Vel¨¢zquez, un lector y mi padre
Los muros se derrumbaron, la calle entr¨® en la sala, nos llovi¨® encima, y hac¨ªa mucho fr¨ªo mientras Felipe IV, sus esposas, sus hijos, se convert¨ªan en seres desconocidos
Era el ¨²ltimo d¨ªa de la exposici¨®n sobre Diego Vel¨¢zquez y la familia de Felipe IV. Hab¨ªa amanecido un d¨ªa muy feo, fr¨ªo y lluvioso, impregnado de esa humedad invernal que cala verdaderamente hasta los huesos, pero los muros del Museo del Prado obraban una vez m¨¢s el misterioso prodigio de suspender la realidad exterior para instalar a sus visitantes en una isla privilegiada, ¨²nica, capaz de desarrollarse en s¨ª y por s¨ª misma, sin injerencia alguna del mundo real. O eso cre¨ªa yo, por lo menos.
¨CBuenos d¨ªas, perdonen que les moleste, s¨®lo quer¨ªa saludarles¡
Hasta ese momento, todo hab¨ªa sido caminar despacio, describir c¨ªrculos insistentes, pero no in¨²tiles, acercarse a un cuadro, luego a otro, mirar, comparar, fijarse en los detalles, es el mismo reloj, aqu¨ª a la izquierda, all¨ª a la derecha, los inveros¨ªmiles adornos de las pelucas de las infantas, los bigotes del rey, esa ternura con la que los pintores de la Corte de Madrid miraban a los ni?os s¨®lo mientras eran ni?os, la implacable crudeza que la reemplazaba en el instante en que se convert¨ªan en adultos¡ Hasta que un empleado del museo se acerc¨® a nosotros, pronunci¨® mi nombre, el de mi marido, y nos cont¨® su historia.
¨CEs que no s¨¦ si saben ustedes la situaci¨®n en la que nos encontramos los trabajadores del museo¡
En ese momento, los muros se derrumbaron, la calle entr¨® en la sala, nos llovi¨® encima, y hac¨ªa mucho fr¨ªo mientras Felipe IV, sus esposas, sus hijos, se convert¨ªan en seres desconocidos, remotos e insensibles, ensimismados en sus joyas, sus adornos, ajenos incluso a la genialidad del pintor que en su momento fue, simplemente un empleado m¨¢s, como el que nos estaba contando que aquel era su ¨²ltimo d¨ªa de trabajo despu¨¦s de doce a?os en la plantilla del Prado.
¨CPorque nos han obligado a hacer un examen, y hasta hora nunca hab¨ªa sido as¨ª, pero nos han impuesto un test de competencias personales, ese era el nombre, y las preguntas no se las pueden ni imaginar, que si ve¨ªamos luces, que si escuch¨¢bamos voces¡ Total, que s¨®lo han aprobado doce personas de unas doscientas. Todos los dem¨¢s nos vamos al paro, y lo que nosotros creemos es que quieren echarnos para contratar a gente m¨¢s joven, en peores condiciones, pagarles menos, en fin, ya se lo pueden imaginar, lo que est¨¢n haciendo en todas partes, y no podemos hacer nada, s¨®lo protestar, as¨ª que cuando les he visto, no s¨¦, perd¨®nenme¡
Ten¨ªa unos cuarenta a?os y se expresaba muy bien, seguramente porque, como nos dijo antes de entrar en m¨¢s detalles, lee mucho. Por eso nos hab¨ªa reconocido, y por eso, con la leg¨ªtima familiaridad que los lectores desarrollan hacia los autores a quienes conocen por sus textos, nos cont¨® su experiencia con naturalidad y palabras precisas, bien escogidas. Desde el punto de vista de la competencia verbal, resulta muy dif¨ªcil creer que suspendiera cualquier test, pero no s¨¦ nada m¨¢s excepto lo que leo, lo que veo, lo que escucho a diario en todas partes.
No soy periodista, y este art¨ªculo no es un reportaje, ni una denuncia, ni siquiera una pieza de informaci¨®n rigurosamente contrastada. S¨®lo quiero contar lo que viv¨ª, lo que me pas¨® en el Museo del Prado, un edificio que conozco bien desde que era muy peque?a, porque mi padre, que me llevaba de la mano a visitarlo muchos domingos por la ma?ana, presum¨ªa de que era capaz de describir las salas de los flamencos y los italianos, que entonces estaban en la planta baja, con los ojos cerrados. Su exhaustivo conocimiento era obra del amor, pero en principio no precisamente al arte. Mis abuelos maternos viv¨ªan muy cerca, en la calle de Lope de Vega, y cuando se hizo novio de una de sus hijas, no ten¨ªa dinero para invitarla a tomar algo todas las tardes. Por eso iba a buscarla y despu¨¦s la llevaba a pelar la pava en el museo, cuya entrada era entonces gratuita. As¨ª, el enamorado de una muchacha acab¨® enamor¨¢ndose tambi¨¦n de aquel edificio y de todo lo que conten¨ªa, y se esforz¨® por transmitir a sus hijos ese amor.
El recuerdo de mi padre, la seguridad con la que me anunciaba lo que ¨ªbamos a ver en la pared siguiente, la punta de su dedo ¨ªndice se?alando los detalles m¨¢s ocultos o inveros¨ªmiles en las obras de El Bosco, que eran su especialidad, me amarg¨® en el paladar aquella ma?ana. Mi lector, vigilante de sala al borde de la cola del Inem, no pod¨ªa saberlo, pero cuando me desped¨ª de ¨¦l, sent¨ª como pocas veces el paso del tiempo, la memoria de la inocencia perdida, la huella de una felicidad que duele al recordarla.
?Qu¨¦ pena!
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