Dominar, ganar y disfrutar
Desde la primera final que vi, en 1985, la Copa Intercontinental me fascin¨®. Ten¨ªa apenas nueve a?os y la posibilidad de ver a equipos de distintos continentes, enfrent¨¢ndose en un pa¨ªs tan lejano y tan ex¨®tico, despertaba en m¨ª diferentes fantas¨ªas. Por un lado, me permit¨ªa viajar, ya que entonces no hab¨ªa Internet ni televisi¨®n por suscripci¨®n, y el partido era una ventana abierta al mundo: aquel estadio tan moderno, esos jugadores de nombres raros, el hecho de ver en vivo un partido que se jugaba en pleno d¨ªa cuando de este lado del mundo todav¨ªa era de noche.
Por otro lado, el encuentro me permit¨ªa vivir, a trav¨¦s de esos jugadores, el sue?o del ni?o que ama el juego. Me parec¨ªa incre¨ªble que aquellos se?ores fueran los mejores del mundo jugando a la pelota y que, una vez terminado el partido, se llevaran a su casa esa copa, tan hermosa, coronada con una pelota dorada y brillante. Me parec¨ªa que no pod¨ªa haber nada en todo el Universo m¨¢s importante que eso.
Cada a?o esperaba diciembre con m¨¢s ansias por ver el partido que por ver a Pap¨¢ Noel. Una vez llegado el d¨ªa, organizaba el ritual: daba cuerda a la campanilla del despertador y dejaba sintonizado el canal del televisor. Luego, procuraba no hacer ruido, para no despertar a nadie, y me sentaba solo en el sal¨®n de casa. As¨ª, en silencio, supe que exist¨ªa una ciudad llamada Bucarest y un club de nombre Estrella Roja. As¨ª descubr¨ª a Laudrup, a Platini, a Romario, a Rijkaard o a Papin. En silencio grit¨¦ un gol de Alzamendi tras una picard¨ªa de Alonso y conoc¨ª al Milan de Sacchi o disfrut¨¦ del S?o Paulo de Rai.
Pasaron los a?os y nunca perd¨ª mi amor por esa copa. Vi la final cada vez que pude, estuviera solo o en familia, con amigos o rogando al camarero de un bar para que encontrara la se?al de ese partido lejano.
El destino se encarg¨® luego de superar cualquier expectativa. La primera vez que pis¨¦ Tokio fue en diciembre de 1996 con el plantel de un River hist¨®rico. Perdimos contra el Juventus de Zidane por un gol de Del Piero y pens¨¦ que mi oportunidad hab¨ªa pasado, que ya nunca regresar¨ªa all¨ª. Volv¨ª con el Madrid en 2000 y otra vez en 2002, cuando la sede cambi¨® a Yokohama. La ¨²ltima vez fue hace apenas dos a?os, con el Atlante, a disputar esta versi¨®n m¨¢s democr¨¢tica en el actual formato de Mundial de Clubes en Abu Dabi.
Tengo esos viajes asociados a las emociones de disputar una final mundial, a la novedad constante que despierta un pa¨ªs con una cultura tan distinta y al sue?o. Un profundo sue?o diurno que, llegada la noche, se transforma en un desvelo interminable. Nada describe mejor la sensaci¨®n que la pel¨ªcula Lost in translation, esa oda al insomnio dirigida por Sofia Coppola.
El jet-lag no pareci¨® afectar ayer al Barcelona, que no sali¨® dormido contra el Santos. Domin¨®, disfrut¨® y se llev¨® la copa de la mano de Messi, un futbolista descomunal. Vi el partido solo, en un bar, como en los viejos tiempos.
No tengo en casa esa moderna copa que levant¨® Puyol. La m¨ªa es la vieja, la de las cuatro columnas coronadas con un bal¨®n antiguo, dorado y brillante. Cada vez que la veo no me viene a la mente aquel partido que me permiti¨® ganarla. No pienso en los goles, ni en los festejos ni en la entrega de premios. Mi memoria no me lleva al momento preciso en que la realidad sustituy¨® al sue?o, sino que me lleva al sue?o en s¨ª.
Cuando la veo recuerdo a Platini, a Laudrup, a Alonso, a Ra¨ª. Lo que recuerdo es mi emoci¨®n de ni?o, la ilusi¨®n desmesurada, el coraz¨®n acelerado. El sue?o de alg¨²n d¨ªa poder jugar a la pelota y, qui¨¦n sabe, quiz¨¢ tambi¨¦n poder ganar esa copa, como ellos.
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