?Deber¨ªa preocuparnos la guerra cibern¨¦tica?
Puede parecer asim¨¦trica, pero que sus armas sean baratas y f¨¢cilmente disponible es un mito
?Deber¨ªa preocuparnos la guerra cibern¨¦tica? A juzgar por el sensacionalismo de algunos titulares de los medios, deber¨ªa preocuparnos mucho. Al fin y al cabo, la guerra cibern¨¦tica podr¨ªa hacer que las guerras se iniciaran m¨¢s f¨¢cilmente y, por lo tanto, las har¨ªa m¨¢s probables.
?Por qu¨¦? En primer lugar, porque la guerra cibern¨¦tica es asim¨¦trica; al ser barata y destructiva, podr¨ªa incitar a Estados m¨¢s d¨¦biles a entablar conflictos con Estados m¨¢s fuertes, precisamente el tipo de conflictos que antes hubieran sido evitados. En segundo lugar, puesto que los ataques cibern¨¦ticos son notoriamente dif¨ªciles de detectar, sus actores no tienen por qu¨¦ temer represalias inmediatas y se comportan m¨¢s agresivamente de lo habitual. En tercer lugar, como es dif¨ªcil defenderse de los ataques cibern¨¦ticos, casi todos los Estados que act¨²en con l¨®gica preferir¨¢n atacar primero. Finalmente, puesto que las armas cibern¨¦ticas est¨¢n rodeadas de secretismo y de incertidumbre, los acuerdos para el control de armas son dif¨ªciles de poner en pr¨¢ctica. En otras palabras, m¨¢s guerra cibern¨¦tica significa m¨¢s guerras.
?No tan deprisa!, nos advierte un reciente y sumamente provocativo art¨ªculo de Adam Liff, de Princeton, en el Journal of Strategic Studies. Seg¨²n Liff, asumir que la guerra cibern¨¦tica tiene una l¨®gica inherente ¡ªuna teleolog¨ªa¡ª que siempre dar¨ªa como resultado un conflicto mayor supone cortedad de miras y no tiene en cuenta las sutilezas propias tanto de la estrategia militar como de las relaciones de poder. En lugar de basar nuestra pol¨ªtica cibern¨¦tica en extravagantes escenarios de pel¨ªculas de ciencia-ficci¨®n de segunda fila, debemos pensar en las armas cibern¨¦ticas como algo utilizado por actores reales que tienen planes reales, intereses reales y costes reales que pagar si algo se tuerce.
Dada la actual situaci¨®n geopol¨ªtica, Liff no ve razones para el pesimismo alarmista de los m¨¢s destacados embajadores del complejo ciber-industrial, en particular de Richard Clarke y su best seller de 2010, Cyberwar. Liff llega incluso a exponer diversos escenarios en los que la guerra cibern¨¦tica, en vez de aumentarlo, har¨ªa decrecer el conflicto. Efectivamente: el advenimiento de las armas cibern¨¦ticas finalmente podr¨ªa promover la paz mundial. ?Hippies del mundo, un¨ªos, y aprended c¨®mo organizar ataques cibern¨¦ticos!
Es una tesis atrevida y Liff no reh¨²ye socavar lo que hay de creencia convencional acerca de la guerra cibern¨¦tica. La guerra cibern¨¦tica pudiera parecer asim¨¦trica, pero que el armamento cibern¨¦tico avanzado sea barato y f¨¢cilmente disponible es un mito; desarrollarlo requiere gran cantidad de recursos, de tiempo y de secretismo operacional. Unos ejecutores d¨¦biles no est¨¢n realmente capacitados para llevar a cabo ataques prolongados que puedan inutilizar las infraestructuras de unos sistemas bien defendidos.
Estos ataques solo tienen sentido si se respaldan con armas convencionales
Pero incluso si lo estuvieran probablemente optar¨ªan por no entablar una guerra cibern¨¦tica: una ofensiva de ese tipo por parte de Estados m¨¢s d¨¦biles solo tiene sentido si estos pueden respaldar su poder¨ªo digital con armas convencionales. De no ser as¨ª, podr¨ªan ser barridos por la respuesta militar convencional del Estado m¨¢s fuerte. Ello explica por qu¨¦ Somalia o Tayikist¨¢n probablemente no vayan a emprender una guerra cibern¨¦tica contra Estados Unidos en un futuro inmediato; cualquiera que fuera el da?o cibern¨¦tico que pudieran causar mediante sus ciberataques ser¨ªa r¨¢pidamente objeto de represalias mediante armas convencionales.
Tampoco los Estados que emprendieran una guerra cibern¨¦tica ser¨ªan necesariamente conocedores de las consecuencias reales de sus propios ciberataques. Incluso ejecutores avanzados como EE UU podr¨ªan no tener claras las probabilidades de ¨¦xito de semejantes ataques; el riesgo de da?os autoinfligidos es alto mientras los ciberataques puedan desalojar involuntariamente del tablero a bienes rentables (como una infraestructura bancaria del enemigo). Tal incertidumbre pudiera ser el mejor de los elementos disuasorios.
Como se?ala Liff, es f¨¢cil entender que unos actores que act¨²en con l¨®gica preferir¨¢n aprovecharse de la vulnerabilidad cibern¨¦tica de cada cual y no emprender una costosa guerra cibern¨¦tica si pueden dar con otros modos, m¨¢s baratos, de solucionar su conflicto. A este respecto, la disponibilidad de armas cibern¨¦ticas, cualquiera que sea su real potencial destructivo, podr¨ªa permitir realmente a Estados m¨¢s d¨¦biles tener m¨¢s oportunidades frente a adversarios m¨¢s fuertes, quiz¨¢ incluso evitando el conflicto.
