambi¨¦n vaporosa/qu¨¦ hermosa". Y ya. En primera p¨¢gina.
Le gustaba el dinero, aunque no lo exhibiera en forma de coches lujosos. Y le gustaba jugar a la alta pol¨ªtica
Dej¨® de ser el esclavo de la CIA, el hombre fuerte del patio trasero de Estados Unidos. Y fue advertido
George Bush, cuyo mandato estaba a punto de expirar, decidi¨® acabar con la carrera del d¨ªscolo Noriega
El periodista ha utilizado un desafortunado verbo para expresar la necesidad de limpiar las redacciones de in¨²tiles y onerosos redactores. Ha dicho "habr¨ªa que liquidar..." y no puede terminar la frase, porque el general, que escuchaba el informe con la cabeza reclinada sobre el pecho y los ojos cerrados, ha salido de su aparente sue?o con la velocidad de una cobra.
La reuni¨®n es una m¨¢s de las muchas enga?ifas que el general y su aparato han tramado para enredar a la opini¨®n p¨²blica internacional sobre las intenciones del r¨¦gimen militar para convertir el sistema pol¨ªtico paname?o en una democracia. Un plan que, al parecer, era genuino en su origen, cuando lo puso en marcha otro militar cuyo nombre tiene resonancias m¨ªticas: el general Omar Torrijos, el hombre que ech¨® un pulso a Estados Unidos y consigui¨® en septiembre de 1977 firmar con el presidente Jimmy Carter un tratado de devoluci¨®n del Canal a la soberan¨ªa nacional en un periodo de 20 a?os.
Con Omar Torrijos conoci¨® el periodista que ha conjugado el verbo inoportuno al entonces coronel Manuel Antonio Noriega en 1980. Torrijos era un hombre astuto, osado, mujeriego, juerguista y divertido. Sus andanzas libertinas no se paraban en nada. En el hotel Meli¨¢ de Madrid a¨²n resuenan los gritos de la que fue su mujer mientras le persegu¨ªa por los pasillos, acompa?ado en la huida por dos prostitutas tan desnudas como ¨¦l. Gastaba sin tasa el dinero del Estado y beb¨ªa en su casa de Farall¨®n, en la costa del Pac¨ªfico, solo vino franc¨¦s, que compart¨ªa con generosidad con sus compa?eros de francachela o con los pol¨ªticos invitados para conspirar en la diplomacia internacional. Tambi¨¦n era un despiadado centuri¨®n formado en la Escuela de las Am¨¦ricas, donde los militares norteamericanos ense?aban a sus colegas latinos a torturar, asesinar y hacer desaparecer cuerpos de opositores. Tambi¨¦n era, como disfrutaban algunos de sus hu¨¦spedes europeos, muy ligero a la hora de calcular la edad de las chicas que le buscaban sus ojeadores.
El periodista estuvo all¨ª, viendo asomar entre la selva las espl¨¦ndidas torres de los mercantes que cruzaban el Canal. Y vol¨® con Torrijos en la misma avioneta que se estrell¨® con ¨¦l a bordo un a?o despu¨¦s. Vol¨® en medio de una tormenta a la que el general no mostraba ning¨²n respeto, a pesar de que el piloto no pod¨ªa disimular su p¨¢nico. A orillas del Canal, Torrijos le present¨® a Noriega, que era entonces jefe del G-2, el Servicio de Inteligencia de la Guardia Nacional.
Noriega era lo contrario de su jefe. Adusto, retra¨ªdo, ajeno a los deleites del alcohol y la comida. Y el mejor conocedor de los entresijos centroamericanos. En la ciudad de Panam¨¢ recalaron, durante muchos a?os, los representantes oficiales y oficiosos de los Gobiernos de El Salvador, de Nicaragua, de Honduras, de Costa Rica, de Guatemala. Ellos, y los representantes oficiales y oficiosos de las guerrillas de cada uno de los pa¨ªses. Y el jefe del G-2 era siempre el anfitri¨®n de los visitantes. Noriega era el jefe de aquella min¨²scula e hiperactiva cocina donde se coc¨ªa cualquier acuerdo que afectara a la seguridad del territorio comprendido entre la frontera sur de M¨¦xico y la norte de Colombia.
