Para recuperar lo perdido
La Monarqu¨ªa s¨®lo tendr¨¢ sentido si encaja en un relato distinto y cre¨ªble para la opini¨®n, elaborado y consensuado por actores pol¨ªticos y sociales en un proyecto renovado de pa¨ªs, sea nacional o multinacional
La crisis de la Monarqu¨ªa y el conflicto nacionalista, dos de nuestros problemas pol¨ªticos m¨¢s visibles, est¨¢n estrechamente relacionados entre s¨ª, aunque pocos hayan reparado en esta conexi¨®n hasta el momento. Los monarcas de la Europa contempor¨¢nea se han comportado de formas muy diversas, pero todos ellos han tenido que justificar su presencia al frente del Estado mediante su vinculaci¨®n con la principal fuente moderna de legitimidad: la naci¨®n. As¨ª, han procurado aparecer como defensores de sus intereses, herederos de sus glorias y garantes de su independencia, su unidad y su progreso, sintonizar con la opini¨®n p¨²blica en torno a alg¨²n concepto compartido de comunidad pol¨ªtica. Algunas dinast¨ªas, las m¨¢s afortunadas, han logrado asimismo figurar entre los elementos m¨¢s perdurables del imaginario nacional. El psic¨®logo social Michael Billig mostr¨® en 1992 c¨®mo la mayor¨ªa de los brit¨¢nicos era incapaz de concebir su propio pa¨ªs sin la realeza.
La Espa?a del siglo XX no constituye un caso excepcional. Pese a sus peculiaridades, como el viaje de ida y vuelta realizado por una Monarqu¨ªa que cay¨® en 1931 empujada por unas elecciones locales y regres¨® en 1975 con un rey designado por un dictador militar. El primer monarca del siglo, Alfonso XIII, fue tambi¨¦n un nacionalista o, como se dec¨ªa entonces, un regeneracionista. Marcado por la derrota colonial de 1898, humillante para el orgullo patrio, asumi¨® sus poderes dispuesto a salvar a Espa?a. Para ello aprovech¨® las amplias facultades que le otorgaba la Constituci¨®n de 1876: no s¨®lo protagonizaba la pol¨ªtica exterior y la militar, sino que tambi¨¦n ejerc¨ªa de ¨¢rbitro entre los partidos, nombraba libremente a los ministros y pod¨ªa disolver las Cortes para que los gobiernos se fabricasen mayor¨ªas a su gusto. El joven Alfonso dec¨ªa inspirarse en Eduardo VII de Inglaterra, sometido al parlamento, pero se asemejaba m¨¢s bien al emperador Guillermo II de Alemania, que presum¨ªa de marcar el rumbo de su pa¨ªs.
Alfonso XIII se inmiscuy¨® en las querellas de los partidos y acab¨® por propugnar una dictadura
El peque?o kaiser espa?ol recorri¨® el territorio nacional y particip¨® en toda clase de actos militares. Como otras monarqu¨ªas en aquella Europa mon¨¢rquica, la espa?ola ofrec¨ªa grandes espect¨¢culos y se arropaba con discursos nacionalistas difundidos por los medios de comunicaci¨®n de masas. Algunos sectores de la pol¨ªtica, la prensa y la sociedad civil construyeron en torno al rey un aura de modernidad y patriotismo. Cada cual proyectaba hacia la corona sus propias expectativas. El reci¨¦n nacido catalanismo acariciaba la idea de apoyarse en el rey de Castilla y conde de Barcelona ¡ªa la manera austro-h¨²ngara¡ª para levantar sus propias administraciones. Y hasta la izquierda reformista crey¨® que iniciar¨ªa el tr¨¢nsito hacia una monarqu¨ªa parlamentaria a la brit¨¢nica o a la belga.
Pero eso no ocurri¨®. Desde los a?os de la Primera Guerra Mundial, que cav¨® la tumba de muchos tronos, el monarca abraz¨® la versi¨®n derechista del nacionalismo espa?ol. Identific¨® a la naci¨®n con la fe cat¨®lica y, ante las amenazas revolucionarias, se decant¨® por soluciones antiliberales. La consagraci¨®n de Espa?a al Sagrado Coraz¨®n de Jes¨²s simboliz¨® en 1919 esta deriva conservadora. Alfonso XIII se inmiscuy¨® m¨¢s que nunca en las querellas de los partidos gubernamentales, fragmentados sin remedio, y acab¨® por propugnar una dictadura. De modo que no le cost¨® mucho esfuerzo respaldar el golpe de estado del general Primo de Rivera en 1923 y encarnar durante su mandato una monarqu¨ªa confesional, militarista y enemiga de los nacionalismos subestatales. Ya no podr¨ªa ser ¡°el rey de todos los espa?oles¡±, como rezar¨ªa su mensaje de despedida, sino que a la imagen de rey pol¨ªtico, dedicado a borbonear a unos y otros, sum¨® la de estandarte de la Espa?a reaccionaria. Republicanos y mon¨¢rquicos liberales le echaron en cara su traici¨®n a los deberes constitucionales que hab¨ªa jurado cumplir y consideraron imposible un r¨¦gimen parlamentario bajo su sombra. Lo pag¨® con el exilio.
