Lo que no queremos ver
Dickens vive. De la misma forma que sobrevive Charles, el ni?o de 12 a?os que entr¨® a trabajar en una f¨¢brica de bet¨²n en 1824 mientras su padre cumpl¨ªa condena en la c¨¢rcel por no poder hacer frente a sus deudas. Sobrevivi¨® esa desdichada criatura en muchas de las novelas con las que el escritor se convirti¨® en uno de los primeros fen¨®menos populares de la literatura. El escritor la tuvo presente en Oliver Twist, en Cuento de Navidad, en Casa desolada, en David Copperfield. Toda la obra de este grande del que se cumple dentro de unos d¨ªas el bicentenario est¨¢ impregnada del sentimiento de humillaci¨®n que padeci¨® de ni?o, cuando despojado de la protecci¨®n paterna, se vio trabajando de sol a sol en una f¨¢brica infestada de ratas: "Rememoro con tristeza aquella ¨¦poca de mi vida, y muchas veces me olvido de que tengo una mujer y unos hijos, incluso de que soy un hombre". Su ni?ez explica un sentido de la justicia tan imperioso que estoy convencida de que influ¨ªa en la resoluci¨®n de sus argumentos: tras someter a los personajes a m¨²ltiples penurias, siempre hay alguien, un tercero, que restablece la verdad y devuelve al miserable la buena vida que le fue arrebatada. Tal vez eso explique la cabezoner¨ªa con la que pele¨® en Estados Unidos unos derechos de autor que le hab¨ªan sido negados por el mero hecho de no ser americano. Lo que la prensa interpret¨® como codicia ¨¦l lo reclam¨® como derecho puesto que, aunque dicen que el p¨²blico lector esperaba con impaciencia la llegada del barco en el que traer¨ªa el ¨²ltimo cap¨ªtulo de una novela que segu¨ªan por entregas, ¨¦l no disfrut¨® de los beneficios de su tremenda popularidad en el pa¨ªs de los yanquis. Dickens vive. Vive m¨¢s que nunca, aunque los ni?os o los j¨®venes no lo lean (que yo sepa) tanto como lo le¨ªmos nosotros, a los que nos cre¨® una conciencia social en estado puro, sin el consabido envoltorio ideol¨®gico que vendr¨ªa luego. Dickens, su esp¨ªritu, est¨¢ latiendo poderosamente en esta ¨¦poca en la que la codicia de los ricos ha vaciado los bolsillos de los pobres y lleva camino de vaciar los de la clase media. Cierto es que la explotaci¨®n infantil no sucede ante nuestros ojos pero, de vez en cuando, por una noticia o una imagen que reclama solidaridad, sabemos que la ignominia no ha dejado de ocurrir, aunque tenga lugar en un pa¨ªs tan lejano que el espect¨¢culo de esa miseria no nos azote a diario. Durante unos d¨ªas, el peri¨®dico The New York Times ha publicado unos valientes reportajes sobre las condiciones de los trabajadores en las f¨¢bricas proveedoras de componentes a las grandes empresas tecnol¨®gicas. Si empleo la palabra valiente es porque no deja en muy buen lugar a empresas americanas que, aprovech¨¢ndose de la baratura del empleo en las c¨¦lebres tierras lejanas y descargando toda la responsabilidad en la falta de derechos de aquellos pa¨ªses, niegan que su presi¨®n a la hora de marcar los tiempos de entrega tenga algo que ver con que, por ejemplo, en el pulido del cristal de un iPhone, en vez de usar alcohol, que tiene un secado lento, opten por una sustancia altamente t¨®xica. Si califico el reportaje de valiente, repito, es porque, seg¨²n las encuestas, un 57% de los americanos no le ven a los productos Apple ninguna peguita, y se entregan a ellos como quien se entrega a una imagen religiosa que les comunica directamente con san Steve Jobs, que ya est¨¢ en los cielos. Este tipo de noticias pueden provocar un mal rato a ese batall¨®n de sensibles corazones que piensan que las creaciones de Jobs han servido solo para mejorar el mundo. L¨¢stima que para sofisticar la calidad de nuestras comunicaciones haya personas que vivan hacinadas en un cuarto, sin derecho a la intimidad, que trabajen 60 horas a la semana, que pongan su salud en peligro, que se dejen la piel literalmente en ello. No es demagogia, como tampoco lo eran las narraciones dickensianas. Hace falta que uno de esos j¨®venes trabajadores que pulen cristales convierta su humillaci¨®n en novela o reportaje y cuente aquello que solemos olvidar: c¨®mo se fabrican las cosas. Habr¨ªa que esquivar, eso s¨ª, la censura de su pa¨ªs, por la que al parecer estamos muy preocupados. No estar¨ªa de m¨¢s que nos llegara esa historia por escrito. La leer¨ªamos, no podr¨ªa ser de otra manera, como un acto de solidaridad. En un libro de papel. No, mejor en un iPad, que le dar¨ªa al acto de la lectura un car¨¢cter simb¨®lico. O no, mejor todav¨ªa, descargada gratuitamente de la Red, porque ni la cultura ni la solidaridad han de tener fronteras. Se ha hablado mucho de la explotaci¨®n a las mujeres del sector textil o de la inmoralidad de lucir abrigos que provienen de un cruel sacrificio animal, pero el terreno de lo tecnol¨®gico sigue envuelto por una especie de manto santificado que protege al usuario de las malas noticias. Qu¨¦ guay. Levantamos el pu?o con furia para reivindicar nuestro derecho a meter en un aparatito tres mil libros, cien mil canciones, dos mil pel¨ªculas. Esto nos debe estar haciendo brillantes y cultivados, aunque de momento no se vean se?ales de ello, y aunque no sintamos la obligaci¨®n de sacar la cara por aquel que produjo estos peque?os tesoros sin los cuales muchos afirman que ya no sabr¨ªan vivir.
L¨¢stima que para sofisticar nuestras comunicaciones haya personas hacinadas y a 60 horas por semana
'The New York Times' publica reportajes que provocan un mal rato a los seguidores de 'san Steve Jobs'
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