El ejemplo de Mandela
Comprendi¨® que una causa noble no legitima unos m¨¦todos innobles, que la guerra tiene su propia l¨®gica que empuja a golpear por golpear y que desemboca en que los combatientes acaben pareci¨¦ndose
Los trabajos de la Comisi¨®n de la Verdad y la Reconciliaci¨®n hechos en Sud¨¢frica suscitaron un coro de opiniones favorables e incluso muestras de admiraci¨®n en los pa¨ªses occidentales. Sin embargo, ninguno de esos Gobiernos ha tratado de modificar su propio sistema judicial para mezclar una dosis de justicia restaurativa, el principio que reivindicaba la Comisi¨®n, con la justicia punitiva que constituye la base de su sistema legal. La muerte de Mandela ha desencadenado una avalancha de homenajes de los jefes de Estado de todo el mundo. Pero resulta dudoso que pongan en pr¨¢ctica los preceptos que dej¨® en herencia el pol¨ªtico sudafricano.
Lo que distingu¨ªa a Mandela de otros opositores al r¨¦gimen del apartheid no fue su intransigencia frente a un sistema pol¨ªtico basado en la desigualdad entre los habitantes del pa¨ªs, ni la duraci¨®n y la determinaci¨®n de su compromiso. Lo que situ¨® su trayectoria en otro nivel y, podemos decirlo en retrospectiva, garantiz¨® su ¨¦xito fue una extraordinaria combinaci¨®n de sentido pol¨ªtico y virtud moral. Varios datos de su biograf¨ªa lo atestiguan.
Mandela y sus camaradas combatientes son condenados en 1964 a cadena perpetua, una pena que cumplen en la prisi¨®n de Robben Island. En el pa¨ªs se sigue reprimiendo violentamente toda forma de protesta. A mediados de los a?os setenta, se aprueba una nueva ley que provoca manifestaciones en las calles de Soweto, una ley que obliga a utilizar en la escuela el afrikaans, la lengua de los que mandan. Las manifestaciones se reprimen con un ba?o de sangre, hay centenares de muertos, miles de heridos, decenas de miles de condenados.
Desde su prisi¨®n, Mandela env¨ªa un mensaje de solidaridad con las v¨ªctimas. Al mismo tiempo, en las escasas horas libres que le deja el r¨¦gimen penitenciario de trabajos forzados, se consagra a una actividad sorprendente: empieza a aprender afrikaans y lee libros sobre la historia y la cultura de la poblaci¨®n blanca que habla esa lengua. Adem¨¢s, empieza a comportarse con sus guardianes de una manera que contrasta con el de otros presos y, en lugar de manifestarles su hostilidad y encerrarse en el rechazo a cualquier contacto con esos representantes del odiado r¨¦gimen, intenta comunicarse con ellos.
Renunci¨® a la violencia cuando pens¨® que iba a poder conseguir lo mismo con otros medios
Con esos gestos pretende reconocer, no la humanidad de las v¨ªctimas, que nunca se ha puesto en duda, sino la del enemigo, al que trata de comprender y ver como el enemigo se ve a s¨ª mismo. Mandela descubre que las actitudes arrogantes de los guardianes y sus jefes, m¨¢s que de su sentimiento de superioridad, proceden del miedo a perder sus privilegios y a sufrir la venganza de los que han vivido oprimidos. Entonces declara: el afrik¨¢ner es tan africano como sus prisioneros negros.
El segundo momento decisivo se produce unos 10 a?os m¨¢s tarde. Entre tanto, la situaci¨®n internacional ha cambiado, se aproxima el final de la guerra fr¨ªa, el peligro comunista ha dejado de ser una amenaza cre¨ªble y Sud¨¢frica se ha granjeado el oprobio de los pa¨ªses occidentales. Los gobernantes sudafricanos han comprendido que la evoluci¨®n del r¨¦gimen es inevitable y que necesitan a un interlocutor que represente a la poblaci¨®n negra. Los presos han sido trasladados a otra c¨¢rcel, en tierra firme. En 1988, despu¨¦s de un tratamiento m¨¦dico por tuberculosis, separan a Mandela de los dem¨¢s y vuelven a trasladarlo.
