"?Todav¨ªa est¨¢s entre los vivos?"
En los a?os previos a la II Guerra Mundial, lo que preocupaba a Washington era la tardanza alemana en pagar las deudas contra¨ªdas con americanos. Por eso desconfiaba de su embajador en Berl¨ªn, William Dodd, m¨¢s inquieto por la violencia hitleriana. Extractos de un nuevo libro
Hitler sali¨® del hotel Dreesen y le llevaron a gran velocidad al aeropuerto, donde embarc¨® en un avi¨®n Ju 52, uno de los dos aparatos dispuestos para su uso. Poco despu¨¦s de aterrizar recibi¨® una nueva noticia incendiaria: el d¨ªa antes, unas tres mil Tropas de Asalto recorrieron rabiosas las calles de M¨²nich. No se le dijo, sin embargo, que esa manifestaci¨®n fue espont¨¢nea, dirigida por hombres leales a ¨¦l, que ellos mismos se sent¨ªan amenazados y traicionados, y que tem¨ªan un ataque contra ellos por parte del ej¨¦rcito regular.
La furia de Hitler alcanz¨® su punto ¨¢lgido. Declar¨® que aquel era "el d¨ªa m¨¢s negro de toda mi vida". Decidi¨® que no pod¨ªa permitirse esperar hasta que se celebrase la reuni¨®n de l¨ªderes de las SA [la milicia que le hab¨ªa ayudado a conseguir el poder] aquella ma?ana, en Bad Wiessee. Goebbels llam¨® a G?ring y le dio la palabra clave para lanzar la fase de Berl¨ªn de la operaci¨®n, una palabra que sonaba muy inocente: "Kolibri". Un colibr¨ª.
En plena purga, todos parec¨ªan de buen humor en el despacho de G?ring. Entre grandes risas se o¨ªan gritos de 'disp¨¢rale'
(...) Llegaron al hotel Hanselbauer, donde el capit¨¢n R?hm yac¨ªa dormido en su habitaci¨®n. Hitler dirigi¨® a un pelot¨®n de hombres armados al hotel. Unos dicen que llevaba un l¨¢tigo, otros dicen que una pistola. Los hombres subieron las escaleras atronando con sus botas.
El propio Hitler llam¨® a la puerta de R?hm y luego irrumpi¨® en la habitaci¨®n, seguido por dos detectives.
-?R?hm -aull¨® Hitler-, est¨¢ arrestado!
R?hm estaba alelado, con resaca, obviamente. Mir¨® a Hitler.
-Heil, mein F¨¹hrer -dijo.
Hitler volvi¨® a gritar:
-?Est¨¢ arrestado! -y volvi¨® al vest¨ªbulo. A continuaci¨®n se dirigi¨® a la habitaci¨®n del ayudante de R?hm, Heines, y lo encontr¨® en la cama con su joven amante de las SA. El ch¨®fer de Hitler, Kempka, estaba presente en el vest¨ªbulo. Oy¨® gritar a Hitler: -?Heines, si no se viste dentro de cinco minutos har¨¦ que le peguen un tiro en el acto!
R?hm se visti¨® con un traje azul y sali¨® de su habitaci¨®n, confuso todav¨ªa, pero, al parecer, no preocupado a¨²n por la terrible ira de Hitler o por la conmoci¨®n en el hotel. (...) En M¨²nich, Hitler ley¨® una lista de prisioneros y marc¨® con una X seis nombres. Orden¨® que se fusilara a esos seis inmediatamente. Un escuadr¨®n de las SS ejecut¨® la orden, dici¨¦ndoles a los hombres antes de disparar: "?Has sido condenado a muerte por el F¨¹hrer! Heil Hitler". Rudolf Hess, siempre servicial, se ofreci¨® para matar a R?hm ¨¦l mismo, pero Hitler no orden¨® su muerte a¨²n. Por el momento, incluso ¨¦l encontraba aborrecible la idea de matar a un amigo de hac¨ªa tanto tiempo.
(...) Poco despu¨¦s de llegar a su oficina de Berl¨ªn aquella ma?ana, Hans Gisevius, el memorialista de la Gestapo, conect¨® su radio a las frecuencias de la polic¨ªa y oy¨® que se hablaba de una acci¨®n de amplio alcance. Se estaba arrestando a oficiales de alto rango de las SA, y a hombres que no ten¨ªan conexi¨®n alguna con las Tropas de Asalto. Gisevius y su jefe salieron en busca de noticias m¨¢s detalladas y fueron directamente al palacio de G?ring, en Leipziger Platz, desde donde G?ring estaba emitiendo ¨®rdenes. (...) Un hombre de las SA estaba sentado temblando de miedo, porque G?ring le hab¨ªa dicho que le iban a fusilar. Los criados trajeron bocadillos. Aunque atestada, la habitaci¨®n estaba silenciosa. "Todos susurraban como si estuvieran en una morgue", recordaba Gisevius.
A trav¨¦s de una puerta abierta vio a G?ring consultando con Himmler y al nuevo jefe de la Gestapo de Himmler, Reinhard Heydrich. Los correos de la Gestapo llegaban y part¨ªan con papelitos en los cuales, seg¨²n presum¨ªa Gisevius, estaban escritos los nombres de los muertos o de los que pronto estar¨ªan muertos. A pesar de la naturaleza grave de la empresa que ten¨ªan entre manos, la atm¨®sfera en el despacho de G?ring se acercaba mucho a lo que se pod¨ªa esperar en un estadio. Gisevius oy¨® risas crudas y escandalosas, y peri¨®dicos gritos de "?fuera!", "?dale!", "?disp¨¢rale!".
