Ni ama ni en casa

Rose solo mira a los ojos cuando est¨¢ indignada, el resto del tiempo la vista se le pierde en la ventana por la que entra la luz del mediod¨ªa. A sus 35 a?os, la keniana habla a susurros la mayor parte del tiempo y evoca pocas cosas capaces de arrancarle una carcajada. Por extra?o que parezca, la vitamina D es una de ellas. De la retah¨ªla de medicamentos que ha tomado en el ¨²ltimo a?o para atajar los dolores que le imped¨ªan trabajar, es el ¨²nico que recuerda. ¡°A veces tienes problemas si no te da el sol¡±, puntualiza antes de soltar una risa cargada de sarcasmo, ¡°la se?ora me daba vitamina D porque yo no ve¨ªa el sol¡±.

Desde que lleg¨® a L¨ªbano en noviembre de 2012, Rose (nombre ficticio para proteger su identidad) ha estado encerrada, ¡°rodeada de paredes¡±, hasta que el cuerpo dej¨® de responderle. ¡°Estaba todo el d¨ªa en casa, empezaba a trabajar a las 6.00 y terminaba a las 22.00¡±, dice en un refugio para trabajadoras inmigrantes hu¨ªdas en las afueras de Beirut, ¡°cuando trabajas sin parar, el cuerpo se cansa y despu¨¦s del cansancio, viene el dolor¡±. Tras tres visitas al m¨¦dico, acab¨® por pedirle a la madam que le enviase de vuelta a Kenia. Ante la negativa, un d¨ªa se despert¨®, aprovech¨® que la puerta estaba abierta y corri¨® a su Consulado. ¡°Estaba enferma, a la se?ora no le importaba, solo me daba trabajo¡±, se excusa, ¡°trabajo, dolor, trabajo, dolor, trabajo, dolor¡­¡±.

En 2011, Naciones Unidas llam¨® la atenci¨®n al Gobierno liban¨¦s para que modificase la normativa que convierte el trabajo de empleada dom¨¦stica en una nueva forma de esclavitud. ¡°Cuando un trabajador es privado de conservar sus papeles (documento de identidad, pasaporte, permiso de trabajo, seguro) y no se le deja abandonar la casa salvo que el empleador lo permita o no se le permite contactar con la familia, amigos o asociaciones, ?no puede considerarse una relaci¨®n laboral normal!¡±, argumenta por correo electr¨®nico Zeina Mezher, responsable en L¨ªbano de la Organizaci¨®n Internacional del Trabajo (OIT).

Las trabajadoras est¨¢n atadas a un sistema de patronazgo, sin pasaporte ni derechos

El mayor escollo es, precisamente, la ley. Las trabajadoras extranjeras est¨¢n atadas a un sistema de patronazgo que les obliga a entrar en el pa¨ªs con un contrato firmado antes de viajar y en virtud del cual perciben un salario determinado (de unos 200 d¨®lares al mes, menos de 150 euros) durante un per¨ªodo de entre uno y tres a?os. En el momento en el que se importa una criada (por la que se paga en torno a 2.000 d¨®lares en concepto de gastos de viaje y gesti¨®n de los permisos de trabajo y residencia), su pasaporte pasa directamente de manos del agente de la Seguridad General en el aeropuerto al bolsillo de su empleador, si supera los tres meses de prueba en los que se puede devolver o cambiar sin siquiera pagarle, la empleada no volver¨¢ a estar en posesi¨®n de sus papeles, no puede trabajar para nadie m¨¢s, no puede establecerse como aut¨®noma y su libertad de movimiento queda restringida a que el jefe le de permiso para salir a la calle. Al finalizar el contrato, debe regresar a casa. Las trabajadoras que abandonan el trabajo o ¡°escapan¡± ¨Cun t¨¦rmino esclavista, subraya el soci¨®logo Ray Jureidini¨C son consideradas inmigrantes ilegales y encerradas en prisi¨®n hasta que son deportadas.

