No saben con qu¨¦ ciudad se han metido
Boston encaj¨® un duro golpe el lunes, que la ha dejado aturdida. Pero el atentado terrorista sufrido no va a hacer que renunciemos a ninguna de nuestras libertades, ni a paralizar de miedo a la poblaci¨®n
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En 1974, yo ten¨ªa nueve a?os. Est¨¢bamos en pleno periodo de disturbios provocados por la ley que obligaba a repartir a los alumnos por distintos distritos escolares para acabar con la segregaci¨®n. Un d¨ªa, iba en el coche con mis padres y mi hermano por la zona sur de Boston camino de Dorchester, donde viv¨ªamos, cuando, al llegar a la avenida de West Broadway, nos encontramos con un enorme atasco que nos hizo ir a paso de tortuga durante kil¨®metro y medio, en medio de una de las manifestaciones de masas m¨¢s aterradoras que he visto jam¨¢s. Hab¨ªan colgado de las farolas efigies de los impulsores de la nueva ley, el juez Arthur Garrity, el senador Edward Kennedy y el alcalde Kevin White, y les hab¨ªan prendido fuego. Las llamas se reflejaban en las ventanillas del Chevy de mi padre, y a trav¨¦s de ellas yo observaba los rostros de una turba tan indignada que parec¨ªa medieval. Aquella noche, la raz¨®n no imper¨® en West Broadway. Tampoco la compasi¨®n ni el deseo de resolver nuestras diferencias mediante discusiones, con capacidad de ver los matices y respetar las complejidades. En vez de un debate civilizado, domin¨® la ira.
Traigo aquellas escenas a colaci¨®n hoy, despu¨¦s de un atentado terrorista contra la ciudad en la que nac¨ª y que inspira mi creatividad, por dos motivos. En primer lugar, porque aquella noche viv¨ª mi experiencia suprema, por as¨ª decir, de la ira humana. Hab¨ªa visto casos de furia, por supuesto, e incluso de violencia, pero aquella ira al margen de la raz¨®n, el intelecto, la conciliaci¨®n, era otra cosa muy distinta. Y en segundo lugar, porque cuando hablo de mi amor por esta ciudad, quiero que se entienda que no es un amor filtrado a trav¨¦s de unas gafas de color de rosa. Soy perfectamente consciente de los pecados que empa?an el espejo retrovisor de la ciudad que muchos han llamado el centro del universo.
Amo esta ciudad. Me encantan su acento atroz, su complejo de inferioridad frente a Nueva York, sus conductores enloquecidos, la absurda l¨®gica de su callejero. Siento un placer malsano cada vez que cojo el metro en invierno y veo que tienen puesto el aire acondicionado, o cuando me subo en verano y la calefacci¨®n est¨¢ a tope. A los bostonianos no les gusta que se lo pongan f¨¢cil, les gustan las cosas dif¨ªciles: las tormentas de nieve, las gradas del estadio de b¨¦isbol de Fenway Park, una buena ri?a por un sitio para aparcar. El otro d¨ªa, dos amigos me enviaron el mismo mensaje: no saben con qu¨¦ ciudad se han metido. Y no es una bravuconer¨ªa. No se trata de ponerse desafiantes, de ninguna chuler¨ªa porque s¨ª. No es que nos vayamos a reunir en las cafeter¨ªas del barrio de South End para decidir c¨®mo vengarnos. Ya se encargar¨¢ la polic¨ªa de eso. No, lo que quiere decir un bostoniano cuando asegura que ¡°no saben con qu¨¦ ciudad se han metido¡± es: ¡°No pensar¨¢n que esto nos va a hacer cambiar, ?verdad?¡±.
No vamos a suprimir la marat¨®n del pr¨®ximo a?o, ni a correr a New Hampshire a por armas
Cr¨¦anme, el atentado no va a hacer que renunciemos a ninguna de nuestras libertades solo porque tengamos la necesidad de sentirnos seguros. No vamos a suprimir la marat¨®n del pr¨®ximo a?o. No vamos a irnos a New Hampshire a hacer acopio de armas. Cuando las autoridades encuentren al ser (o seres) d¨¦bil e irremediablemente inadaptado que ha cometido el crimen, observaremos con incredulidad la ideolog¨ªa retr¨®grada que le haya servido de excusa y pasaremos p¨¢gina para seguir adelante con nuestras vidas.