Asimismo, no debi¨¦ramos olvidar que las guerras consisten primordialmente en coacci¨®n y que es dif¨ªcil coaccionar a otros actores para que se comporten de acuerdo con las exigencias de uno sin reivindicar el da?o causado a sus pertenencias. S¨ª, los ataques cibern¨¦ticos pueden ser dif¨ªciles de detectar, pero cualquier gobierno que los utilice con la idea de conseguir que otros gobiernos act¨²en de acuerdo con sus deseos querr¨¢ tambi¨¦n reivindicar esos ataques como propios. (La raz¨®n por la que Rusia no reivindic¨® su responsabilidad por los ciberataques en Estonia, en 2007, y Georgia en 2008 se debe a que esos ataques fueron mayormente intrascendentes; un acto de mero hacktivismo en el primer caso y un aspecto colateral de la guerra en curso en el segundo).
Quiz¨¢ se deba a que los terroristas sean m¨¢s partidarios del anonimato pero lo cierto es que en la d¨¦cada transcurrida desde el 11-S ning¨²n grupo terrorista ha tenido mucho ¨¦xito en causar serios trastornos a una infraestructura civil o militar; para un grupo como Al Qaeda, los costes de conseguirlo son demasiado altos, al tiempo que no existe garant¨ªa alguna de que esa campa?a de ciber-terrorismo resulte tan espectacular como el hacer estallar una bomba en una concurrida plaza p¨²blica.
Adem¨¢s de rebatir ese reciente p¨¢nico moral a la amenaza de la guerra cibern¨¦tica, Liff se extiende acerca de los peligros de asumir que las tecnolog¨ªas (incluidas las armas) posean unas propiedades esenciales e inalienables, dotadas del mismo efecto coherente ¡ªy, sin embargo, revolucionario¡ª dondequiera que se empleen. Liff no cree que la guerra cibern¨¦tica sea revolucionaria, y argumenta h¨¢bilmente que el efecto neto de la guerra cibern¨¦tica sobre la probabilidad de (crear un) conflicto depende de la naturaleza de los actores involucrados, de su relativo poder de negociaci¨®n y de la cantidad de informaci¨®n fiable que tengan sobre los dem¨¢s. ¡°En muchos casos¡±, apunta Liff, ¡°[la guerra cibern¨¦tica] no es probable que haga aumentar de modo significativo la presunta utilidad de una guerra entre actores que de otro modo no la entablar¨ªan. Es m¨¢s, en determinadas circunstancias la aptitud para la guerra cibern¨¦tica parad¨®jicamente podr¨ªa ser m¨¢s ¨²til como disuasi¨®n frente a unos adversarios convencionalmente superiores, reduciendo de ese modo la probabilidad de guerra¡±.
Como se?ala Liff, los analistas militares de anteriores generaciones estaban tan dispuestos a proclamar que los bombardeos estrat¨¦gicos y la bomba at¨®mica eran ¡°armas absolutas¡± que se vieron obligados a revolucionar la estrategia militar. Es innegable que tanto el poder¨ªo a¨¦reo como la bomba at¨®mica han tenido un profundo efecto sobre la naturaleza del conflicto militar; sin embargo, su l¨®gica inherente (por ejemplo, la idea de que la guerra a¨¦rea no admite la defensa, sino solamente el ataque) ha sido considerablemente mitigada por las limitaciones y las consideraciones pol¨ªticas, sociales y econ¨®micas de los actores que los poseyeron. El poder a¨¦reo no siempre se tradujo claramente en poder pol¨ªtico.
El riesgo de da?os autoinfligidos es alto.?Tal incertidumbre pudiera ser el mejor de los elementos disuasorios
Aqu¨ª la utilidad de la lecci¨®n reside en que las explicaciones teleol¨®gicas del cambio tecnol¨®gico rara vez ofrecen agudas perspectivas anal¨ªticas; con demasiada frecuencia dan como resultado un pensamiento confuso y una mala pol¨ªtica. Y, sin embargo, ese pensamiento teleol¨®gico acerca de la tecnolog¨ªa es hoy preponderante. Del mismo modo que est¨¢ de moda creer que la guerra cibern¨¦tica es intr¨ªnsecamente perjudicial para la seguridad internacional y la paz mundial, est¨¢ igualmente de moda creer que las redes sociales son intr¨ªnsecamente perjudiciales para los dictadores o que los filtros online son intr¨ªnsecamente perjudiciales para el hallazgo casual y el debate p¨²blico. El mundo real, por supuesto, no es nunca tan maleable y n¨ªtido; evita esas teorizaciones teleol¨®gicas precipitadas y hace que las tecnolog¨ªas asuman los papeles y funciones de los que nadie espera que se encarguen.
De este modo, cualquiera que sea la l¨®gica inherente a las armas cibern¨¦ticas, las redes sociales o los filtros online, esa l¨®gica inevitablemente se modifica en el momento en que tales herramientas encuentran su camino hacia el que cualquier r¨¦gimen pol¨ªtico, social y cultural gu¨ªe su uso en la pr¨¢ctica. Es as¨ª como las armas cibern¨¦ticas acaban promoviendo la paz, las redes sociales acaban fortaleciendo el totalitarismo y los filtros online acaban mejorando el hallazgo de informaci¨®n. Tal vez no seamos siempre capaces de predecir tales efectos con anticipaci¨®n, pero cuanto m¨¢s tiempo nos sigamos ateniendo a explicaciones teleol¨®gicas menores ser¨¢n las probabilidades de que desarrollemos unas mejores estructuras para el an¨¢lisis tecnol¨®gico y la toma de decisiones.
Evgeny Morozov es profesor visitante en la Universidad de Stanford y profesor en la New America Foundation.
Traducci¨®n de Juan Ram¨®n Azaola.
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