La cultura
Me he enterado de que los escritores de Andaluc¨ªa se han retirado a la punta de una monta?a que se cierne sobre Antequera y de que all¨ª han hablado de sus cosas: lo malo que est¨¢ todo, la impotencia de la cultura para matar dragones, la agon¨ªa del libro, el compromiso y esas ideas antiguas. El congreso, patrocinado por el Centro Andaluz de las Letras y la Asociaci¨®n de Ateneos, ten¨ªa por objeto realizar una prospecci¨®n o cata de lo que se hace actualmente en el mundillo de los intelectuales, y arrojar conclusiones sobre si podemos seguir contando con la cultura, ese objeto insigne y crisoelefantino, para resistir el acoso de los b¨¢rbaros.
Por lo que s¨¦ y lo que cuentan las actas a que he tenido acceso, dichas conclusiones han sido ambiguas: las declaraciones de los escritores no dejan de flotar en una escurridiza tierra de nadie entre el derrotismo y la universidad, entre el treno f¨²nebre por los tiempos que se alejan y la llamada a las armas para evitar que los analfabetos, esos con corbata y agencia de bolsa, se apoderen de los timones del mundo. Incluso han llegado a redactar un manifiesto (los escritores, no los analfabetos, que no los necesitan) donde deploran la cosificaci¨®n de los conocimientos human¨ªsticos (esa famosa unidimensionalidad de la que hablaba Marcuse) y exigen el regreso a un saber (y a un arte) cr¨ªtico, comprometido con la sociedad en la que crece, activo, a salvo de clientelismos y sectas, dispuesto a batirse por la libertad. Lo cual resulta todo de lo m¨¢s hermoso, pero me hace pensar una cosa: lo mejor que saben, sabemos, hacer los escritores es escribir; manejar palabras, quiero decir.
En general, no suelo portarme apocal¨ªpticamente con estos asuntos de la cultura. Hace unas semanas estuve leyendo a Steiner, aunque s¨¦ que constituye un aperitivo algo indigesto, y a pesar de su sapiencia no pudo dejar de incomodarme esa tendencia abracadabrante suya a anunciar el fin de los tiempos y la ca¨ªda de la civilizaci¨®n en los barros de la historia. Es cierto que las nuevas tecnolog¨ªas, con la relativizaci¨®n del papel del autor, la fragmentariedad de la obra, la canalizaci¨®n del saber y la falta de control sobre qui¨¦n o qu¨¦ produjo esto en qu¨¦ momento determinado tienen poder para sumir en la perplejidad a mucha gente poco habituada a los sobresaltos. Sin duda asistimos al crep¨²sculo del autor burgu¨¦s, decimon¨®nico, al del bronce en la plaza y edici¨®n en La Pl¨¦iade dorado sobre papel: no m¨¢s Comedia Humana, no m¨¢s monstruo de los ingenios y esa ch¨¢chara.
Lo cual no implica, ni mucho menos, que la cultura acabe ah¨ª: si las crisis traen el derrumbe de los imperios, tambi¨¦n aportan la llegada de algo nuevo, aunque sean los modestos jaramagos que medran entre las ruinas. Quiz¨¢ el escritor teme, tememos, perder ese aura m¨ªstica y esas prerrogativas intelectuales de que ha gozado durante los ¨²ltimos siglos, en que se le consideraba depositario ¨²ltimo del capital espiritual de la naci¨®n; nace un tiempo m¨¢s an¨¢rquico, en el que tambi¨¦n ¨¦l ha de diversificarse, vivir, explicar por qu¨¦ est¨¢ aqu¨ª y qu¨¦ puede ofrecernos, disculpar la utilidad de su tarea m¨¢s all¨¢ de las subvenciones que pueda brindarle la autoridad de turno. La cultura, las culturas en plural, tienen una larga, largu¨ªsima existencia previa y un largu¨ªsimo futuro, por encima de los formatos y de los contenedores de los que se sirvan quienes la usan: no va a desaparecer de un d¨ªa para otro. Los tiempos son duros, a qu¨¦ negarlo: p¨¦rdida de derechos, propagaci¨®n de la desverg¨¹enza, extrav¨ªo moral y desbandada est¨¦tica.
Pero en fin, nadie nos obliga a escribir: lo hacemos por cumplir un compromiso secreto con nuestra propia intimidad o con la sociedad que la arropa y que la asfixia, un contrato que nos une y nos segrega al tiempo y al espacio en que vivimos inmersos. Y que no tiene sentido maldecir mientras sigue despleg¨¢ndose a nuestro alrededor, como los mapas de carretera y las bandadas de p¨¢jaros. A volar, entonces.
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