Vivir por encima de nuestras posibilidades
La socializaci¨®n de la culpa libera de responsabilidad a los que causaron la crisis
¡°Los cr¨¦ditos para satisfacer los intereses y el capital de la deuda p¨²blica de las Administraciones se entender¨¢n siempre incluidos en el estado de gastos de sus presupuestos y su pago gozar¨¢ de prioridad absoluta¡±. Art¨ªculo 135 reformado de la Constituci¨®n
El 7 de septiembre de 2011 el Senado aprobaba la reforma del art¨ªculo 135 de la Constituci¨®n Espa?ola limitando el techo de gasto de las Administraciones seg¨²n los m¨¢rgenes establecidos por la Uni¨®n Europea. L¨ªmite fundamentado por la necesidad de salvaguardar la ¡°estabilidad presupuestaria¡±. Sin embargo, bajo este prop¨®sito queda enquistada en nuestra Carta Magna la obligaci¨®n de satisfacer el pago de la deuda como objetivo prioritario de la gesti¨®n p¨²blica con independencia de otras necesidades. Al tiempo, fija en el cuerpo social el estigma de lo p¨²blico como algo gravoso cuyos excesos hay que vigilar y limitar. ¡°No se puede gastar lo que no se tiene¡±, dir¨¢ despu¨¦s Rajoy. En realidad, este supuesto dispendio, amplificado por los casos de corrupci¨®n y despilfarro que han creado tanta alarma medi¨¢tica y social, es en gran medida el resultado de subordinar la financiaci¨®n de la deuda al juego especulativo de los mercados financieros.
Ya sabemos que ahora trabajar m¨¢s es sin¨®nimo de ganar menos
Pero este cuadro no tiene nada de fr¨ªo diagn¨®stico econ¨®mico. Encierra una estrategia pol¨ªtica doble: establecer una estricta correlaci¨®n entre deuda y recortes (sociales, se entiende) y trasladar el peso de la deuda sobre la conciencia colectiva. Como ya experimentan las sociedades griega, portuguesa y espa?ola, el t¨¢ndem deuda / recortes ha entrado en un c¨ªrculo vicioso cuya ¨²nica soluci¨®n ser¨ªa purgar al Estado por su obesidad m¨®rbida. Es decir, acometer ¡°reformas¡± estructurales que corregir¨ªan el derroche de lo p¨²blico hasta equilibrarlo con la eficacia de lo privado. Porque ah¨ª donde se elimina gasto social aparece, casualmente, un nicho de mercado. Esta idea no ser¨ªa compartida o soportada si no fuera legitimada por la segunda estrategia: todos somos deudores y debemos responder por ese d¨¦ficit. Invocaci¨®n a la autoinculpaci¨®n dial¨¦cticamente atrapada en la telara?a de la corresponsabilidad colectiva: ¡°Sin las renuncias parciales de cada uno la recuperaci¨®n de todos es imposible¡±, asegura nuevamente Rajoy. Esta ¡°socializaci¨®n de la culpa¡± se ha revelado una coartada realmente eficaz, pues exime a los verdaderos causantes al diluir sus responsabilidades en el conjunto de la ciudadan¨ªa. Es lo que salmodian algunos voceros desde distintas instancias del poder: ¡°Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades¡±. La frase merece ser diseccionada, pues en su inclusi¨®n enunciativa y ambigua ejemplaridad encuentra su mayor consenso: ¡°yo¡±, el que la pronuncia, tambi¨¦n me se?alo y con ello refuerzo la admonitoria responsabilidad; aunque eso s¨ª, sin determinar la m¨ªa. Adem¨¢s, revela un diagn¨®stico sobre el pasado y un designio sobre el futuro: antes disfrut¨¢bamos de una prosperidad inmerecida que ahora debemos pagar. Pero hay m¨¢s, equipara ese hipot¨¦tico exceso de bienestar colectivo para que el castigo sea asumido en igual medida.
