Sin imagen del tiempo
Toda sociedad necesita mitos m¨¢s o menos supersticiosos sobre su pasado y su futuro. De ah¨ª esa inmoderada pulsi¨®n conmemorativa: pudiendo estar gobernados por los muertos, ?por qu¨¦ dejarles el poder a los vivos?
Hay ciertas formas de temor que hacen mirar el pasado con m¨¢s aburrimiento que a?oranza. Rep¨¢rese, si no, en la extinci¨®n de todo af¨¢n conmemorativo que sigue al reconocimiento general de la ruina y ati¨¦ndase al ejemplo del segundo centenario de la Constituci¨®n espa?ola de 1812. ?No se ha parecido mucho su celebraci¨®n a un seminario acad¨¦mico de hispanistas jubilados y muy poco al aparatoso estallido de memoria hist¨®rica que amenazaba con desencadenarse? Quiz¨¢ en este caso los motivos para la desgana sufran cierta sobrecarga (alguien con ganas de faltar al respeto dir¨ªa que la constituci¨®n m¨¢s apta para ser conmemorada este a?o no era la de C¨¢diz, sino la de Bayona), pero seguramente cualquier otro centenario habr¨ªa suscitado el mismo gesto cansino.
Entre 1992 y 2012 se han contado 20 a?os de inmoderada compulsi¨®n conmemorativa en los que, cada vez que la gresca nacional se atemperaba un poco, bastaba con acudir a la historia para que hasta los temperamentos m¨¢s flem¨¢ticos se soliviantaran con estr¨¦pito: pudiendo estar gobernados por los muertos, ?por qu¨¦ esa absurda costumbre de dejar el poder en manos de los vivos? Hace dos d¨¦cadas se produjo el feliz descubrimiento de que la conmemoraci¨®n pod¨ªa ser fuente de riqueza al mismo tiempo que de ideolog¨ªa (no se olvide que en Espa?a el tren de alta velocidad fue una secuela del fervor conmemorativo), pero el manantial presenta se?ales ciertas de haberse secado ya.
Toda sociedad humana necesita mitos m¨¢s o menos supersticiosos sobre su pasado y su futuro: una memoria y una prospectiva compartidas (esta palabra se estima much¨ªsimo) en cuya zona de juntura quepa un presente que merezca ser recordado, que cumpla lo que se vaticin¨® para ¨¦l y que incite a imaginar ilusionadamente el porvenir. Las ciencias humanas y sociales deber¨ªan esforzarse por desmontar tales leyendas y mirarlas con el mayor distanciamiento y sarcasmo posibles, pero durante estos 20 a?os daba la impresi¨®n de que historiadores, pensadores y otros estudiosos ten¨ªan por oficio construir mitos m¨¢s que examinarlos y echar constantemente le?a al fuego para que las lealtades at¨¢vicas no cesasen de hervir ni un momento.
Debe destacarse, sin embargo, que la obsesi¨®n por el pasado constitu¨ªa solo una de las dos caras de la moneda. La otra mostraba un seguro porvenir de abundancia, capaz de convertir las glorias del pret¨¦rito en materia de consumo cultural y sus desdichas en motivo de reclamaci¨®n, un ma?ana luminoso donde el desasosiego y el agobio ser¨ªan sustituidos por toda clase de fascinantes retos. Se supon¨ªa que un futuro as¨ª nos lo hab¨ªamos ganado a pulso y formaba parte de nuestros derechos, pero las creencias que una ¨¦poca infatuada tiene sobre su porvenir suelen volverse muy grotescas cuando el ma?ana imaginado se evapora. Aquel futuro de clase media a la altura de los tiempos, pragm¨¢tica, hipotecada y filistea, din¨¢mica y sin prejuicios, tan orgullosa de sus objetos de consumo como de la excelencia que implicaba el disfrutarlos, era una tenebrosa pesadilla, aunque a su final no le ha seguido ning¨²n despertar l¨²cido, sino tan solo confusi¨®n son¨¢mbula. En varios poemas, Quevedo y algunos imitadores se hicieron eco del t¨®pico italiano de un reloj de arena (¡°no cuentes por ¨¦l las horas, / sino sus penas por ti¡±) que guarda las cenizas de la amada desde?osa. Acaso quepa, sin embargo, una manera a¨²n menos apacible de concebir lo que puede pasarle al tiempo: basta con imaginar otro reloj ¡ªeste s¨ª lleno de arena¡ª ca¨ªdo al suelo en mitad de la tormenta y con el vidrio un poco roto, lo suficiente para que haya entrado en su interior algo de agua y haya formado dos terrones de barro, uno en cada ampolla, pero sin que importe ya cu¨¢l correspond¨ªa al pasado y cu¨¢l al porvenir.
