Mi padre era verdugo
Los hijos de los ¨²ltimos hombres que aplicaron la pena muerte con el garrote vil cuentan a EL PA?S sus recuerdos sobre este oscuro oficio del franquismo. El primog¨¦nito de L¨®pez Sierra, el ejecutor de Puig Antich, iba a heredar el empleo: "No me hubiera temblado el pulso"
Con una bufanda al cuello, un sombrero que gan¨® bailando tango, chaquetilla ajustada, C¨¢ndido L¨®pez se pasea por el barrio de Malasa?a de Madrid con las manos en los bolsillos. Se para en esta taberna donde se juega al tute, en esta de aspecto a?ejo y en la otra de m¨¢s all¨¢. Dice que esta noche hay que hablarlo todo, en caso de que haya que hacerlo, porque de madrugada se ir¨¢ a dormir a una pensi¨®n del centro de la ciudad y sabe Dios cu¨¢ndo se despertar¨¢. Su existencia est¨¢ marcada por el oscuro oficio de su padre, el ¨²ltimo hombre que ejerci¨® de verdugo en Espa?a. Ese hombre se llamaba Antonio L¨®pez Sierra y en un malet¨ªn guardaba el garrote vil con el que ajustici¨® a 17 reos. Pero esta historia no cuenta la vida del verdugo, ni la de sus a?os en prisi¨®n por el atraco a una gasolinera, pues ya se han escrito mucho sobre eso; sino m¨¢s bien sobre el ni?o, su hijo, el que le ve¨ªa irse de casa tras recibir un telegrama, cualquier d¨ªa, a cualquiera hora, y le recib¨ªa al d¨ªa siguiente cuando desprend¨ªa todav¨ªa un fuerte olor a co?ac.
"Mi viejo parec¨ªa un tipo muy duro, pero te aseguro que siempre iba borracho cuando iba a agarrotar a alg¨²n reo"
El "ejecutor de sentencias" de Madrid acab¨® sus d¨ªas siendo portero en una finca del barrio de Malasa?a
"Quien juzgue a mi padre es un hip¨®crita. Estoy orgullosa de ¨¦l, es historia de Espa?a", dice In¨¦s S¨¢nchez
Su padre, de misa diaria, cre¨ªa en la otra vida: "Yo envidio al que traspasa los umbrales de la eternidad"
Los descendientes de los conocidos en la ¨¦poca como "ejecutores de sentencias" quieren pasar p¨¢gina en la mayor¨ªa de los casos. Reniegan de su pasado. Se cambian los apellidos, queman fotograf¨ªas, peri¨®dicos viejos, la ropa guardada en el armario. Entran en un proceso de exorcismo con el que cerrar para siempre un cap¨ªtulo de su vida. Ese intento lo llev¨® a cabo la familia del verdugo que ejecut¨® en 1974 al anarquista Salvador Puig Antich. Su nicho en el cementerio de Carabanchel se hab¨ªa convertido en una especie de lugar de peregrinaje morboso para curiosos, polic¨ªas y nost¨¢lgicos del r¨¦gimen de Franco, convencidos de la eficacia del ojo por ojo. C¨¢ndido L¨®pez (Badajoz, 1949) y una hermana, cuenta ¨¦l, incineraron el cad¨¢ver de su padre cuando se cumpli¨® el d¨¦cimo aniversario de la muerte. Con el tiempo, C¨¢ndido se ha propuesto recuperar su memoria.
-Mi viejo parec¨ªa un tipo muy duro, pero te aseguro que siempre iba borracho cuando ten¨ªa que ejecutar a alguien. Era un trago hacer eso.
Uno de los primeros recuerdos que tiene C¨¢ndido es el de su familia criando borregos en Badajoz. Su padre, nacido en 1913, acababa de regresar de Alemania, donde trabaj¨® como barrendero. Fingi¨® padecer s¨ªfilis para que le pagasen el viaje de vuelta a casa. Cuidar el ganado no daba para mucho en esa Espa?a hambrienta, y L¨®pez Sierra completaba el jornal con el estraperlo y los timos en las ferias. Lo hacia junto a Vicente Copete, un compadre que a la larga tambi¨¦n se dedicar¨ªa al mismo oficio. Fue en esas fechas cuando un polic¨ªa secreto le pregunt¨® que si ten¨ªa valor para ser verdugo. ?l contest¨®: "Me da lo mismo que sea verdugo, que sea lo que sea, mientras me d¨¦ de comer".