Su exclusi¨®n de la legislaci¨®n laboral las deja en un limbo legal en el que se convierten en un blanco especialmente vulnerable, seg¨²n Mezher, equivalente a las v¨ªctimas de trata de blancas. La explotaci¨®n es solo una de las vejaciones que soportan en un pa¨ªs donde enfrentan una doble discriminaci¨®n: como sirvientas y como extranjeras. De los 156.188 permisos de trabajo concedidos en 2011 (seg¨²n los ¨²ltimos datos disponibles), m¨¢s de 137.700 se concedieron a mujeres contratadas como internas. La mayor¨ªa llegan de Etiop¨ªa (en torno a un 33%), Bangladesh (21%), Filipinas (21%) o Sri Lanka (10%). La racializaci¨®n es tal que el gentilicio se usa como sin¨®nimo de empleada y ha llegado a convertirse en el enunciado de una categor¨ªa. Referirse a una "filipina" o a una "esrilanquesa" marca el status del hogar. Las filipinas tienen m¨¢s formaci¨®n, hablan ingl¨¦s y son m¨¢s caras. A las negras (tambi¨¦n kenianas, senegalesas o eritreas), ni se les menta.

Jureidini, investigador de la Universidad Americana de Beirut, es a¨²n m¨¢s espec¨ªfico. ¡°Es servidumbre contractual (indentured servitude)¡±, explica, ¡°un tipo de contrato que lleg¨® aqu¨ª a finales del siglo XIX para esquivar las leyes anti esclavitud, de forma que pod¨ªas controlar (a los criados) y comprar a esta gente y sus derechos a trav¨¦s de un contrato¡±.

La alarma salt¨® en 2008, cuando una ola de suicidios de empleadas dom¨¦sticas sac¨® los colores al Gobierno liban¨¦s y llam¨® la atenci¨®n de las agencias internacionales de derechos humanos. Seg¨²n datos de Human Rights Watch, entre enero de 2007 y diciembre de 2008, m¨¢s de 130 mujeres cayeron por una ventana o aparecieron ahorcadas en las casas de sus empleadores, en no pocas ocasiones, en el balc¨®n, a la luz del sol, donde pudiesen dejar de ser ¡°invisibles¡±, como ha calificado Gulnara Shahinian, relatora especial de la ONU para las nuevas formas de esclavitud.

La tendencia no se ha detenido. En 2013 el blog Ethiopian Suicides dio cuenta de al menos nueve muertes. El ¨²ltimo caso conocido se registr¨® en noviembre. Freda Davhin, una empleada bengal¨ª, fue encontrada colgando de un ¨¢rbol en el jard¨ªn trasero de la casa de su empleador liban¨¦s, seg¨²n el peri¨®dico Daily Star. En junio, la et¨ªope Naifa Niska Dalati, de 23 a?os, se at¨® al cuello un cordel para tender la ropa. Su cad¨¢ver fue encontrado en el ba?o y la autopsia revel¨® que estaba embarazada de seis meses.

Se enfrentan a una doble discriminaci¨®n: como sirvientas y como extranjeras

Los embarazos son, precisamente, uno de los asuntos m¨¢s delicados y una de las razones por las que se les impide salir a la calle con el objetivo de impedir que mantengan relaciones sexuales. En algunas ocasiones el problema tiene una r¨¢pida soluci¨®n, seg¨²n el padre Martin McDermont, sacerdote jesuita que trabaja con empleadas dom¨¦sticas extranjeras en L¨ªbano desde los a?os ochenta. ¡°Una chica se queda pre?ada, la se?ora (de la casa) llama a la agencia, la llevan a una cl¨ªnica, quiera ella o no, y el beb¨¦ desaparece¡±. De la tropel¨ªa de maltratos contra las criadas que lleva d¨¦cadas denunciando y persiguiendo, el caso de los abortos forzados le indigna especialmente, quiz¨¢ por la cantidad de energ¨ªa derrochada en diez a?os de persecuci¨®n contra un m¨¦dico que por fin les brind¨® las pruebas que necesitaban para llevar un caso a los tribunales: ¡°Se dej¨® trozos de beb¨¦ dentro de la chica¡±.

¡°El problema con este sistema es que los empleadores tienen un poder total sobre las chicas en sus casas¡±, critica McDermont, ¡°pueden cerrar la puerta y no dejarlas salir nunca, pueden tirarlas por la ventana¡­¡±. No exagera, testigos que jam¨¢s llegaron a ser interrogados por la polic¨ªa, menos a¨²n a declarar en un juicio, han relatado a EL PA?S c¨®mo los cr¨ªmenes que presenciaron se cerraban al d¨ªa siguiente con la noticia en los peri¨®dicos de un nuevo suicidio. Pa¨ªses como Bangladesh, Etiop¨ªa o Filipinas, han aprobado leyes que proh¨ªben a sus compatriotas viajar a L¨ªbano por trabajo o que regulan las condiciones, como la edad m¨ªnima.

