La payasa
Son artistas callejeros que vienen de los m¨¢rgenes para ventilar la vida en el vac¨ªo central
Hoy se ha desahogado el tiempo. La hora punta est¨¢ expectante, sin ganas de pasar el sem¨¢foro. Un conductor de la primera fila mira el reloj, pero sin intimidarlo. En el cruce no hay el habitual estado de aceleraci¨®n anfetam¨ªnica, la gente mascando con resentimiento el tiempo perdido. No. Hoy, dicho a la manera del se?or Benjamin, cada segundo parece la puerta abierta por la que puede entrar el Mes¨ªas. Y el mes¨ªas que ha aparecido en el sem¨¢foro es la payasa. Lleva unos d¨ªas, pero da la impresi¨®n de que siempre ha estado ah¨ª, en la pausa roja, en esa patria fugaz, sin que antes la vi¨¦ramos. Y es que es muy joven y muy delgada, el cuerpo justo para verse en espejo. Todo r¨ªe, menos el ojo maquillado en blanco con una l¨¢grima negra. Viste harapos de colores con una elegancia cubista. Es incre¨ªble. Deja al tiempo con la boca abierta. En el intervalo, hace malabares, acrobacias y hasta consigue arrancarle acordes a un acorde¨®n desollado. Pasa el gorro y hay gente que se rasca el bolsillo y suelta algunas golondrinas. La payasa ha transformado esa frontera hostil en un paso donde todos nos sentimos razonablemente vagabundos. El presidente habla de recuperar la confianza. Si no podemos cambiar el pa¨ªs, cambiemos de conversaci¨®n. Pero ¨¦l y los otros son incapaces de cambiar el pa¨ªs y menos a¨²n la conversaci¨®n. La muchacha payasa nos ofrece un trueque sin intereses, nos regala un fragmento de estado de bienestar y un paquete de silencio anfibio, limpio de palabras estupefacientes. Desde hace un tiempo, los sem¨¢foros se han ido poblando de j¨®venes as¨ª. Artistas callejeros que vienen de los m¨¢rgenes para ventilar la vida en el vac¨ªo central. Deber¨ªa haber una justicia po¨¦tica. Penitentes en los sem¨¢foros, los excelent¨ªsimos chorizos, los trileros que saquearon las arcas p¨²blicas. A ver qu¨¦ har¨ªan, en libre competencia, al lado de mi payasa.
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