Mientras tanto, las monarqu¨ªas europeas que hab¨ªan superado la Gran Guerra se lanzaron por dos v¨ªas opuestas: unas, como la italiana o la serbia, eligieron la autoritaria; otras, como las n¨®rdicas o las del Benelux, consolidaron el papel simb¨®lico de los monarcas como figuras nacionales por encima de las pasiones partidistas e inclinadas ante la soberan¨ªa popular. La ocupaci¨®n alemana durante la Segunda Guerra Mundial puso a prueba este compromiso, pero los reg¨ªmenes mon¨¢rquicos que apostaron por las f¨®rmulas parlamentarias y representativas han sido los ¨²nicos con posibilidades de sobrevivir hasta la actualidad. La historia parece darle la raz¨®n al escritor ingl¨¦s Walter Bagehot, que ya en 1867 hab¨ªa advertido que la corona, pieza solemne del edificio constitucional, pod¨ªa despertar amplios acuerdos si perd¨ªa poder efectivo y se situaba al margen de los contenciosos pol¨ªticos.
Juan Carlos I no repiti¨® los errores de su abuelo y se convirti¨® en la cabeza de una democracia
Cuando Juan Carlos I lleg¨® al trono, lo hizo con la lecci¨®n aprendida y no repiti¨® los errores de su abuelo. Estuvo dispuesto a ceder los poderes heredados de Franco y a convertirse no s¨®lo en monarca constitucional sino tambi¨¦n en cabeza de una democracia, algo imprescindible para acercar a Espa?a a la Europa occidental. S¨®lo la corona sueca ten¨ªa menos atribuciones que la espa?ola una vez aprobada la Constituci¨®n de 1978. En el camino, el Rey tendi¨® puentes hacia la izquierda, que puso a cambio entre par¨¦ntesis sus ideales republicanos. M¨¢s a¨²n, cuando en 1981 se vio enfrentado a una situaci¨®n tan grave como la de 1923, con un sector del ej¨¦rcito en contra del orden constitucional y los dem¨¢s a la espera de la decisi¨®n de su jefe, fren¨® a los golpistas y defendi¨® las instituciones democr¨¢ticas. Al estabilizarse el sistema pol¨ªtico, sus injerencias en asuntos gubernamentales y partidistas se redujeron al m¨ªnimo. En este aspecto, termin¨® siendo un monarca europeo como los dem¨¢s.
Por otra parte, el espa?olismo hab¨ªa quedado muy da?ado por los abusos nacional-cat¨®licos, as¨ª que hubo que buscar otras estrategias. El Monarca enton¨® mensajes de reconciliaci¨®n nacional, cuyo emblema podr¨ªa ser su entrevista en M¨¦xico con la viuda de Manuel Aza?a en 1978. En sus constantes viajes dentro y fuera del pa¨ªs, los Reyes transmit¨ªan optimismo. Los gobiernos y los medios los presentaban como adalides de una Espa?a moderna, acorde con el concepto de naci¨®n pol¨ªtica plasmado en la Constituci¨®n y respetuosa con las identidades culturales de los ciudadanos. El catalanismo puso esperanzas de nuevo en un Rey sensible a sus demandas, abogado de Catalu?a en Madrid. Y la figura de Juan Carlos I se adorn¨® con el recuerdo de su iniciativa en la Transici¨®n ¡ªera el piloto del cambio¡ª y de su labor como guardi¨¢n de la democracia. Una historia de ¨¦xito que culmin¨® con los grandes ceremoniales deportivos e iberoamericanos de 1992, ideados por gobernantes socialistas, y pudo reafirmarse despu¨¦s en las bodas reales. La corona, barata y funcional, apuntalaba la autosatisfacci¨®n espa?ola y se comparaba con ventaja con su vetusta prima brit¨¢nica.
En los ¨²ltimos a?os, esa construcci¨®n simb¨®lica se ha deteriorado con rapidez. La casa real, enfangada en esc¨¢ndalos de corrupci¨®n, sufre el mismo destino que otras instituciones discutidas en mitad de la crisis econ¨®mica. Los espect¨¢culos regios ya no son brillantes sino vergonzosos. Y de repente comprobamos algo que ya intu¨ªamos: que el prestigio de la monarqu¨ªa en Espa?a no se deb¨ªa a su s¨®lida integraci¨®n en el imaginario nacional sino a la popularidad de Juan Carlos I, a ese juancarlismo que arrasaba en las encuestas y ahora cae en picado. El avance de los independentistas en Catalu?a va de la mano de manifestaciones republicanas. Para recuperar lo perdido no bastar¨¢ con leyes de transparencia y con un juicio imparcial para los royals procesados, por necesarias que sean estas medidas. Naturalmente, una mayor implicaci¨®n de la corona en los debates p¨²blicos ser¨ªa un paso atr¨¢s inadmisible y contraproducente, dada la experiencia hist¨®rica europea. Pero la monarqu¨ªa s¨®lo tendr¨¢ sentido si encaja en un relato distinto y cre¨ªble para la opini¨®n, elaborado y consensuado por actores pol¨ªticos y sociales. En el proyecto de una comunidad pol¨ªtica renovada, sea esta nacional o multinaciONAL.
Javier Moreno Luz¨®n es catedr¨¢tico de Historia del Pensamiento en la Universidad Complutense de Madrid.
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