?Qui¨¦n teme al populismo?
Los gobiernos ya no hablan a un electorado sino a masas emancipadas por la tecnolog¨ªa
Caminaba yo por la calle Florida de Buenos Aires una tarde de mayo de 1974 ¡ªabsolutamente ajeno del giro radical que dar¨ªa mi vida y que habr¨ªa de traerme a estas tierras¡ª y de pronto observ¨¦ a mi alrededor un revuelo anormal en el bullicio porte?o. Todas las emisoras de radio y los canales de televisi¨®n argentinos se pusieron en cadena, se suspendieron los programas y, sin anuncio previo, apareci¨® Per¨®n en los medios de comunicaci¨®n, con esa pinta de geronte afable que ten¨ªa, la cabellera te?ida y aquella voz aterciopelada inconfundible.
Unas semanas antes hab¨ªa protagonizado desde el balc¨®n de la Casa Rosada un enfrentamiento abierto con los Montoneros y la rama juvenil del Justicialismo, durante un acto multitudinario con motivo del 1 de mayo. Su sibilino respaldo a la acci¨®n criminal de las bandas parapoliciales organizadas por su secretario privado L¨®pez Rega con la colaboraci¨®n de los matones de los sindicatos peronistas y antiguos miembros de las fuerzas armadas, hab¨ªa terminado por distanciar a la izquierda peronista de su idolatrado l¨ªder y provocado una profunda fractura en el movimiento de masas que sosten¨ªa al gobierno. Inspirado en el siniestro Somat¨¦n catal¨¢n y, en virtud de una sesgada representaci¨®n de la Naci¨®n como organismo vivo, Per¨®n hab¨ªa decidido que los asesinos de la Triple A eran ¡°anticuerpos¡±, lo que impl¨ªcitamente convert¨ªa a las guerrillas peronista y trotskista en miasmas que hab¨ªa que erradicar a cualquier precio. Este modelo, a la postre, habr¨ªa de dar p¨¢bulo y m¨¦todo a la brutal represi¨®n que iniciaron los militares golpistas, tras el golpe de Estado de 1976, para aniquilar a las organizaciones guerrilleras y a sus simpatizantes.
Pero la guerrilla argentina ten¨ªa entonces un enorme respaldo de masas y el discurso del 1 de mayo hab¨ªa supuesto, por primera vez, una evidente ca¨ªda en la popularidad de Per¨®n. Se trataba de recuperarla como fuera. Ese d¨ªa se hab¨ªa producido un luctuoso accidente de tr¨¢fico en la carretera que une Buenos Aires con Mar de Plata, con un saldo de varios muertos. Visiblemente apenado por el accidente, sin papeles ni protocolos, Per¨®n se dirigi¨® a la naci¨®n como jefe del Estado para pedir encarecidamente a los ciudadanos que extremaran el cuidado en la conducci¨®n. Hab¨ªa que verlo: parec¨ªa un padre que, desde la experiencia que dan los a?os, aconseja a sus hijos prudencia y respeto de las normas que asisten al bien com¨²n y a la integridad de todos: el suyo era un gesto ins¨®lito en un jefe del Estado argentino. Recuerdo la impresi¨®n que me produjo ese breve discurso conmovedor y la simpat¨ªa inmediata que sent¨ª por aquel anciano protector que aseguraba sufrir por nosotros; tanto, que a punto estuve de renovarle mi confianza por su abnegaci¨®n, fuera ¨¦sta real o fingida. Y, con toda seguridad, no fui el ¨²nico en sentirlo, puesto que casi enseguida las encuestas registraron una fuerte subida en la popularidad de su gobierno. Atr¨¢s hab¨ªa quedado su perversa convalidaci¨®n de las bandas parapoliciales: con un solo mensaje oportuno Per¨®n hab¨ªa vuelto a ser Per¨®n.
El carisma es el alma de nuestra sociedad mediologizada
Un p¨ªcaro, s¨ª, pero carism¨¢tico. El carisma permite a quien lo posee franquear la distancia medi¨¢tica que lo separa de las masas y establecer una conexi¨®n inmediata y directa con el p¨²blico. Algo semejante experiment¨¦ cuando a?os despu¨¦s vi por televisi¨®n la llegada de Fidel Castro a Nueva York. ¡°Comandante, ¡ªle pregunt¨® un periodista¡ª ¡°dicen que cuando usted visita los EE UU lleva chaleco antibalas¡±. Fidel se abri¨® entonces la camisa y ense?ando su pecho desnudo, exclam¨®: ¡°?Chaleco moral!¡±; y yo di un respingo en mi asiento, porque aquello me son¨® como una arenga: en ese momento habr¨ªa sido capaz de dar la vida por ese hombre.