As¨ª se contrataba a los encargados de aplicar la pena muerte en la Espa?a del dictador Francisco Franco, previa inscripci¨®n en el Ministerio de Justicia. Se ejecutaba a los reos mediante el garrote vil, un collar¨ªn de hierro que serv¨ªa para asfixiar y quebrar el cuello del condenado. Los secretos del oficio se transmit¨ªan de un verdugo a otro, sin ning¨²n tipo de escuela ni formaci¨®n. No es que hubiese cola para ingresar en el cuerpo. M¨¢s de uno se apunt¨® para recibir un sueldo mensual en una ¨¦poca de muchas penurias, con la idea de que nunca tuviese que llegar el momento de tener que hacer una ejecuci¨®n.
L¨®pez Sierra aprendi¨® lo m¨¢s elemental de un verdugo andaluz, un hombre de misa diaria que escrib¨ªa poes¨ªa. A partir de ah¨ª, sus viajes a Madrid se sucedieron. "Yo lo ve¨ªa coger el tren, con su malet¨ªn. Estaba muy nervioso cuando se iba. Le ped¨ªa que me trajese balones de f¨²tbol de reglamento", rememora C¨¢ndido. ?Sab¨ªa ad¨®nde iba? "Claro, en mi casa nunca se ocult¨®. Alguien ten¨ªa que hacerlo, ?no? Daba garrote a asesinos, no a pobres gentes". La realidad es que tanto los reos como los verdugos sol¨ªan pertenecer a los que vivieron la miseria de la posguerra, a los que que se ganaban la vida como pod¨ªan. En ocasiones, tan solo el azar hab¨ªa colocado a uno y a otro en cada lado, a uno con la capucha y a otro manejando el garrote, como si la pena de muerte fuese un asunto estrictamente entre los desfavorecidos.
La familia de L¨®pez Sierra se instal¨® a finales de los cincuenta en la capital, m¨¢s concretamente en Carabanchel. C¨¢ndido recuerda haber recorrido con su padre las comisar¨ªas para hablar con los polic¨ªas sobre los casos abiertos, haber ido a los juzgados a cobrar el sueldo, haber le¨ªdo los dos juntos el peri¨®dico en busca de los cr¨ªmenes m¨¢s horrendos. Para ¨¦l fue lo normal. Era un juego de buenos y malos. Tiene recuerdos de pasear orgulloso con su padre por la calle. Le llamaban "el hijo del Guillotinas" y m¨¢s tarde, Kung Fu, por el pelo largo que gastaba. L¨®pez Sierra, seg¨²n reconoci¨® en vida, so?aba en ocasiones con los agarrotados, pero su hijo no recuerda un sentimiento de culpa o verg¨¹enza en ¨¦l ("hay que ser muy duro de coraz¨®n", se le oy¨® decir al verdugo).
?Hubiese heredado el oficio? "S¨ª, y no me hubiese temblado el pulso. Estaba preparado", responde C¨¢ndido sin vacilar. Su padre, en cambio, s¨ª tembl¨® en ocasiones. En 1959 tuvo que agarrotar a Pilar Prades, la envenenadora de Valencia, cuando esta apenas era una chiquilla. Se le acusaba de haber asesinado con matahormigas a Adela Pascual, due?a de una chaciner¨ªa, en cuya casa serv¨ªa de dom¨¦stica. L¨®pez Sierra se negaba a ejecutar a la mujer. Estaba previsto que el ajusticiamiento se hiciera a las seis de la ma?ana, pero se retras¨® un par de horas a la espera de un indulto que nunca lleg¨®. A la hora de la verdad tuvieron que arrastrar hasta el pat¨ªbulo al verdugo, que para entonces estaba ya borracho. Al llegar a casa, C¨¢ndido recuerda una confesi¨®n de su padre, a¨²n muy impactado: "Es lo m¨¢s tremendo que he hecho en mi puta vida. Peor que matar a 100 hombres".