Sus camaradas protestan porque creen que se trata de una medida intimidatoria. Mandela, no solo acepta su nueva situaci¨®n, sino que se alegra de ella, porque le permite actuar de forma individual, sin sufrir la presi¨®n de los dem¨¢s. Ha descubierto que el individuo aislado siempre es menos radical que el grupo, porque no necesita estar pendiente de las miradas de los otros ni se ve obligado a entregarse a una especie de competici¨®n, y, al mismo tiempo, ha comprendido que, en la batalla que se avecina, las relaciones personales van a contar. No se distancia de su partido, el Congreso Nacional Africano (ANC), pero se libera de su vigilancia.
A principios de 1989, el primer ministro sudafricano Pieter Botha, partidario estricto del apartheid, sufre un derrame cerebral y siente que sus d¨ªas est¨¢n contados. Ya ha estado en contacto con Mandela por escrito: en 1985 le propuso la libertad a cambio de que el ANC renunciara a la violencia, pero Mandela lo rechaz¨®, porque no excluye la violencia por principio, como Gandhi, igual que tampoco la sacraliza. Renuncia a ella cuando piensa que va a poder conseguir lo mismo con otros medios.
La virtud moral del l¨ªder sudafricano no admite el abismo entre las palabras y los hechos de Estados Unidos
En julio de 1989, Botha invita a Mandela a tomar el t¨¦ en su casa. Su visitante contar¨¢ m¨¢s tarde que lo que m¨¢s le impresiona no son las palabras intercambiadas sino dos gestos min¨²sculos. Botha le tiende la mano nada m¨¢s verle, y luego es ¨¦l mismo quien sirve el t¨¦. Mandela descubre que no tiene ante s¨ª a la encarnaci¨®n del apartheid, sino a una persona. El trabajo en colaboraci¨®n y la conversaci¨®n son actos pol¨ªticos. Y Mandela decide no imponerse por la fuerza, sino buscar una situaci¨®n que sea aceptable para las dos partes. Resume su postura en dos puntos complementarios: otorgar los mismos derechos a todos (es decir, abolir el apartheid) y no castigar de forma colectiva a la minor¨ªa blanca.
Merece la pena recordar un ¨²ltimo episodio: en octubre de 1992, un grupo de antiguos presos del ANC, sospechosos de haber colaborado con el poder blanco, denuncian las condiciones en las que est¨¢n detenidos por sus camaradas. Mandela corta de ra¨ªz las negativas con las que pretenden excusarse los responsables y declara: ¡°Durante la mayor parte de los a?os ochenta, la tortura, los malos tratos y las humillaciones fueron moneda corriente en los campos del ANC¡±. Ha comprendido que una causa noble no legitima unos m¨¦todos innobles, que la guerra tiene su propia l¨®gica que empuja a golpear por golpear y que desemboca en que los combatientes acaben pareci¨¦ndose. Esa conclusi¨®n es la que hace que, despu¨¦s de su triunfo electoral, Mandela fomente la v¨ªa de la justicia restaurativa en detrimento de la?justicia punitiva.
En el bello discurso que pronunci¨® en el funeral de Mandela, Barack Obama dijo que todo hombre de Estado deb¨ªa hacerse esta pregunta: ¡°?He aplicado bien sus ense?anzas a mi propia vida?¡±. Obama destac¨® que la lucha contra el racismo ha proporcionado algunas victorias tambi¨¦n en Estados Unidos, pero que la guerra contra la pobreza y las desigualdades y en favor de la justicia social se encuentra todav¨ªa con s¨®lidos obst¨¢culos. Sin embargo, Obama no dijo ni una palabra de los combates que su pa¨ªs sigue librando con las armas y que tambi¨¦n evocan los comienzos de Mandela.
?Pueden afirmar que se inspiran en su ejemplo y su negativa a excluir al enemigo de una humanidad com¨²n cuando los sucesivos Gobiernos estadounidenses deciden encerrar a sus enemigos, reales o supuestos, en campos de prisioneros como el de Guant¨¢namo, enviar aviones no tripulados a pa¨ªses remotos para atacar tanto a sospechosos y culpables como a las personas que, por casualidad, se encuentran a su alrededor, vigilar mediante escuchas a la poblaci¨®n de su propio pa¨ªs y a los responsables pol¨ªticos y econ¨®micos de los pa¨ªses aliados? La virtud moral de Mandela no permite la existencia de un abismo semejante entre las palabras y los hechos.
Tzvetan Todorov es semi¨®logo, fil¨®sofo e historiador de origen b¨²lgaro y nacionalidad francesa.
Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia.
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