El genio y sus musas
No est¨¢bamos menos locas las groupies literarias que las musicales, aunque la musical acababa teniendo m¨¢s mundo
S¨ª, las chicas ¨¦ramos m¨¢s proclives a la enso?aci¨®n rom¨¢ntica con posibilidad de entrega (f¨ªsica) total. No s¨¦ si eso sigue siendo as¨ª, pero hace unos cuantos a?os, tantos como aquellos que tiene la democracia, las chicas de instituto que padec¨ªamos la enfermedad de la literatura nos hubi¨¦ramos rendido al primer autor que hubi¨¦ramos visto en carne mortal. Qu¨¦ peligro. Mi instituto no pillaba muy lejos del Caf¨¦ Gij¨®n, de tal forma, que todos aquellos escritores del bando rijoso que calentaban all¨ª la silla esperando seducir a las pocas muchachas j¨®venes que entonces se atrev¨ªan a entrar, pod¨ªan haber emprendido el camino del Paseo del Prado (si hubieran sido menos diletantes), haber subido la Cuesta de Moyano y luego esa otra cuesta m¨¢s empinada que conduce al Observatorio Astron¨®mico de Madrid. Detr¨¢s del Observatorio, en el propio parque del Retiro, como si fuera el ed¨¦n so?ado de cualquier mente proclive a las Lolitas, se escond¨ªa el instituto (entonces femenino) Isabel la Cat¨®lica. Las hab¨ªa que so?aban con los muchachos del Colegio de Obras P¨²blicas, que exudaban salud y chuler¨ªa, y las hab¨ªa que le¨ªan¡ Estas ¨²ltimas hubieran sido capaces de entregar su juventud a los cuidados de un poeta t¨ªsico. Pero, por suerte, para ellas, ya digo, a los escribidores les pod¨ªa la pereza o el convencimiento de que eran las j¨®venes las que deb¨ªan acercarse al caf¨¦, y la tapia del instituto solo era rondada por unos pajilleros que hu¨ªan atemorizados de los gritos de las chicas o alg¨²n novio formal. No est¨¢bamos menos locas las groupies literarias que las musicales, aunque la groupie musical acababa teniendo m¨¢s mundo por aquello de que la m¨²sica viaja mejor y tiende menos al retestinamiento provinciano.
Joyce Maynard era una de aquellas chicas. Era como yo. O como usted, incauta lectora, a una edad tierna. Ni m¨¢s ni menos tonta. Estaba reci¨¦n aterrizada en la Universidad de Yale y hab¨ªa publicado un cuento en una revista universitaria. Al mes, recibi¨® una carta escrita con el tono, la voz, el estilo amado de Holden Caulfield, el protagonista de El guardi¨¢n entre el centeno. La firmaba el autor de la obra, aunque el autor de la obra parec¨ªa pose¨ªdo por el esp¨ªritu insatisfecho y mordaz, inocente e hipercr¨ªtico, arrogante y vulnerable de su personaje. De pronto, la joven Joyce se vio en correspondencia privilegiada con el ser que daba voz a una edad de la vida, con el personaje que se convirti¨® en la imagen sublimada de todos los lectores j¨®venes que le¨ªan su aventura.
El resto de la historia es bien sabido, la narr¨® su protagonista en el libro de memorias At home in the world. Joyce abandon¨® Yale y emprendi¨® una misi¨®n m¨¢s arriesgada y, seg¨²n ella cre¨ªa entonces, m¨¢s noble que la de pasarse cuatro a?os encerrada en un campus universitario: la de cuidar al due?o de aquella voz epistolar que le dec¨ªa: ¡°Yo no pod¨ªa crear ning¨²n personaje al que quisiera como te quiero a ti¡±. La joven Maynard decidi¨® dejarlo todo e irse a vivir con Holden Cauldfield, aunque obviamente se encontr¨® con Salinger, un autor de 53 a?os de edad. El trato, como cualquier persona madura hubiera previsto, era desigual: Maynard renunciaba a su vida y Salinger no renunciaba a nada. La relaci¨®n se convirti¨® en una suerte de adoctrinamiento por parte del maestro, que una vez saciado su capricho y desvelado el secreto de la inocencia, puso en manos de la ya no tan pura muchacha cincuenta d¨®lares y la mand¨® de vuelta a casa.
Como equipaje Joyce regresaba con una carga contradictoria, que consist¨ªa en la ligera sospecha de haber sido utilizada y en una orden tajante del maestro: prohibido divulgar cualquier aspecto de mi privacidad, que como todos mis seguidores saben, es sagrada. Porque tan cierto como que la intimidad de Salinger quiso ser vulnerada en algunas ocasiones era que sus lectores le consideraban una especie de santo en un retiro espiritual.
La pureza estaba en chicas de 14 a 18. Y duraba poco. Una vez que Salinger se saciaba las pon¨ªa en la calle
Ahora llegan, con bombo y platillo poco salingerianos, una biograf¨ªa, un documental, y la extravagante promesa de unos in¨¦ditos que comenzar¨ªan a publicarse en 2015, seg¨²n voluntad del autor. Si as¨ª fuera, el ermita?o Salinger ser¨ªa m¨¢s bien un extraordinario manipulador de su posteridad, un experto en marketing. Personalmente, no s¨¦ qu¨¦ m¨¢s se puede saber del genio. Leer¨¦, por supuesto, estos nuevos misterios desvelados de su vida, pero no estoy segura de sentirme c¨®moda haci¨¦ndolo. No por respeto a ¨¦l, que a estas alturas ni siente ni padece, sino porque sospecho que cada nuevo dato de su vida ha de aumentar su perfil de tipo manipulador y algo s¨®rdido.
Joyce publicaba un art¨ªculo en The New York Times esta semana: ¡°?Era Salinger demasiado puro para este mundo?¡±. Pregunta a la que ella misma respond¨ªa con un no rotundo. Las puras, las inocentes, eran las chicas enfermas de su literatura a las que ¨¦l desde su retiro echaba la ca?a. La tesis de los autores de la biograf¨ªa, Salerno y Shields, abunda en la idea de que el trauma de la Segunda Guerra Mundial llev¨® al autor a detestar el corrompido mundo y a buscar sin descanso la pureza. La pureza se encontraba en chicas de 14 a 18. Y duraba poco. Una vez que el autor se saciaba de ellas y apreciaba las primeras se?ales de madurez o corrupci¨®n, las pon¨ªa de patitas en la calle.
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