Los llamados ¡°polit¨®logos¡± suelen descalificar la sensibilidad al carisma como tercermundista o como un t¨ªpico fen¨®meno del fascismo e impropio de las sociedades democr¨¢ticas avanzadas. Sin embargo, en nuestras sociedades hay carisma por todas partes, as¨ª como se?ales claras de cu¨¢ndo falta. Norman Mailer sol¨ªa decir que la diferencia entre Ronald Reagan y Jimmy Carter era que el primero te insuflaba energ¨ªa y el segundo te la quitaba. Y ten¨ªa raz¨®n: Carter siempre ha sido un plasta.
El encanto irresistible de lo carism¨¢tico se deja ver en el amor que el pueblo dispensa a sus h¨¦roes medi¨¢ticos, sobre todo si son proletarios, como Bel¨¦n Esteban u Oprah Winfrey, o se manifiesta en la repentina celebridad que recae sobre un grupo musical independiente, un bloguero ocurrente, o sobre la en¨¦sima extravagancia de la duquesa de Alba o de un actor, el ingenio de un tuitero, o el estilo de una ministra-portavoz que resulta encantadoramente repipi... El carisma es el alma de nuestra sociedad mediologizada, pero no hay que olvidar que tambi¨¦n es el principio activo del populismo; y los medios de comunicaci¨®n, que se nutren de todos los signos de lo carism¨¢tico, son generadores y traficantes de carisma tanto como son sus principales agentes propagadores, lo mismo que la publicidad. Desde hace d¨¦cadas las masas modernas se han hecho expertas en el consumo y manejo del carisma y en el trasiego y reproducci¨®n de esl¨®ganes publicitarios, como demuestra el auge de Twitter, cuya materia de intercambio es el eslogan. El populismo es, por as¨ª decirlo, la lengua natural de todo fen¨®meno carism¨¢tico y hoy en d¨ªa se transmite en las nuevas pr¨®tesis que potencian la experiencia y la comunicaci¨®n: los m¨®viles, que todo lo registran en tiempo real, las redes sociales, con su obscena exposici¨®n de lo cotidiano y la inmediatez de nuestra experiencia desterritorializada, inmensos recursos t¨¦cnicos que han revolucionado el escenario de lo p¨²blico. Los gobiernos ya no hablan a un electorado sino a masas emancipadas por la tecnolog¨ªa, que les ha proporcionado una renovada autonom¨ªa: ya no solamente son receptoras pasivas del carisma sino caldo de cultivo de todos los populismos que las convierten en protagonistas.
Todo el mundo sabe que esta crisis la pagar¨¢n quienes la sufren
El populismo no es una desviaci¨®n, ni uno m¨¢s entre los muchos vicios de Berlusconi, sino un punto de fuga, una fatalidad de la pol¨ªtica elaborada por los medios. Los bur¨®cratas de Bruselas retrat¨¢ndose entre risas y abrazos en medio de la crisis no son menos populistas que Ch¨¢vez y, en cambio, bastantes menos convincentes que el lenguaraz presidente de Venezuela.
?Qui¨¦n teme al populismo? El gobierno del Partido Popular afronta el imperativo de llevar adelante un c¨²mulo de disposiciones ¡ªparad¨®jicamente¡ª muy antipopulares: recortes en los servicios, aumento de impuestos, deterioro de las condiciones de los trabajadores, rebaja de los salarios y de las prestaciones sociales, precariedad, desempleo y la consecuente puesta en marcha de medidas represivas para contener las inevitables protestas. Muchas de estas medidas draconianas han sido impuestas por las autoridades europeas, otras han sido movidas por las urgencias que imponen unas finanzas p¨²blicas arruinadas y otras simplemente son iniciativa del oportunismo de los lobbies econ¨®micos que, ante la destrucci¨®n de capital, ven el momento propicio para sentar las bases de la reconstrucci¨®n de los activos (lo llaman ¡°sanear¡±) y as¨ª recomponer el juego especulativo. La f¨®rmula del capitalismo es conocida por todos: sistema de producci¨®n tan eficaz para enriquecerse como intr¨ªnsecamente injusto para quienes producen la riqueza. Todo el mundo sabe que esta crisis la pagar¨¢n quienes la sufren. El tama?o de esta injusticia es may¨²sculo y lo resume el dicho popular: ¡°Adem¨¢s de puta, pagar la cama¡±. ?Se puede saber c¨®mo piensan convencer a los espa?oles de que hay que tragarse como sea este sapo?
El gobierno espa?ol, atrincherado en el enga?oso respaldo que le da la mayor¨ªa absoluta ganada en las urnas, utiliza la marca de la eficacia empresarial como argumento para llevar adelante un programa de recuperaci¨®n que, en el corto plazo, traer¨¢ penuria y desolaci¨®n a los ciudadanos. Pero olvida que los votos solo configuran legitimidad representativa, no pol¨ªtica. Si este programa no se acompa?a de un discurso convincente y, en el fondo, popular (o populista), fracasar¨¢.
Enrique Lynch es escritor.
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