Dinast¨ªas
La clave estaba en la cuarta fila. Tres filas por detr¨¢s de la imp¨²dica exhibici¨®n de un desgarro estereotipado, los ciudadanos que rellenaban el plano eran muy conscientes de que solo estaban all¨ª para hacer bulto. Por tanto, no actuaban, no chillaban, no lloraban, no se revolcaban por la nieve. Eran los extras de una pel¨ªcula con dos protagonistas, el padre y el hijo. Kim Jong-il, ese tup¨¦ y esas gafas, no habr¨ªa llamado la atenci¨®n en una peli de artes marciales, como el mafioso oriental que frecuenta clubes de strip-tease. Kim Jong-un, aturdido y obeso, con cara de pocas luces, parecer¨ªa en el cine exactamente lo mismo que en la realidad, ni m¨¢s ni menos que el heredero de su padre. La clave est¨¢ en la sangre. Los dictadores invocan el poder de ese l¨ªquido precioso que derraman sin piedad cuando corre por las venas de otros cuerpos, para perpetuar el suyo y sobrevivir simb¨®licamente a su propia muerte. Se van, pero se quedan, porque dejan una ra¨ªz, que es a la vez fruto y semilla de su herencia. La sangre, ese vulgar compuesto que garantiza la vida, se impregna as¨ª de valores morales e intelectuales que le son ajenos. La bondad, la sabidur¨ªa, la ejemplaridad, se heredan en unas pocas familias del mundo como los dem¨¢s heredamos la forma de la nariz o el color de los ojos.
La dinast¨ªa norcoreana es m¨¢s triste en la medida en que copia el modelo de las monarqu¨ªas que el formidable impulso emancipador del que proviene pretendi¨® eliminar para siempre. Pero todas las dinast¨ªas, antiguas o recientes, en Oriente y en Occidente se fundan en la misma superstici¨®n, el prestigio sobrehumano de un simple mecanismo biol¨®gico. Si me pinchan, sangro, dec¨ªa Hamlet, y era un pr¨ªncipe. Que Urdangarin se siente o no en el banquillo, es lo de menos.
Ojal¨¢ el a?o 2012 nos traiga salud y un poquito de Rep¨²blica, como dec¨ªa ?ngel Gonz¨¢lez.
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