Esa imagen contrasta con el perfil que dibujan otros que le contemplaron dar muerte. El primer reo ejecutado por L¨®pez Sierra fue Ram¨®n Oliva M¨¢rquez, El Monchito. Un psiquiatra asisti¨® para elaborar un informe que revel¨® el car¨¢cter infantiloide del condenado por el asesinato de Juana Arribas Garc¨ªa, de 42 a?os. Ese mismo d¨ªa hab¨ªa Consejo de Ministros y se esperaba tambi¨¦n el indulto. Hubo un ruido que la gente identific¨® con el tubo de escape de una moto que llegaba con el telegrama, pero El Monchito advirti¨® que se trataba de una ca?er¨ªa rota. L¨®pez Sierra, a continuaci¨®n, manej¨® con poca pericia el garrote. La muerte se alarg¨® angustiosamente m¨¢s de 20 minutos y el psiquiatra dijo que la actitud del verdugo fue parecida a la de Manolete ante un toro muerto en Las Ventas, como si estuviese brindando la pieza.
Este salvaje procedimiento acab¨® una vez muerto Franco. La pena capital se aboli¨® al llegar la democracia. L¨®pez Sierra asimil¨® entonces el oficio de su esposa y se convirti¨® en el portero de un edificio de la calle de Montele¨®n, en el barrio de Malasa?a (Madrid). La familia se instal¨® en el bajo. El exverdugo tiraba las bolsas de basura, recib¨ªa el correo. Ocult¨® a casi todo el mundo su antiguo oficio, excepto a un asturiano propietario de una taberna al que con el tiempo regal¨® un encendedor Zippo que el hombre a¨²n conserva. Se sincer¨® tambi¨¦n con el due?o de la finca, quien guarda un buen recuerdo de ¨¦l: "Fue siempre un hombre muy correcto. Me dijo que me contaba su secreto antes de que me enterase por otra gente. Sencillamente, fue un se?or al que le toc¨® hacer lo que ten¨ªa que hacer en su tiempo".
Una vez que muri¨® L¨®pez Sierra en 1986 y cuando a?os m¨¢s tarde ocurri¨® lo mismo con su esposa, C¨¢ndido, un hijo de vida desordenada, rebelde, se qued¨® a vivir en la porter¨ªa. Las quejas de los vecinos fueron constantes por su comportamiento, hasta que hace seis a?os lo desalojaron tras varias advertencias.
No resulta sencillo cuadrar las fechas en la biograf¨ªa de C¨¢ndido. Tuvo que buscarse otra forma de ganarse la vida. Fue camarero. Estuvo casado y tuvo una hija, con la que apenas tiene trato. Se separ¨®. Su vida fue cuesta abajo. Durmi¨® seis meses en la calle hasta que hace dos la Comunidad de Madrid lo aloj¨® en una pensi¨®n de la plaza de Tirso de Molina. Se alimenta en un comedor social y recibe ropa de las monjas. Pasa las ma?anas en un centro de d¨ªa para gente sin techo, y las tardes, de bar en bar junto a la glorieta de Bilbao. "Nunca me ver¨¢s pedir limosna", dice dejando traslucir una muestra de orgullo, ese mismo que muestra cuando baila agarrado a alguna mujer en la pista de las salas de fiestas o cuando se encara a las c¨¢maras de fotos con gesto desafiante.
Conserva unas instant¨¢neas de su padre, su pasaporte, documentaci¨®n, una n¨®mina. Como si fueran reliquias. Todo eso lo guarda en su apartamento el tabernero asturiano, un amigo inseparable de L¨®pez Sierra en su d¨ªa y del hijo de este hoy. Con ese material y m¨¢s recuerdos que se guarda para s¨ª quiere publicar un libro. Su hermana se ha desentendido de todo. No quiere saber nada del asunto. Abomina del oficio que tuvo su padre. Pero C¨¢ndido est¨¢ convencido de la necesidad de rescatar su recuerdo. ?Tendr¨ªa algo que decirle a los hijos de alg¨²n ejecutado? "No. Mi viejo no dictaba sentencias, eso lo hac¨ªan los jueces. No tengo que pedir perd¨®n a nadie".
C¨¢ndido cree recordar que cuando muri¨® su padre, estando ¨¦l en Ibiza, un familiar quem¨® el manuscrito de una autobiograf¨ªa que hab¨ªa escrito L¨®pez Sierra con la ayuda de un periodista. En esa hoguera ardi¨® una parte, aunque fuese peque?a, de la historia criminal y judicial del franquismo. El que quiera llegar a conocer las entra?as del ¨²ltimo verdugo espa?ol tendr¨¢ que indagar entre humo.