Las ciencias humanas y sociales no han sabido desmontar las leyendas con distancia y sarcasmo
En el futuro estaba escrita una prosperidad creciente que nos pondr¨ªa, por fin, en la primera fila del progreso, con toda aquella salmodia de la superaci¨®n de las caducas soberan¨ªas nacionales, llamadas a disolverse en una red de dependencias rec¨ªprocas, tan inevitable como promisoria y apasionante. De qu¨¦ clase de red se trataba (y de qu¨¦ tipo de pesca) nos hemos dado cuenta con la incredulidad que debe de sufrir el pez cuando est¨¢ a punto de ser sacado del agua. Pero si lo ¨²nico que cupiese desear para el d¨ªa de ma?ana fuese la vuelta a los momentos anteriores al desastre ¡ªaquella belle ¨¦poque en la que no quedaba un solo trozo de costa ni de pasado sin aprovechar¡ª, se habr¨ªa venido abajo la idea que la ¨¦poca moderna tiene sobre su propia historia, y eso no puede consentirse en absoluto. En circunstancias as¨ª, el pasado se volver¨¢, sin remedio, tan poco deseable como el porvenir.
La creencia de que la ruina presente constituye una crisis y, por tanto, una ocasi¨®n para que se den logros que en tiempos normales habr¨ªan sido inveros¨ªmiles no es patrimonio exclusivo de quienes aprovechan el momento para siniestras reformas estructurales. Es, en realidad, lo que cualquier alma moderna sabe sobre el curso de los tiempos, aunque el pudor la lleve a callarlo. Los modernos hemos sido instruidos para no poder formarnos ninguna imagen de un tiempo detenido, coagulado o estancado, y tampoco vuelto hacia atr¨¢s. Tenemos miedo de las tribulaciones que nos esperan porque (en contra de lo que decimos) sabemos que la historia avanza por medio de desastres y no nos gusta tener que ser precisamente nosotros quienes sirvamos de combustible a semejante maquinaria.
Es cierto que podr¨ªamos tratar de desengancharnos de la noci¨®n del tiempo que se nos viene ense?ando desde la escuela, pero esa posibilidad no est¨¢ seriamente a nuestro alcance. Pocos querr¨ªan dejar de competir con los mejores, cambiar los euros por pesetas, llevar una vida mediterr¨¢nea casi perif¨¦rica y descubrir, por fin, en el sue?o de la aceleraci¨®n de los tiempos una pesadilla tan siniestra como aburrida. Poqu¨ªsimos quisieran tomarse en serio una alternativa as¨ª (a pesar de ser la ¨²nica honrosa) y el resultado es que ya no cabe tener ninguna visi¨®n clara del trozo de tiempo en que se est¨¢. Aunque no es agradable verse en el umbral de una inmolaci¨®n segura, el detener la m¨¢quina inspira todav¨ªa m¨¢s terror, de manera que lo ¨²nico que resta es prescindir, mientras dure la tormenta, de toda imagen del tiempo propio y del tiempo en general.
Tenemos miedo de pasar tribulaciones porque sabemos que no hay avance sin desastres
Emigrar al otro extremo del mundo, no esperar una pensi¨®n como las antiguas, pagar por servicios p¨²blicos antes gratuitos, jubilarse despu¨¦s, ganar menos y trabajar m¨¢s, tener menos m¨¦dicos, enfermeros, maestros y profesores no son, aparentemente, bienes que deban celebrarse, pero el dogma de que los tiempos no dan nunca marcha atr¨¢s es m¨¢s poderoso que cualquier juicio adverso sobre los males de la ¨¦poca. Como de esto no se puede dudar ni en broma, debe vaticinarse que, a la larga, triunfar¨¢ el convencimiento de que nuestras aparentes desgracias fueron signos de la llegada de un mundo no peor, sino (aqu¨ª est¨¢ lo decisivo) solo distinto y, desde luego, m¨¢s eficiente y trepidante. Quiz¨¢ las angustias presentes ser¨¢n un d¨ªa conmemoradas con la debida solemnidad, aunque no con cargo al erario p¨²blico (que habr¨¢ dejado de existir tiempo atr¨¢s), sino por alguna empresa dedicada a la gesti¨®n rentable de la memoria hist¨®rica. Para entonces, el tiempo habr¨¢ vuelto a ser visto conforme a una imagen coherente, seg¨²n est¨¢ mandado.
Merece la pena, sin embargo, reparar en una peque?a lecci¨®n de todo lo anterior: la verdad de los tiempos solo se manifiesta cuando sus im¨¢genes se vienen abajo y todav¨ªa no han llegado las que han de sustituirlas. Antes y despu¨¦s reinar¨¢, no hay duda, la mentira, y esto es lo m¨¢s cierto que sobre los tiempos cabe saber. Puede que dentro de poco ya sea tarde para aprenderlo.
Antonio Valdecantos es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa de la Universidad Carlos III de Madrid.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.