"Todos parec¨ªan estar del mejor humor", recordaba Gisevius.
De vez en cuando entreve¨ªa a G?ring que recorr¨ªa a grandes zancadas la habitaci¨®n, vestido con una camisa blanca y aleteante, y unos pantalones azul gris¨¢ceo metidos en las botas negras, que sub¨ªan hasta encima de las rodillas. "El Gato con Botas", pens¨® Gisevius de repente.
En un momento dado, un comandante de polic¨ªa con el rostro encendido sali¨® del estudio seguido por un G?ring igualmente inflamado. Al parecer, un objetivo importante hab¨ªa escapado.
G?ring gritaba instrucciones.
"?Disparadles...! Coged una compa?¨ªa entera... Matadlos...".
"?Matadlos de una vez...!".
(...) Nadie sab¨ªa exactamente cu¨¢ntas personas hab¨ªan perdido la vida en la purga. Los recuentos oficiales nazis calculaban que en total eran menos de cien. El ministro de Exteriores, Neurath, por ejemplo, le dijo al brit¨¢nico sir Eric Phipps que hab¨ªan sido "43 o 46" ejecuciones y aseguraba que todas las dem¨¢s estimaciones eran "poco fiables y exageradas". Dodd
[el embajador de EE UU], en una carta a su amigo Daniel Roper, dec¨ªa que los informes que proced¨ªan de los consulados americanos en otras ciudades alemanas indicaban un total de 284 muertes. "La mayor¨ªa de las v¨ªctimas", afirmaba Dodd, "no eran de ninguna manera culpables de traici¨®n, sino, simplemente, oposici¨®n pol¨ªtica o religiosa". Un memor¨¢ndum de uno de los secretarios de la embajada de Dodd en Berl¨ªn tambi¨¦n estimaba el n¨²mero de ejecuciones en 500, y observaba que los vecinos de los alrededores de los barracones de Lichterfelde "o¨ªan los pelotones de fusilamiento, que no paraban en toda la noche". No existe ninguna cifra definitiva.
(...) A medida que el fin de semana iba avanzando, Dodd se enter¨® de que corr¨ªa por todo Berl¨ªn una nueva frase, que se mencionaba al encontrar a un amigo o conocido por la calle, sobre todo levantando ir¨®nicamente una ceja: "Lebst du noch?", que significa: "?Todav¨ªa est¨¢s entre los vivos?".
Aunque los rumores continuaban esbozando una purga sangrienta de asombrosas dimensiones, el embajador Dodd y su mujer prefirieron no cancelar la celebraci¨®n del 4 de Julio en la embajada, a la cual hab¨ªan invitado a unas trescientas personas. Al contrario, hab¨ªa m¨¢s motivos a¨²n para celebrar la fiesta, para aportar una demostraci¨®n simb¨®lica de la libertad americana y ofrecer un respiro del terror exterior.
Las mesas en todo el sal¨®n de baile y el jard¨ªn estaban decoradas con ramitos de flores rojas, blancas y azules, y peque?as banderas norteamericanas. Una orquesta tocaba suavemente canciones americanas. El tiempo era c¨¢lido, pero nuboso. Los invitados iban vagando por la casa y el jard¨ªn. En conjunto, la escena era pac¨ªfica e irreal, en poderoso contraste con el derramamiento de sangre de las 72 horas anteriores. Para Martha y su hermano [los hijos del embajador], la yuxtaposici¨®n era demasiado llamativa para ignorarla, de modo que se empe?aron en saludar a los invitados alemanes m¨¢s j¨®venes con la pregunta: "Lebst du noch?".
(...) En Washington, el jefe de Asuntos Europeos Occidentales, Jay Pierrepont Moffat, not¨® que hab¨ªa muchos viajeros norteamericanos que preguntaban si era seguro visitar Alemania. "Nosotros les respond¨ªamos", escribi¨®, "que en todos los casos ocurridos hasta la fecha no se hab¨ªa molestado a ning¨²n extranjero, y que no ve¨ªamos causa de preocupaci¨®n si se ocupaban de sus asuntos y se manten¨ªan alejados de los problemas".
Lo que m¨¢s ocupaba la atenci¨®n del Departamento de Estado era la enorme deuda alemana a los acreedores norteamericanos. Se trataba de una combinaci¨®n extra?a. En Alemania hab¨ªa sangre, v¨ªsceras y disparos; en el Departamento de Estado hab¨ªa solo camisas blancas, los l¨¢pices rojos de Hull [el secretario de Estado] y una frustraci¨®n creciente al ver que Dodd era incapaz de presionar a favor de Estados Unidos. (...) Dodd no se dej¨® amilanar. Pensaba que no ten¨ªa sentido preocuparse por el pago pleno, dado que Alemania, sencillamente, no ten¨ªa el dinero, y hab¨ªa temas mucho m¨¢s importantes en juego. En una carta a Hull, unas pocas semanas m¨¢s tarde, le dec¨ªa: "Nuestra gente tendr¨¢ que perder esos bonos". -
En el jard¨ªn de las bestias, de Erik Larson. Editorial Ariel. Precio: 21,90 euros (impreso), 15,49 euros (electr¨®nico).
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