Para eso le nombr¨® Torrijos. Y apareci¨® lo que era l¨®gico que apareciera: la CIA, que en esa parte de Am¨¦rica era entonces cualquier cosa menos una broma de paranoicos. No se sabe desde cu¨¢ndo, pero el jefe del G-2 paname?o ya trabajaba para la CIA en 1981, como se demostrar¨ªa a?os m¨¢s tarde en el juicio que se sigui¨® contra ¨¦l en Miami. Y apareci¨® otro protagonista tan cruel como los militares asesinos: el narcotr¨¢fico. No se puede financiar todo el lujo de las guerras sucias solo con el dinero de los norteamericanos. En la costa del Dari¨¦n, en los pac¨ªficos pueblos donde llevan su c¨®moda existencia los indios kuna, ya atracaban peque?os mercantes tripulados por marineros colombianos de mala mirada nacida de ojos con fondo amarillo, que dejaban fardos bien atados para que los recogieran avionetas de esas que paran en cualquier lado. Eso lo vio el periodista que ha usado el verbo equivocado.
A Noriega, el militar de gesto austero que nunca luc¨ªa ante el p¨²blico a sus amantes, le gustaba ya el dinero, aunque no lo exhibiera en forma de coches lujosos. Y hab¨ªa comenzado a acumularlo. Quiz¨¢ no era eso, sino el poder. Y le gustaba ya jugar a la alta pol¨ªtica, en un pa¨ªs en el que tambi¨¦n jugaban, a cara poco descubierta, los servicios secretos de muchos otros pa¨ªses. Y, desde luego, el Mosad, apoyado en la importante colonia jud¨ªa de Ciudad de Panam¨¢ y Puerto Col¨®n, en la costa atl¨¢ntica.
El Canal, pero tambi¨¦n la guerra eterna de El Salvador, o la de Nicaragua... demasiados asuntos importantes para un hombre de tan poco tama?o. En julio de 1981, la avioneta de Torrijos revent¨® en medio de una tormenta similar a la que hab¨ªa vivido el periodista cuando acompa?aba al general tan solo un a?o antes. Ya se habl¨® entonces de que Noriega pod¨ªa haber tenido alguna relaci¨®n con el desastre. Pero nadie ha probado nada. Lo que s¨ª es cierto es que aquello permiti¨® su irresistible ascenso en el escalaf¨®n. Pas¨® a ser el hombre fuerte de Panam¨¢. La Guardia Nacional era casi del todo suya. La informaci¨®n, absolutamente suya.
Un tipo de biograf¨ªa y nombre que parec¨ªan inventados por alg¨²n novelista rom¨¢ntico del XIX, Hugo Spadafora, os¨® enfrentarse a ¨¦l. Spadafora, m¨¦dico, cosmopolita, formado en Italia en los a?os duros del mao¨ªsmo y en ?frica en los a?os de la guerrilla triunfante. Un h¨¦roe de la lucha sandinista contra el dictador Somoza. Alguien que se hab¨ªa opuesto a Torrijos y al que Torrijos casi prohij¨® despu¨¦s, perdon¨¢ndole la vida y envi¨¢ndole a curar indios en medio de la selva. Spadafora que hab¨ªa luchado en Guinea-Bissau contra el colonialismo, que hab¨ªa luchado, en connivencia con los hombres de la revoluci¨®n militar antiimperialista de su pa¨ªs, contra los manejos norteamericanos en Centroam¨¦rica. Spadafora, que era un h¨¦roe paname?o, le acus¨® en 1982 de corrupci¨®n, de estar relacionado con el narcotr¨¢fico. Y se fue a la contra, a pelear contra los que corromp¨ªan la revoluci¨®n de los nicas [nicarag¨¹enses]. Codo con codo con el otro gran h¨¦roe guerrillero paname?o, Ed¨¦n Pastora, plant¨® cara, con las armas, a Daniel Ortega y su cohorte falsamente democr¨¢tica. ?l, que hab¨ªa compartido con Torrijos los impulsos revolucionarios, se sinti¨® fuerte para denunciar a Noriega.
