La cuesti¨®n de Dios
La modernidad rechaza pensar sobre la inmortalidad, pero acepta como verdades mitos indemostrables
La Iglesia est¨¢ de moda. Tambi¨¦n la religi¨®n, aunque sea como fen¨®meno sociol¨®gico que estudiar, o como instituci¨®n de la que sospechar, o sobre todo como fuente pretendidamente infalible de moral pr¨¢ctica. Porque en su variante cr¨ªtica procura una doctrina para liberar al ser humano de la injusticia desde ya. Y en su variante tradicional, para controlarle y consolarle, tal como predica el papado.
En cambio, curiosamente, Dios no est¨¢ de moda en el pensamiento occidental desde hace un par de siglos. Tanto es as¨ª que el asunto de la trascendencia del ser humano individual m¨¢s all¨¢ del mundo emp¨ªrico fue declarada hace ya tiempo como una ¡°no cuesti¨®n¡±, como algo que estaba excluido a priori del debate: preguntarse por el sentido trascendente de la vida era un puro sinsentido porque su simple proposici¨®n incumpl¨ªa cualesquiera principios de verificaci¨®n o de falsaci¨®n.
Y, sin embargo, a¨²n excluida del ¨¢mbito de lo pensable, esa es la cuesti¨®n siempre v¨¢lida para muchas personas: la cuesti¨®n del ser m¨¢s all¨¢, de seguir siendo, de no dejar de ser, como lo expres¨® Unamuno. Y esa cuesti¨®n conecta inevitablemente con la cuesti¨®n de Dios. No de la Iglesia, ni siquiera de la religi¨®n, sino de Dios en cuanto posibilidad de trascendencia.
Creemos en la igualdad de los hombres porque queremos creer, no porque sea demostrable
Algunos at¨ªpicos pensadores de nuestra modernidad han advertido hace tiempo esta ausencia y han recordado que, al lado de la raz¨®n, est¨¢ la imperiosa necesidad del mito para nuestra existencia. ¡°Una cosa es la verdad, y otra distinta es c¨®mo es posible vivir con la verdad. Para fines cognitivos tenemos el conocimiento, pero para fines vitales tenemos historias, tenemos mitos. Porque el conocimiento tiene que ver con la verdad y el error, mientras que las historias con la dicha y la desdicha¡±, escrib¨ªa Odo Marquard en Adi¨®s a los principios.
Otros, como Leszek Kolakowski, han subrayado que el pensamiento moderno ha decretado la limitaci¨®n de la raz¨®n a lo emp¨ªrico sin mayor autoridad que la de su propio dictum: ¡°El argumento de los racionalistas empiristas de que las creencias religiosas son emp¨ªricamente vac¨ªas y su veredicto de que, por ello, son carentes de sentido, depende de que exista un criterio trascendentalmente v¨¢lido de lo que es tener sentido que haga coincidir sentido y mundo emp¨ªrico¡±. Y es que la modernidad occidental da por hecho y concluido ¡ªcaso cerrado¡ª que el mundo emp¨ªrico agota el mundo de la raz¨®n, como Javier Gom¨¢ ha se?alado brillantemente, de manera que pensar m¨¢s all¨¢ no ser¨ªa pensar, sino otra cosa. Y esa otra cosa le huele al mundo moderno a superstici¨®n, a ponerse de rodillas ante instancias heter¨®nomas, a claudicaci¨®n de la dignidad de la conciencia. Por eso¡ mejor dejarlo.
El rechazo a la cuesti¨®n de
Dios parece derivar s¨®lo
del miedo a abdicar de
nuestra autonom¨ªa moral
Y es que lo inc¨®modo de la cuesti¨®n de Dios no es ¡ªpor mucho que se diga¡ª el que se trate de una cuesti¨®n no verificable, de una posible verdad sin prueba emp¨ªrica. Porque, si de eso se tratara, ser¨ªa inexplicable que la modernidad viviera orgullosa en las sociedades que ha creado, unas sociedades democr¨¢ticas fundadas en puros mitos indemostrables, en verdades afirmadas pero no susceptibles de comprobaci¨®n alguna. Por mucho que intentemos disfrazar nuestras democracias constitucionales como un conjunto de reglas puramente procedimentales, lo cierto es que est¨¢n ancladas en una verdad dogm¨¢tica exenta de debate: la de la igual dignidad de todos los seres humanos. Los padres fundadores dec¨ªan ya que ¡°sostenemos como verdades evidentes por s¨ª mismas que todos los seres humanos han sido dotados por su Creador de igual dignidad¡±, pero eso era y es ¡ªentonces como ahora¡ª cualquier cosa¡ menos evidente. No es posible validar de manera convincente la dignidad igual de todos los seres humanos dentro de un concepto naturalista del hombre. Es una afirmaci¨®n epistemol¨®gicamente carente de sentido para cualquier fil¨®sofo anal¨ªtico o empirista. Es un mito, una verdad revelada, un cuento precioso que creemos con fervor... pero porque queremos creerlo (y porque nos permite vivir decentemente), no porque sea demostrable.
?Por qu¨¦ entonces se rechaza en esta misma modernidad la posibilidad misma de pensar acerca de la inmortalidad del hombre, de la posibilidad de Dios? Que de Dios se haya usado y abusado, que se nos lo presente usualmente en Occidente como un paquete cerrado de ¡°ser supremo-revelaci¨®n-verdad monopolizada-instituci¨®n gu¨ªa¡± en donde se toma o se deja el lote completo, todo ello es hist¨®rico y cultural y no dice nada a favor o en contra de la cuesti¨®n misma de Dios. M¨¢s bien sucede que el rechazo a esa cuesti¨®n parece derivar s¨®lo de nuestro miedo a abdicar de nuestra autonom¨ªa moral. Hablar de Dios parece contradecir al principio ilustrado de ¡°hacerse de una vez mayor de edad¡±. Pero si ya lo somos, si nadie nos encadenar¨¢ de nuevo a la superstici¨®n, ?c¨®mo es que no podemos hablar de nuevo del asunto en cuesti¨®n? ?Tan inseguros estamos acerca de esa nuestra mayor¨ªa de edad?
Jos¨¦ Mar¨ªa Ruiz Soroa es abogado.
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