La vanidad literaria
Me encuentro con un amigo quien por convicci¨®n o por compromiso empieza a dedicar palabras amables a un art¨ªculo m¨ªo reciente. Los elogios suenan a gloria en mis o¨ªdos pero yo niego con la cabeza y hago un gesto con las manos como rog¨¢ndole que pare, que no siga, que sus lisonjas son excesivas y me hacen sonrojar. Entonces la conversaci¨®n salta con naturalidad, por pura asociaci¨®n, a otro tema y de ¨¦ste a otro m¨¢s distante a¨²n, y siento una punzada en el pecho. Ya estoy echando de menos m¨¢s alabanzas. Pero el otro no se percata de la ansiedad que me invade y, tan confiado el hombre, sigue perorando sobre materias que, honradamente, ya ni escucho. Yo, que hace unos minutos afectaba modestia, ahora estoy dispuesto a mendigar un encomio m¨¢s al precio que sea. El amigo parece haber perdido inter¨¦s en mi art¨ªculo, antes tan ensalzado, as¨ª que tengo que ser yo mismo -?parece mentira!- quien haya de recordar al ingrato el hilo perdido: "As¨ª que me dec¨ªas que te gust¨® mi art¨ªculo...".
Ay, la vanidad literaria. Muchos la censuran, condescendientes. Vale la pena ensayar su apolog¨ªa, puesto que la conozco en primera persona.
No soy el ¨²nico. Hume escribe en su Autobiograf¨ªa: "Ni siquiera el ansia de fama literaria, mi pasi¨®n dominante, ha agriado en ning¨²n momento mi car¨¢cter, a pesar de mis frecuentes desenga?os". Su Tratado de la naturaleza humana (II, I, 11) dedica un cap¨ªtulo al ansia gen¨¦rica de fama, pero no se refiere a las singularidades de la literaria, donde la sed de reconocimiento alcanza perfiles neur¨®ticos. En cambio, en La norma del gusto, otro ensayo suyo, ofrece una pista. Dada la evidente diversidad de juicios est¨¦ticos en la historia, en los pueblos y aun dentro de una misma sociedad, ?d¨®nde hallar la regla que sirva para discernir con alg¨²n fundamento la belleza de una obra art¨ªstica? Responde Hume que no hay otro criterio que el veredicto un¨¢nime de jueces con gusto delicado, libres de prejuicio, dotados con capacidad de comparaci¨®n y auxiliados por una pr¨¢ctica constante. A falta de otros expedientes mejores, la ¨²nica forma de conocer el valor de la obra literaria que uno produce es, en consecuencia, procurarse la aceptaci¨®n de los dem¨¢s.
En las ciencias de la naturaleza, el conocimiento es objetivo. El cient¨ªfico formula una hip¨®tesis y ofrece una demostraci¨®n emp¨ªrica de ella. Es requisito indispensable que cualquier persona pueda repetir el experimento en su laboratorio con id¨¦ntico resultado si reproduce las condiciones establecidas. La comunidad cient¨ªfica ha de admitir al final, superando los posibles intereses creados, esta nueva verdad positivamente contrastada. Precisamente por su car¨¢cter verificable, el conocimiento de esta clase es acumulativo. Hoy sabemos acerca de la naturaleza f¨ªsica o biol¨®gica mucho m¨¢s que hace un siglo, incomparablemente m¨¢s que hace un milenio. Y en la medida en que el conocimiento progresa, los avances m¨¢s modernos despojan de validez a los descubrimientos cient¨ªficos anteriores. El elemento de la ciencia es el presente y el futuro mientras que cada nuevo hallazgo convierte de golpe el pasado en arqueolog¨ªa. La historia de la ciencia se resume en la historia de ilustres falsedades o de verdades a medias superadas o completadas por otras posteriores. ?A qui¨¦n, fuera del historiador, le interesa un estadio primitivo de la teor¨ªa cuando ya dispone de su forma m¨¢s perfecta? Tiene el mismo atractivo que el iPad 1 cuando ya est¨¢ a la venta el iPad 3. De lo anterior no se sigue que los cient¨ªficos est¨¦n libres de vanidad; como todos los hombres, quieren fama y reconocimiento, y algunas querellas en la tetera cient¨ªfica han sido muy resonantes. Pero la vanidad -la aceptaci¨®n ajena- es en este caso achaque de los cient¨ªficos, no de la ciencia, la cual dispone de otras formas m¨¢s seguras de sancionar y jerarquizar sus progresos.
En el ¨¢mbito literario, en cambio, la historia no es acumulativa. ?Es superior Tolst¨®i a Goethe, ¨¦ste a Shakespeare, ¨¦ste a su vez a Dante, Virgilio y Homero? La obra de uno de ellos no anula la validez de la anterior ni la reemplaza. El esp¨ªritu art¨ªstico no progresa -como lo hace el relevo que se traspasan de mano en mano los atletas- sino que deviene, y sus obras maestras, aun las m¨¢s antiguas, disfrutan todas de una actualidad simult¨¢nea. Aqu¨ª la categor¨ªa de progreso no es explicativa. Y no lo es porque carecemos de un criterio objetivo que determine la verdad literaria. ?Ha sido sometido Plat¨®n a un experimento cient¨ªfico que advere la exactitud de sus proposiciones filos¨®ficas? No. ?D¨®nde reside, pues, su verdad? En que durante generaciones y generaciones, hasta hoy, la lectura de los Di¨¢logos ha resultado fecunda para muchos. La funci¨®n que tiene en las ciencias el laboratorio la cumple en la literatura el consenso.
El sacerdote belga Lema?tre fue el primero en demostrar la expansi¨®n del universo pero hemos le¨ªdo recientemente que cuando conoci¨® que el astr¨®nomo norteamericano Hubble hab¨ªa llegado a id¨¦nticas conclusiones por su cuenta, aunque m¨¢s tarde que ¨¦l, se desentendi¨® de su descubrimiento. Para el bueno de Lema?tre la verdad objetiva era lo sustantivo; qui¨¦n la enuncia primero -y el reconocimiento por sus colegas de esa prioridad-, lo adjetivo. Esto es impensable entre nosotros, los literatos, porque el valor intr¨ªnseco de lo que producimos lo concede en exclusiva la sociedad a trav¨¦s de sus incontrolables y difusos consensos trenzados alrededor de nuestro nombre. Vivimos en un ay pendientes de la opini¨®n ajena y mendigamos desvergonzadamente el aplauso porque en esta aprobaci¨®n se revela la verdad de nuestra obra incluso ante nosotros mismos.
S¨¦ indulgente, lector, con la vanidad literaria, esa pasi¨®n dominante. Si ten¨ªas pensado elogiar algo m¨ªo, hazme llegar tu opini¨®n sin tardanza por tierra, mar o aire. Cuando amague un gesto de fingido recato, no te dejes llevar por las apariencias. T¨² sigue y sigue. Me va la vida en ello.
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