A Alem (nombre ficticio) no le import¨® lo m¨¢s m¨ªnimo salir ilegalmente de su pa¨ªs. Con 19 a?os cogi¨® sus b¨¢rtulos y se fue de casa despu¨¦s de que un agente la reclutase en Etiop¨ªa. Sab¨ªa a d¨®nde iba y sab¨ªa a qu¨¦. ¡°Vine aqu¨ª para trabajar y ganarme un sueldo, quer¨ªa ayudar a mis padres, a mi familia, tengo seis hermanos y soy la ¨²nica chica, mi mam¨¢ nos prepar¨® para esto¡±, cuenta, ¡°llegu¨¦ y me puse a trabajar, mi problema es que no quer¨ªan pagarme¡±. Aguant¨® seis meses hasta que la agencia que la hab¨ªa tra¨ªdo a Beirut le dijo que dejase de limpiar y hacer la colada mientras ellos negociaban con la se?ora de la casa. Acab¨® baj¨¢ndose del coche cuando la jefa le llevaba de vuelta a casa tras confesar que entre los ¡°otros problemas¡± con los que ten¨ªa que cargar estaban las continuas insinuaciones del se?or, que m¨¢s de una vez le hab¨ªa pedido meterse en su cama.

Rola Abi Mourched, representante de Kafa, una asociaci¨®n libanesa que presta asistencia legal a empleadas dom¨¦sticas maltratadas, admite que en muchas ocasiones las mujeres regresan a sus pa¨ªses de origen sin ni siquiera denunciar. ¡°No es que tengan realmente otra opci¨®n¡±, critica, ¡°el problema con estos casos es que para cuando la empleada consigue escapar ya no hay pruebas y sin un informe forense corres el riesgo de que el caso se de la vuelta contra la empleada¡±.

La alarma salt¨® cuando una ola de suicidios de? sac¨® los colores al Gobierno liban¨¦s

¡°En muchas ocasiones lo que ocurre¡±, contin¨²a, ¡°es que el patrono que abusa de ella se niega a liberarla a menos que pague¡±. Es lo que hizo Marta, una et¨ªope que lleva en Beirut 15 a?os. Despu¨¦s de un a?o trabajando en la misma casa, empe?¨® el sueldo de diez meses en pagar a su antigua se?ora para que le devolviese sus papeles. Cuatro a?os m¨¢s tarde se cas¨® con su ¨²ltimo empleador, Suleiman, un liban¨¦s con pinta campechana que le triplica la edad y le ha dado un pasaporte y dos hijos.

Ahora regenta su propio restaurante donde sirve la comida picante de su tierra a otras empleadas africanas. ¡°Empec¨¦ con un local peque?o (un antro improvisado de apenas cuatro metros cuadrados reconvertido en barber¨ªa) para que comiesen all¨ª y no en la calle¡±, recuerda, ¡°aqu¨ª no hay sitios para que est¨¦n, todas trabajan en casa y tienen los domingos libres, como mucho; no tienen a nadie, ni nada que hacer, solo van y vienen¡±.

Daura, un barrio al este de la capital, es el centro neur¨¢lgico de la actividad de asueto de quienes tienen la suerte de salir un d¨ªa a la semana. Los domingos, el vecindario estalla en una algarab¨ªa de idiomas y el restaurante asi¨¢tico de Wilma Tondonian, como el et¨ªope de Marta, se llena a reventar. Cuando el sol comienza a caer, apenas cabe un alma en el mezquino s¨®tano que hace las veces de sala de karaoke, punto de encuentro de un buen n¨²mero de filipinas antes de volver a encerrarse en casa. ¡°Oh, the night is my world; city light, painted girl, in the day nothing matters¡±, se desga?ita Odesa, micro en mano, siguiendo la letra de Laura Branigan. Su figura escu¨¢lida parece escurrirse m¨¢s que contonearse a ritmo de la m¨²sica mientras disfruta de su ¨²nico d¨ªa subida en tacones de v¨¦rtigo y custodiada por dos hombres que no le quitan ojo ni a ella, ni a sus compa?eras. No volver¨¢ a salir hasta el pr¨®ximo s¨¢bado por la noche. Mira a la pantalla, no parece importarle el p¨²blico, coge aire y se lanza a por el estribillo: ¡°You take my self-control (me arrebatas el autocontrol)¡±.