No le dur¨® mucho la capacidad de enfrentarse al hombre de la cara picada. ?l intentaba hacer la revoluci¨®n en toda Centroam¨¦rica, como un nuevo Che Guevara. Cuando luchaba en Nicaragua, tambi¨¦n estaba luchando en El Salvador o en Panam¨¢.
Un d¨ªa, en septiembre de 1983, Spadafora cruz¨® la frontera entre Costa Rica y Panam¨¢ por un paso seguro. Le estaban esperando los efectivos de la ¨¦lite de la Guardia Nacional de Noriega. Le dedicaron tiempo. Cuando apareci¨® su cuerpo, la autopsia determin¨® que hab¨ªa sufrido torturas sin cuento. Le hab¨ªan arrancado los ojos antes de matarle, por ejemplo. Y se tomaron el trabajo de decapitarle antes de dejarlo tirado en un lugar donde pudiera ser encontrado. No se trataba solo de matar al muy inc¨®modo guerrillero. Se trataba de que sirviera de ejemplo, de que todo el mundo supiera que Noriega no se andaba con chiquitas.
El asesinato de Spadafora marc¨® de forma inequ¨ªvoca la deriva de Noriega al crimen de su Estado personalizado. En Panam¨¢ se hab¨ªa seguido matando, aunque con cuentagotas, a opositores inc¨®modos. En una regi¨®n sometida a la violencia de guerrillas y ej¨¦rcitos, cualquier crimen pol¨ªtico pod¨ªa simularse como un ajuste de cuentas entre compa?eros, como hicieron los guerrilleros salvadore?os, a los que el padre Ignacio Ellacur¨ªa [te¨®logo asesinado por militares salvadore?os] perdon¨®, con la comandante disidente Ana Mar¨ªa. Otros aparec¨ªan como v¨ªctimas de excesos policiales que se sancionaban con penas simb¨®licas. Y los dem¨¢s desaparec¨ªan para no dejar la huella que conduc¨ªa a la autoridad.
Pero lo de Spadafora fue otra cosa. Nunca se admiti¨® el crimen, por supuesto. Pero tampoco hizo ning¨²n esfuerzo el aparato de Noriega para ocultar del todo el origen de la atrocidad. Spadafora fue un aviso a navegantes. En Panam¨¢ se pod¨ªa denunciar en la prensa que la corrupci¨®n crec¨ªa en un pa¨ªs en el que la libertad del dinero era la garant¨ªa de la supervivencia, y la garant¨ªa de que algunas migajas de los desmesurados negocios de los narcos y los evasores de capitales llegaran a los desfavorecidos que, a cambio, ten¨ªan que sostener con sus votos y sus aclamaciones al tirano.
Noriega, el hombre que ya se deb¨ªa preguntar cada ma?ana a qui¨¦n hab¨ªa que liquidar, se sent¨ªa cada vez m¨¢s fuerte como ¨¢rbitro de esos negocios. Y decidi¨® independizarse. Dej¨® de ser el esclavo de la CIA, el hombre fuerte del patio trasero de Estados Unidos. Y fue advertido, pero se neg¨® a reconocer que su peque?a pero bien entrenada fuerza de soldados dispuestos a volar el Canal (como fanfarroneaban los musculosos sargentos de la Guardia Nacional en los bares de copas), pudiera enfrentarse a la naci¨®n m¨¢s poderosa.
