Aquel d¨ªa caluroso de ata¨²des en Puerto Hurraco
El periodista que cubri¨® el crimen de Puerto Hurraco rememora su llegada al pueblo despu¨¦s de los asesinatos, tras conocer el suicidio en prisi¨®n de Antonio, el ¨²ltimo de los cuatro hermanos Izquierdo
Era un caluroso 26 de agosto de 1990. Se viv¨ªan tiempos de preguerra. La base naval de Rota (C¨¢diz) era un trasiego de monstruosos aviones de combate americanos que rug¨ªan por las noches enviados por Bush padre para disuadir a las tropas de Sadam para que se retirasen de Kuwait.
El responsable de la delegaci¨®n de EL PA?S en Sevilla, entonces Fernando Orgambides, avis¨® urgente al fot¨®grafo, Jos¨¦ Manuel P¨¦rez Cabo, y a quien suscribe para que sali¨¦semos disparados hacia Puerto Hurraco, donde todas las radios dec¨ªan que se hab¨ªa producido una terrible matanza. Dos hombre del campo, Emilio y Antonio, entrados en a?os, hermanos, hab¨ªan abatido, literalmente, a nueve personas en las calles de un peque?o pueblo. Sab¨ªamos que era en la provincia de Badajoz, pero ninguno hab¨ªa o¨ªdo antes el nombre de ese pueblo.
Luego de un tortuoso viaje desde Sevilla por carreteras de segunda y tercera, llegamos a Puerto Hurraco bien entrada la tarde. Ni siquiera era un pueblo. Era una aldea, una calle apenas asfaltada, con una veintena de casas a ambos lados. Un perro tumbado en la acera segu¨ªa sin pesta?ear y sin moverse el paso de los forasteros y los disparos de la c¨¢mara fotogr¨¢fica al comienzo de la calle.
A ambos lado del asfalto, salteados, impresionaba ver portones de casas abiertos, que dejaban ver al fondo hombres y mujeres vestidos de negro en torno a ata¨²des. Dentro, y en la calle, s¨®lo se o¨ªa silencio, ocasionalmente roto con llantos apagados y desgarrados que sal¨ªan de las casas. Gentes del campo, de manos encallecidas de azada, humildes, que callaban resignadas ante ata¨²des con las tapas abiertas.
Cada familia con su muerto. As¨ª era Puerto Hurraco aquella tarde.
Al final de la calle, ligeramente en cuesta, sentado en el tranco de su casa, un hombre ten¨ªa los ojos enrojecidos. Ya no lloraba. Su mirada se perd¨ªa hacia el campo, abstra¨ªda. A duras penas soltaba alg¨²n s¨ª o no a las preguntas precipitadas que le hac¨ªan periodistas reci¨¦n llegados a aquel escondido lugar, a s¨®lo unas leguas de Castuera, donde estaba el juez de la comarca. Aquel hombre, con camisa negra, asediado de informadores, tampoco quer¨ªa hablar.
Su casa estaba abierta y a nadie se le imped¨ªa el paso. Adentro, casi desde la puerta se pod¨ªan ver dos f¨¦retros, sobre sendas mesas de comer. Eran distintos de los otros. Eran de color blanco. Y estaban abiertos. Metidas dentro, dos ni?as angelicales, con los p¨¢rpados cerrados, ininterrumpidamente observadas por la madre, congestionada de dolor. La mujer s¨®lo respond¨ªa con gestos y miradas a la mara?a de periodistas que entraban y sal¨ªan del peque?o sal¨®n comedor de su casa, si que nadie obstaculizara nada.
Junto a ella, vecinos y familiares del pueblo, todos con alguna prenda negra, velaban los cad¨¢veres de las ni?as. La complicidad de la resignaci¨®n. La mirada callada de la madre, y del padre, cabizbajo, parec¨ªan querer decir que el presagio se hab¨ªa cumplido.
En Puerto Hurraco se hablaba entonces de venganzas. De lindes y de una muerte lejana sin vengar, la de la madre de los hermanos Izquierdo, los asesinos, v¨ªctima de un incendio fortuito. Los Izquierdo, Antonio y Emilio, eran solteros. Ellos y sus dos hermanas, Luciana y ?ngela, que brincaban los 60 a?os, conviv¨ªan con el luto desde la muerte de la madre.
La Guardia Civil de Badajoz, en una batida por los maizales de la zona, acababa de detener a los hermanos Izquierdo, descamisados. La noche antes, sin que nadie imaginase nada, hab¨ªan disparado a bocajarro contra el pueblo, contra todo lo que se mov¨ªa en la calle. Igual daba que fueran ni?as o mayores. Una cacer¨ªa del hombre contra el hombre. Una locura, la de dos hermanos pose¨ªdos por el mal, hura?os, que mataron aconsejados por mentes enfermas que hab¨ªan idealizado enemigos irreales a las puertas de su casa.
Con escopetas en sus brazos y con las cananas llenas de cartuchos, salieron de batida la noche anterior. Las ni?as jugaban en la calle y los mayores hab¨ªan sacado sillas a las puertas de sus casas en busca de la fresquita, contra el bochorno de agosto. Tras la masacre, huyeron. De las hermanas se dec¨ªa entonces que eran las instigadoras.
Aquel d¨ªa de agosto, la casa de los hermanos Izquierdo estaba cerrada.
Las hermanas se hab¨ªan marchado a Madrid. Al d¨ªa siguiente, bien de noche, se subieron en un tren Expreso en Atocha con destino a Badajoz capital. Algunos periodistas supieron de la vuelta de las hermanas y se subieron al tren en diferentes estaciones de la provincia antes de que el convoy llegase al alba a la estaci¨®n de Badajoz. Iban solas en un compartimento, sentadas una al lado de la otra. Ten¨ªan mirada tenebrosa. Tampoco quer¨ªan hablar. Y negaban todo con gestos visibles gracias a la tenue luz del compartimento de aquel viejo y lento tren.
Con el tiempo, fueron absueltas, pero acabaron en el hospital psiqui¨¢trico de Badajoz. Los hermanos Izquierdo fueron condenados a cientos de a?os de c¨¢rcel (ayer se ahorc¨® Antonio, tras la muerte de Emilio en 2006) y ya nunca m¨¢s volvieron a Puerto Hurraco, a¨²n hoy triste sin¨®nimo de aquella Espa?a profunda y rural que entonces, con la mirada puesta en los fastos de la Expo de Sevilla y los Juegos Ol¨ªmpicos de Barcelona, todos cre¨ªamos superada.
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