Media hora despu¨¦s del suceso, pas¨¦ por la ruta que hab¨ªa recorrido la marat¨®n, tres kil¨®metros al oeste de donde se hab¨ªan producido las explosiones, para depositar mi declaraci¨®n de la renta en la oficina de correos. Ya me hab¨ªa enterado de lo sucedido; toda la ciudad lo sab¨ªa. Beacon Street estaba cubierta de tantos vasos de Gatorade estrujados que parec¨ªa un campo de amapolas. Hab¨ªa abrazos por todas partes. La gente ten¨ªa los m¨®viles en la mano y los miraba fijamente, a pesar de que las redes de comunicaci¨®n no funcionaban. Pas¨¦ junto a una mujer sin techo que estaba sentada en un banco. Me pregunt¨®: ¡°?Han cogido ya a los demonios?¡±. Le respond¨ª que no lo sab¨ªa. Y ella replic¨®: ¡°Los coger¨¢n, los coger¨¢n¡±. Unas manzanas m¨¢s all¨¢ me encontr¨¦ con una joven vestida con ropa de correr, sentada en el c¨¦sped, llorando. Le pregunt¨¦ si estaba bien. Asinti¨® con la cabeza. Le pregunt¨¦ si quer¨ªa alguna cosa o si pod¨ªa hacer algo por ella, y me dijo que no.
Me fui a casa e intent¨¦ explicar a mi hija de cuatro a?os que pap¨¢ y mam¨¢ estaban tristes porque unos malos hab¨ªan cometido maldades. No estoy acostumbrado a tener dificultades para expresarme, pero no recuerdo nunca haberme quedado casi sin habla, como me pas¨® al tratar de explicar un asesinato de masas a una ni?a de cuatro a?os. Mi hija pregunt¨® si los malos eran como la antip¨¢tica mujer que, la ¨²ltima vez que hab¨ªamos viajado en avi¨®n, le hab¨ªa golpeado la cabeza con su maleta y no se hab¨ªa disculpado. Le asegur¨¦ que estos malos eran mucho peores, y mi hija pregunt¨® si iban a pegarle en la cabeza cuando estuviera en la calle. Le promet¨ª que no, pero, la verdad, ?c¨®mo voy a saberlo? Los malos ¡ªlos desconocidos¡ª aguardan al acecho para golpearnos en la cabeza. O para amputarnos extremidades. O para hacer temblar nuestra convicci¨®n de que el mundo debe ser un lugar en el que la gente viva sin miedo.
El miserable o miserables que han cometido este crimen ser¨¢n detenidos, encarcelados y olvidados
Cuando los espectadores que presenciaron el atentado corrieron hacia el lugar de la primera explosi¨®n a ayudar a las v¨ªctimas, sin detenerse ni un instante a pensar en su propia seguridad, el prop¨®sito fundamental de los terroristas ¡ªparalizar de miedo a una poblaci¨®n¡ª qued¨® desbaratado.
Tengo fe en que el miserable o los miserables que han cometido este crimen ser¨¢n detenidos, encarcelados y olvidados. El movimiento de odio al que pertenezca tendr¨¢ el mismo destino que los movimientos anarquistas asesinos de principios del siglo XX y el Ej¨¦rcito Simbi¨®tico de Liberaci¨®n de los a?os setenta. En cambio, recordaremos a los muertos y las dem¨¢s v¨ªctimas, empezando por Martin Richard, de ocho a?os, que viv¨ªa en mi barrio, Dorchester, as¨ª como a su hermana y su madre, ambas heridas. La comunidad ensalzar¨¢ a los fallecidos, y cuidar¨¢ y dar¨¢ consuelo a los supervivientes. Y desde luego que nunca olvidaremos. Pero a lo que nos vamos a aferrar es a los fundamentos sobre los que se construy¨® esta ciudad: su capacidad de resistencia, su respeto y adoraci¨®n por el civismo y el intelecto.
Boston encaj¨® un duro golpe el lunes, dos golpes en realidad, que la han dejado aturdida. Vimos que la carne es vulnerable, como es natural, pero el esp¨ªritu no sufri¨® m¨¢s que un temblor y de inmediato se recuper¨® para transformarse en algo m¨¢s fuerte que cualquier bomba y cualquier ira.
Dennis Lehane es escritor. Su ¨²ltima novela publicada es 'Vivir de noche' (RBA).
? 2013 The New York Times. Distribuido por The New York Times Syndicate
Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia.
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