La vida sin Sara
Comprendi¨® que su intimidad pod¨ªa ser una fuente de ingresos en la sociedad espect¨¢culo. Quiz¨¢ nuestros pol¨ªticos hayan hecho lo mismo con la democracia: la han saqueado sin que pudi¨¦ramos evitarlo
Acud¨ª al paso del cortejo f¨²nebre de Sara Montiel el martes pasado en Madrid. En una gigantesca pantalla exterior del cine Callao se proyectaban sus pel¨ªculas, y en la marquesina de los pocos teatros que all¨ª quedan se intercambiaban carteles de esas pel¨ªculas. La gente que esperaba el paso de la comitiva, abrigados en una primavera invernal, se asombraba de que una manifestaci¨®n contra Bankia mantuviera su nivel de pitidos, gritos y sordinas delante de los coches f¨²nebres. ¡°Es una verg¨¹enza¡±, dec¨ªan, ¡°aunque estemos de acuerdo con ellos [los manifestantes], no es el momento¡±. Mientras Sara cantaba La violetera en la inmensa pantalla, los gritos contra Bankia y sus desahucios arreciaban. ¡°Sara los habr¨ªa entendido¡±, dije, intentando calmar quejas. ¡°Porque Sara lo respetaba todo¡±.
La vida sin Sara nos obliga a recordar que Antonia Abad naci¨® pobre, tuberculosa y superviviente en una Espa?a que tambi¨¦n era pobre y deseosa de escapar de todo aquello. Ella lo consigui¨® y transform¨® a Sara Montiel no solo en un mito sexual, el paradigma del erotismo en espa?ol, sino que con el tiempo se volvi¨® ella misma su mejor papel, su mejor pel¨ªcula, quiz¨¢ acompa?ando a este pa¨ªs en una transformaci¨®n similar. En vida de Sara pasamos de ser un pa¨ªs reprimido a uno exultante, tan pop e iconogr¨¢fico como ella. Pero algo sucedi¨®, mientras Sara asum¨ªa que la ultima parte de su carrera iba a ser una lucha contra la edad y el empuje de la cultura freak, el pa¨ªs decidi¨® corromperse, en un incesante coqueteo con la impunidad y una capacidad asombrosa de olvidarlo todo. Mientras Sara perjudicaba el brillo de su leyenda con compa?¨ªas y bodas estrafalarias, nosotros confi¨¢bamos en que Bankia llegar¨ªa a ser un gran banco y no un despampanante desfalco.
En las pel¨ªculas de Sara pasaban cosas incre¨ªbles, como que un marido la apostara en una partida de cartas y ella escuchara desde su tocador c¨®mo perd¨ªa la apuesta (Esa mujer, 1969). En nuestra realidad, los duques de Palma juegan a apostar cada d¨ªa la credibilidad de la familia a la que pertenecen, tan pendientes de salvar su pellejo, que poco les importa que un d¨ªa, hartos, les digamos a todos que hagan las maletas a Catar junto con sus estatuas de cera para que se derritan al sol de all¨ª. Mientras en la pantalla de Callao Sara se sub¨ªa a un barco con destino a Am¨¦rica para conquistar el mundo, y la c¨¢mara se alejaba para que ley¨¦ramos en el salvavidas la palabra Titanic (La violetera, 1958), el se?or Feij¨®o admit¨ªa que fue un error subirse al yate de un narcotraficante real, al mismo tiempo que prosigue en su empe?o en contarnos la pel¨ªcula de que no sab¨ªa a lo que se dedicaba. Mientras Sara tiraba de su condici¨®n de vip como si fuera una tarjeta de cr¨¦dito, en el Club de Campo de Madrid, que es a la vez una instituci¨®n municipal y elitista, repart¨ªan membres¨ªas vip como confeti y comisiones en las juntas del Partido Popular. Si todo esto sucediera en una de sus pel¨ªculas, Sara bajar¨ªa de ese tocador, tomar¨ªa el atizador de la chimenea y con ¨¦l le cruzar¨ªa dos veces el rostro a Feij¨®o, a Dorado, a los duques, a B¨¢rcenas y a los de Bankia exclamando: ¡°Fuera, fuera de aqu¨ª¡±.
La vida sin Sara nos permite ver que el cura que la despidi¨® en el cementerio de San Justo era africano, un detalle que Loles Le¨®n, conmovida, celebr¨® como algo que a Sara le habr¨ªa encantado. ¡°Y adem¨¢s, con acento franc¨¦s¡±, subray¨®. La sorpresa lleg¨® al enterrarla: el escenario. Protegiendo a los que all¨ª reposan, se extend¨ªa ante la mirada la panor¨¢mica de la capital como un gran bodeg¨®n de lo que hemos acumulado. La c¨²pula de San Francisco el Grande, el Palacio Real, la Torre de Madrid y los rascacielos de la Castellana, todo bajo el rosado cielo de Vel¨¢zquez y delante de los ojos eternos de Sara. La met¨¢fora de que el recorrido de la miseria al esplendor pasa por las burbujas, la euforia feroz de la corrupci¨®n, el caos y, por supuesto, el maquillaje. El paisaje que ahora somos.
Sara Montiel, como toda grande, vivi¨® en tres actos. El trascendental paso del hambre a Hollywood, el brillante ?ltimo cupl¨¦ y, finalmente, el combate contra la edad y la decadencia. Espa?a ha hecho casi lo mismo, solo que no ha podido marcharse como Sara el 8 de abril. Ni conseguir el arrojo suficiente para deshacerse de los culpables cuya pol¨ªtica diaria consiste en alargar el esc¨¢ndalo hasta que nos aburra. En su ¨²ltima etapa, Sara comprendi¨® que su intimidad pod¨ªa ser un escenario y una fuente de ingresos en la sociedad espect¨¢culo. Quiz¨¢ nuestros pol¨ªticos hayan hecho lo mismo con la democracia: la han saqueado sin que pudi¨¦ramos evitarlo. Pero como Sara era intuitiva y sab¨ªa m¨¢s que nuestros reyes, presidentes, extesoreros, duques y princesas alemanas, consigui¨® morirse mientras esperaba un taxi. ¡°Estaba sentada esperando que llamaran al telefonillo¡±, contar¨ªa su fot¨®grafo Alberto Rivas, durante el entierro. Un final perfecto en un mundo zarandeado, incapaz de rendir un homenaje. En realidad, no hace falta, porque Sara es inmortal gracias a sus locas pel¨ªculas, afectados melodramas de cart¨®n que hacen pensar que el cine de barrio era felizmente mejor que nuestro presunto buen gusto.
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