El verdugo andaluz que fue su maestro se llamaba S¨¢nchez Bascu?ana (Carri¨®n de los C¨¦spedes, Sevilla, 1905). Viv¨ªa en un patio de naranjos y cipreses del barrio del Albaic¨ªn de Granada. Fue el verdugo titular de la Audiencia de Sevilla entre 1949 y 1972, el a?o de su muerte. Dej¨® hu¨¦rfana a una ni?a de cuatro a?os. La madre de la peque?a se muri¨® seis a?os despu¨¦s. Se qued¨® a los diez a?os a cargo de unas t¨ªas que la ingresaron en un internado. Desde siempre pens¨® que su padre era guardia civil (lo hab¨ªa sido con anterioridad). Ten¨ªa recuerdos borrosos de jugar en su regazo, de su sombrero de ala, la pajarita, de su esp¨ªritu m¨ªstico. Se hab¨ªa construido una imagen ideal de ¨¦l. De adolescente discuti¨® con una de sus t¨ªas y esta le solt¨®: "Eres tan criminal como tu padre".
Con esa frase retumbando dentro de ella, In¨¦s S¨¢nchez, como se llama esa ni?a, consult¨® a un amigo de la familia. "Tu padre fue verdugo", le dijo, "y, de hecho, grab¨® una pel¨ªcula". Pas¨® los siguientes a?os buscando esa cinta sin ¨¦xito. No hab¨ªa Internet y nadie que conoc¨ªa recordaba el nombre del filme. Le atormentaba que el recuerdo que ten¨ªa sobre el hombre religioso, cari?oso, que conoci¨® no fuese compatible con el oficio que tuvo. Descolg¨® el tel¨¦fono para contactar con un hermanastro, hijo de un primer matrimonio de su padre. "No quiero saber nada de eso. Lo tengo olvidado. No quiero que mis hijos sepan a qu¨¦ se dedicaba su abuelo", le cort¨® en seco.
Sin la ayuda de su hermanastro, In¨¦s descubri¨® al fin que esa pel¨ªcula era Querid¨ªsimos verdugos, de Basilio Mart¨ªn Patino. Este le facilit¨® una copia de un filme grabado en 1973 en la clandestinidad y exhibido en los cines cuatro a?os despu¨¦s, una vez acabada la dictadura. Su testimonio lo recogi¨® en una muestra exhibida en un centro de exposiciones. Su padre aparece como un hombre amigo de payos y gitanos, que va saludando por la calle al que se cruza. Odia que le llamen verdugo: "Somos administradores de justicia. Yo no mato a nadie, lo mata la justicia".
S¨¢nchez Bascu?ana era un fiel creyente en la otra vida: "Son momentos graves (el de la ejecuci¨®n), dif¨ªciles, tan graves, que yo envidio al que traspasa los umbrales de la eternidad. Dichosos los que nos quedamos, porque esta vida es un valle de l¨¢grimas". In¨¦s S¨¢nchez, una vigilante de seguridad de 43 a?os, fue recabando m¨¢s opiniones y an¨¦cdotas sobre gente que conoci¨® a su padre, un tipo de misa diaria, impulsor de dos cofrad¨ªas, rapsoda de versos b¨ªblicos. "No me cuadraba que ¨¦l se dedicara a eso, pero he descubierto que ¨¦l sufr¨ªa siendo verdugo y ese sufrimiento se lo llev¨® a la tumba", cuenta la hija de Bernardo. Ya le ha revelado el secreto familiar a un hijo adolescente y har¨¢ lo mismo con una hija peque?a cuando crezca un poco.
Con su identidad resuelta, In¨¦s se siente m¨¢s c¨®moda dentro de su piel: "No juzgo a mi padre. No soy nadie para hacerlo y quien lo haga es un hip¨®crita. S¨¦ que era un hombre bueno. Yo estoy orgullosa de ¨¦l, es historia de Espa?a. Es miserable esconderlo". Bernardo S¨¢nchez colocaba siempre una capucha al condenado para que su rostro no fuese lo ¨²ltimo que viese antes de cerrar los ojos. El verdugo le ped¨ªa que rezara el credo y pon¨ªa en marcha el mecanismo del garrote en medio de la oraci¨®n. "Todos somos reos o verdugos a¨²n hoy. As¨ª es este mundo", apuntilla su hija In¨¦s.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.