Y, ciertamente, la culpa y el castigo inspiran buena parte de las medidas que los gobernantes adoptan actualmente. En este punto, los discursos oficiales y su vocabulario (sacrificios, austeridad, rigor, medidas dolorosas, esfuerzos...) han conseguido una gran aceptaci¨®n: cuando la culpa se comparte resultan m¨¢s cercanas y cotidianas las causas de la crisis. Es m¨¢s, se puede aplicar una estigmatizaci¨®n selectiva de la sociedad (por gremios, edades, condici¨®n social), jaleada por una suerte de rencor hacia el otro, que hace razonable su castigo (aunque sea el m¨¢s necesitado) y tolerable el propio. Se penaliza a los trabajadores que enferman descont¨¢ndoles parte de su sueldo, se penaliza a los enfermos que ¡°abusan¡± de las medicinas y los tratamientos, se penaliza a los estudiantes repetidores increment¨¢ndoles las matr¨ªculas... Una l¨®gica que siempre admitir¨¢ una vuelta de tuerca m¨¢s al investirse de discurso moral, circunstancia que ya advirti¨® Max Weber a prop¨®sito del influjo de la ¨¦tica protestante en el capitalismo. No solo eso, legitimada su aplicaci¨®n como signo de buen gobierno, naturaliza sus efectos: todo castigo debe someter al culpable a la experiencia purificadora del dolor. ¡°Gobernar, a veces, es repartir dolor¡± sentencia Gallard¨®n. Las consecuencias de este ¡°sufrimiento inevitable¡± no se han hecho esperar: un alarmante incremento de la pobreza, la desigualdad y la exclusi¨®n social, seg¨²n revela el ¨²ltimo informe FOESSA (An¨¢lisis y perspectivas 2013: desigualdad y derechos sociales).
En el c¨ªrculo vicioso de la deuda,
la ¨²nica salida posible parece ser
la austeridad
Desde el ¡°discurso de la deuda¡±, todo ello no ser¨ªa m¨¢s que un sacrificio necesario y la constataci¨®n de que los expulsados del sistema no se han esforzado lo necesario (por tanto, se les puede abandonar a su suerte). Porque nunca es suficiente: ¡°Tenemos que cambiar y ponernos a trabajar m¨¢s todos porque, de lo contrario, Espa?a ser¨¢ intervenida¡±, nos diagnostica Juan Roig, el adalid de la ¡°cultura del esfuerzo¡± a la china. Y ya sabemos que ahora trabajar m¨¢s es sin¨®nimo de ganar menos. De ah¨ª que la sombra de la mala conciencia se cierna tambi¨¦n sobre las negociaciones salariales. Aceptar la reducci¨®n del salario es admitir impl¨ªcitamente esa supuesta parte de responsabilidad en la crisis y asumir como propia, cuando no hay acuerdo, la decisi¨®n del despido de otros trabajadores.
Un peculiar sentido de la responsabilidad que llevaba al PP a establecer un ins¨®lito silogismo el pasado 14 de noviembre con motivo de la huelga general. Ese d¨ªa, el argumentario distribuido entre sus dirigentes afirmaba: ¡°La huelga general supone un coste de millones de euros que podr¨ªan destinarse al gasto social¡±. Es decir, los huelguistas ser¨ªan culpables no solo de lo no producido (con el consiguiente perjuicio para la marca Espa?a), sino de que su montante econ¨®mico no se hubiera traducido m¨¢gicamente en gasto social. En suma, sus reivindicaciones irresponsables quedar¨ªan deslegitimadas por insolidarias. Apurando esta l¨®gica, cualquier reivindicaci¨®n o protesta ser¨ªa un gesto de desobediencia irresponsable a ese nuevo orden dictado desde el rigor presupuestario y la contenci¨®n salarial.
Y es que, en ese c¨ªrculo vicioso de la deuda, la ¨²nica salida posible parece ser la austeridad, un dogma moralmente irreprochable, que promete llevarnos a la expiaci¨®n econ¨®mica. Bajo sus designios el Estado quedar¨ªa paulatinamente liberado de todo compromiso social y el individuo a merced de la mercantilizaci¨®n de todos los servicios p¨²blicos. No solo eso, al igual que en los tiempos de bonanza el cr¨¦dito alimentaba nuestros sue?os de prosperidad, la deuda hipoteca ahora las perspectivas de futuro: paro o empleo precario a cambio de pensiones exiguas o privatizadas para disfrutar cada vez m¨¢s tarde. Un destino determinado por lo que el fil¨®sofo Patrick Viveret denomina ¡°sideraci¨®n econ¨®mica¡±: no hay otra alternativa y hasta las v¨ªctimas lo creen as¨ª y aceptan su condici¨®n.
Parad¨®jicamente, en este marco conceptual apenas se menciona a los propietarios de ¡°nuestra deuda¡±, ?qui¨¦nes son y por qu¨¦ les debemos? ?C¨®mo han logrado reescribir nuestra Constituci¨®n? Es comprensible que no se pronuncien sus nombres o se muestren sus rostros. Los que gobiernan al dictado de sus designios tambi¨¦n les deben mucho.
Rafael R. Tranche es profesor titular en la Universidad Complutense de Madrid.
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