Noriega liquid¨®, desde entonces, a cualquiera que ofreciera resistencia a sus planes. Dio golpes de Estado, ech¨® presidentes de la naci¨®n al exilio, asesin¨® a sus colegas que intentaron derrocarle, como el mayor Mois¨¦s Giroldi, que fue fusilado sin juicio junto con sus compa?eros de intentona tras querer acabar con el r¨¦gimen corrupto del general.
Uno a uno, los diplom¨¢ticos y pol¨ªticos que lograban escapar de Panam¨¢, le denunciaban como el capo de la droga en Centroam¨¦rica. Le denunciaban si pod¨ªan evitar las palizas callejeras de los matones del r¨¦gimen.
Y George Bush padre, cuyo mandato expiraba unas semanas m¨¢s tarde, decidi¨® acabar con la carrera del d¨ªscolo Noriega. La operaci¨®n Causa Justa se puso en marcha el 20 de diciembre de 1989. Decenas de miles de soldados norteamericanos y un enorme contingente de aviones de guerra se arrojaron sobre Panam¨¢ y su Ej¨¦rcito dise?ado para guerras peque?as y alborotos internos. En pocas horas, el barrio m¨¢s castizo de Ciudad de Panam¨¢, el Chorrillo, donde estaba el palacio presidencial de Las Garzas, y donde viv¨ªan en la miseria, en casas de madera, los miles de ciudadanos que sosten¨ªan el poder del tirano con sus algaradas, fue abrasado por el fuego de las bombas incendiarias. Los soldados invasores disparaban contra todo. Mataban a hombres como el fotoperiodista de EL PA?S Juantxu Rodr¨ªguez. Mataban por cientos a hombres y mujeres desarmados que no sab¨ªan c¨®mo escapar ni c¨®mo defenderse de aquella oleada de fuego.
Noriega se refugi¨® en una sede eclesi¨¢stica, de la que le desalojaron con altavoces que emit¨ªan ritmos de heavy metal a un volumen imposible de soportar por cualquier ser humano.
En Miami le condenaron a 30 a?os de prisi¨®n, entre otras cosas por narcotr¨¢fico. Su imagen, en una celda aislada, est¨¢ lejos de la arrogante valent¨ªa que destilaba cuando quitaba Gobiernos y mataba opositores. En Par¨ªs, veinte a?os despu¨¦s, por blanqueo de capitales. En Panam¨¢, in absentia, por el asesinato de Giroldi y de Spadafora. Le queda por cumplir apenas una decena de a?os de c¨¢rcel. Para que pueda hacerlo en su ¨²ltima estaci¨®n penal, en Panam¨¢, un juez franc¨¦s le ha tenido que dar la libertad condicional.
?A qui¨¦n hab¨ªa que liquidar? A Manuel Antonio Noriega. Se tard¨® mucho, hasta que dej¨® de ser ¨²til al imperio, y se derram¨® mucha sangre para hacerlo.
Vuelta a la casilla de salida
Panam¨¢ espera que Francia le entregue a su exdictador, Manuel Antonio Noriega, porque tiene pendientes varios juicios en el pa¨ªs en el que se rindi¨® en 1989, despu¨¦s de refugiarse en la Nunciatura Apost¨®lica tras la cruenta intervenci¨®n militar norteamericana. Trasladado a Estados Unidos, fue sentenciado a una larga pena de prisi¨®n por delitos relacionados con el cartel de Medell¨ªn.
La peripecia de Noriega continu¨® con su entrega a Francia en 2008, reclamado por blanqueo de dinero del narcotr¨¢fico. Sus abogados pelean ahora en Par¨ªs para que sea extraditado a Panam¨¢, donde "va a ir a la c¨¢rcel", seg¨²n ha anunciado esta semana Ricardo Martinelli, el actual mandatario del pa¨ªs. Tambi¨¦n ha dicho que existe la posibilidad de que un hombre de su edad (77 a?os) pueda cambiar la prisi¨®n por el cumplimiento en casa, si as¨ª lo decide un juez. -
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