Lo que saben ellas
Tambi¨¦n existen en Espa?a mujeres como la de Madoff
La primera alegr¨ªa de un s¨¢bado navide?o: ir al cine y encontrarte la sala llena. Hurra. La segunda alegr¨ªa de la semana: ir a ver la ¨²ltima de Woody Allen y que te entusiasme. Hurratracatr¨¢. Soy de buen conformar: con esto ya tengo alimento espiritual para lo que resta de fiestas. Con respecto a la alegr¨ªa 1, es obvio que me gusta comprobar c¨®mo hay espectadores que a¨²n mueven el culo para disfrutar de un filme, porque me consta que son muchos los acad¨¦micos de la legua que ven los estrenos en pantalla de ordenador dado que no tienen tiempo de practicar con el ejemplo. Con respecto a la alegr¨ªa 2, qu¨¦ quieren, a m¨ª que un individuo con 75 a?os demuestre que su talento est¨¢ que arde, aunque nos haya hecho dudar de ¨¦l estos a?os de periplo europeo, me ensancha el coraz¨®n. Quiere decir que no solo Woody Allen puede ser Woody Allen hasta que muera, tambi¨¦n los dem¨¢s podemos ir tan pichis a pesar de la fiera venganza del tiempo y no conformarnos con esa maldici¨®n que nos echan los neur¨®logos cuando afirman que las neuronas, con los a?os, se amojaman.
Ten¨ªamos la idea de que cualquier historia de ficci¨®n sobre la crisis hab¨ªa de ser por fuerza una tragedia, que no hab¨ªa m¨¢s tono posible que el dram¨¢tico para narrar lo que est¨¢ pasando, y en estas viene el viejo Allen, que no me hab¨ªa entusiasmado desde Match point, y cuenta el complej¨ªsimo camelo econ¨®mico que brot¨® en su pa¨ªs y se contagi¨® a Europa a trav¨¦s de un inesperado personaje, el de la mujer de un especulador financiero, y lo hace el hombre sin renunciar a su gracia y a su ligereza habitual. No nos avisa con redoble de tambores de que intenta capturar el signo de los tiempos, ni de que se dispone a certificar la putrefacci¨®n del capitalismo, no estamos ante la gran pel¨ªcula americana, no tiene las pretensiones, por ejemplo, de un Jonathan Franzen, que les ha hecho creer a muchos que no se puede entender Estados Unidos sin haber le¨ªdo Libertad; tanto es as¨ª que ha conseguido que se la lea, como si fuera una biblia del presente, el mismo presidente Obama. No es el caso.
Woody Allen se vale, como suele, de su habitual tono menor, trufa lo grave con humor e ilustra la acci¨®n con las canciones que escuchaba en la radio cuando era ni?o. Y a pesar de esa falta de pretensiones tan de agradecer, no he visto hasta ahora un punto de vista sobre la burbuja financiera m¨¢s original: se sirve de la decadencia mental de una mujer, Jasmine, esposa de un especulador inspirado en Bernard Madoff, que ve c¨®mo las riquezas basadas en el m¨¢s puro enga?o y en la ruina ajena que su marido acumul¨® quedan confiscadas. Jasmine tiene la cara y el cuerpo de Cate Blanchett, que se nos presenta como una versi¨®n de Blanche Dubois contempor¨¢nea, pero si el personaje de Tennessee Williams ven¨ªa a representar el derrumbe del universo de las damas del sur, en este caso se trata del descalabro final de unos cuantos sinverg¨¹enzas a los que el Estado, con su falta de regulaci¨®n, permiti¨® malgastar a su antojo los ahorros ajenos.
La historia se centra en ella, en esa mujer. Sabemos que Alec Baldwin representa a un Madoff cualquiera, pero ella encarna a un personaje m¨¢s desconocido, m¨¢s sofisticado. He visto a mujeres como esa entrando en las tiendas de Madison Avenue. Cierto es que muchas no poseen la elegancia natural de Cate Blanchett y lucen caras sometidas a m¨¢s operaciones, pero llevan el mismo uniforme: un pedazo de Herm¨¨s colgado del brazo, una chaqueta Chanel, unos zapatos de tac¨®n bajo. Hay una hora al d¨ªa, a eso de las doce, antes del almuerzo, en la que aparecen pertrechadas con unas enormes gafas de sol: un portero les abre la puerta de la tienda y un ch¨®fer les abre la puerta del coche. Son manos que jam¨¢s abren puertas, manos que no se manchan con los sucios negocios de sus maridos; mentes que lavan su conciencia con ciertas ocupaciones ben¨¦ficas; esp¨ªritus ociosos que buscan entretenimiento y razones para vivir en la decoraci¨®n de interiores y en el mantenimiento de una eterna juventud. Pueblan los peque?os bistr¨®s laterales entre Park y Madison y comen ensaladas sin ali?o. Las he visto. Tambi¨¦n existen en Espa?a, aunque aqu¨ª el dinero tienda m¨¢s a esconderse por aquello de la no ostentaci¨®n de la riqueza. Pero las hay. Cada pa¨ªs tiene las suyas. Comparten, en esencia, el ignorar de manera consciente de d¨®nde brota el dinero, llegando a autoconvencerse de que todo es producto del talento de su flamante marido. No son m¨¢s decentes que Carmela Soprano, la mujer de Tony, aunque tengan m¨¢s clase vistiendo. Si bien olvidan interesadamente los chanchullos econ¨®micos del c¨®nyuge, no llevan con tanta alegr¨ªa que este les ponga los cuernos. La raz¨®n por la que muchas de ellas salen de las tiendas como encogidas hacia delante, abraz¨¢ndose al bolso, es porque tienden a agacharse de manera refleja para que no les tropiece la tremenda cornamenta con el techo. De alguna manera los cuernos vienen en el pack que contiene un marido arribista, marrullero, embaucador. Cuando la mala suerte quiere que la justicia le eche el guante al maromo, ellas dicen que cre¨ªan que el dinero ca¨ªa del cielo. Y quieren que el mundo las crea.
No sab¨ªan nada. De los cuernos, tampoco (eso ya es cosa suya). Pero ya les vale (esto ya es cosa m¨ªa).
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