La era de los ¡®selfies¡¯
La proliferaci¨®n del autorretrato de consumo instant¨¢neo revela una pulsi¨®n de inmediatez que ha empezado a cambiar nuestra cultura visual; la intimidad pasa a concebirse como una forma de exhibici¨®n
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Su elecci¨®n como la ¡°palabra del a?o¡± 2013 por el paradigm¨¢tico diccionario Oxford demostr¨® que selfie iba camino de convertirse en t¨¦rmino indispensable para la lingua franca de la tecnolog¨ªa. Hace poco volvi¨® a ser noticia, cuando la foto tomada en la ceremonia de los Oscar por la presentadora Ellen DeGeneres se convirti¨® en la m¨¢s compartida en la historia de twitter. Esos autorretratos instant¨¢neos, a un brazo de distancia, que tomamos con los tel¨¦fonos inteligentes y compartimos en las redes sociales han rebasado el estatus de moda pasajera para convertirse en s¨ªntomas estables: las m¨¢s recientes pruebas de una intimidad que ya no se concibe como variante del recogimiento sino como una forma de exhibici¨®n.
En el debate sobre su influjo creciente en la cultura visual de nuestro tiempo hay un amplio espectro de opiniones, con extremos apocal¨ªpticos e integrados. Estos ¡°fil¨®sofos del selfie¡± han descrito varios de sus rasgos m¨¢s sobresalientes: la inmediatez del ¡°ahora-somos-esto-y-lucimos-as¨ª¡±, que abarca desde el ¡°?miren donde estoy!¡± al ¡°?miren c¨®mo me veo ahora!¡±, o su radical intencionalidad; seg¨²n Jerry Saltz, el selfie, si bien est¨¢ rodeado de signos informales, nunca es accidental: implica un proceso de aprobaci¨®n y juicio previo por parte de quien lo pone a circular. A pesar de las apariencias, estas fotos tienen poco que ver con la espontaneidad. Muestran ansia de control, tanto por parte de las celebridades que buscan regalar su propia versi¨®n ¡°democr¨¢tica¡± de las relaciones p¨²blicas, como por parte del individuo com¨²n, que da la versi¨®n ¡°aprobada¡± de su propio avatar digital, aun como regalo para una multitud de desconocidos. En sus m¨²ltiples variantes (¨¢ngulo alto, de grupo, con pose estereotipada¡) el selfie es menos un testimonio de la vida moderna que un espejo controlado del yo donde la iron¨ªa queda arrinconada a la condici¨®n de ¡°efecto¡± prescindible.
Algunos de estos analistas aseguran que estamos ante un g¨¦nero visual amateur, cuya avasallante popularidad ha cambiado aspectos de la interacci¨®n social. Para otros, como Tara Burton, se trata de la variante democr¨¢tica del dandismo decimon¨®nico, un ¡°dandismo igualitario¡± en el que la tecnolog¨ªa consagra la posibilidad del artificio puro. Hemos pasado del dandy impasible, que trataba de crear la sorpresa permanente para distanciarse de la multitud, al triunfo del encuadre, no s¨®lo sobre la realidad, sino sobre la identidad.
En la feria digital de las vanidades, hay que decir, y decir ahora; hay que mostrar, y de inmediato
El selfie consagra la libertad de producir el efecto que uno escoja para proclamar ¡°¨¦ste soy yo ahora¡±. Es menos una cuesti¨®n de narcisismo que de voluntad de dominio: revela la necesidad de autoproponerse a trav¨¦s del control de la propia imagen. Esta suerte de segundo grado del narcisismo, no est¨¢, sin embargo, despojada de extra?eza: representa un intento de rescate del aura, cuya p¨¦rdida denunciaba Benjamin en su c¨¦lebre ensayo sobre la fotograf¨ªa en la ¨¦poca de la reproductibilidad. Pero es un aura desconectada de cualquier tradici¨®n o valor, puramente hedonista. Y aunque sus m¨¢s fervientes ap¨®stoles intentan rastrear sus or¨ªgenes en la cultura del autorretrato pict¨®rico (la foto de Obama, Cameron y la primera ministra danesa se ha comparado con Las Meninas: nunca vimos ese selfie, sino la imagen que mostr¨® c¨®mo se tomaba), lo cierto es que, m¨¢s all¨¢ de parecidos formales, su radical inmediatez excluye la condici¨®n del arte. En los selfies, como en la pintura o cualquier otra forma art¨ªstica, hay esbozos de pasiones humanas ¡ªpedazos de ficci¨®n, paranoia, voyeurismo¡ ¡ª, pero en un autorretrato pict¨®rico el artista quiere menos ofrecer su imagen que su arte; lo que propone es justo aquello que la autofoto instant¨¢nea reduce al m¨ªnimo: ese tiempo del yo reelaborado.
Lo que se pierde con el gregarismo de la cultura digital no es s¨®lo la forma tradicional de la intimidad como aislamiento ante el mundo sino el espacio en blanco, la temporalidad reparadora que exige cualquier sintaxis art¨ªstica. Detr¨¢s de ella hay tambi¨¦n una sedimentada cultura de la percepci¨®n, que nos ha hecho producir, consumir y apreciar el arte.
En esa feria digital de las vanidades, hay que decir, y decir ahora; hay que mostrar, y de inmediato; hay que hacerse famoso, y mejor ahora: hay que ser ¡ªy ser para los otros¡ª en el ahora radical de una identidad instant¨¢nea que pugna por competir con la avalancha de lo intrascendente usando sus mismas estrategias.
De creer en los resultados de recientes experimentos neurol¨®gicos, necesitamos que nuestra vida transcurra m¨¢s all¨¢ de esa exigencia de inmediatez. As¨ª como para seguir viviendo hay que beber cada noche esas peque?as dosis de muerte que llamamos sue?o, y dejar la puerta abierta a poderes de purificaci¨®n y redistribuci¨®n, a nuevas sintaxis entre lo cotidiano y lo imaginario, tambi¨¦n todo el arte y la cultura moderna de Occidente llevan consigo la propuesta de un lapso, un tiempo o un espacio en blanco para la producci¨®n del significado trascendente.
Es eso lo que est¨¢ en juego y lo que ha empezado a cambiar en esta nueva era digital, donde se masifica y se consagra el d¨¦ficit de atenci¨®n: la estructura perceptiva que ha funcionado durante siglos como andamio sentimental y cultural.
El selfie es menos un testimonio de la vida moderna que un espejo controlado del yo
Una reciente pel¨ªcula de Spike Jonze traslada estos cambios a la pregunta por el amor, ese ep¨ªtome de nuestra identidad emocional. El protagonista, un hipster elevado a la condici¨®n de hombre sin atributos de un mundo hiperdigitalizado, ha roto con su novia y busca un consuelo para su soledad en la conversaci¨®n con un sistema operativo hiperinteligente. De quien, casi enseguida, acaba enamor¨¢ndose. Esa voz sin cuerpo, cuya capacidad de aprendizaje instant¨¢neo la lleva a proyectar ¡ªde manera convincente, virtud de un gui¨®n cuidado¡ª el espectro de habilidades, dudas y afectos de un ser humano, es en realidad la realizaci¨®n instant¨¢nea del profundo deseo de ser amado. Basta reparar en esos momentos en que el protagonista se filma y fotograf¨ªa para que su ¡°novia¡± se haga una imagen de ¨¦l, para que lo ¡°mire¡±. Ah¨ª la interfase se revela claramente como lo que es: un simple (y a la vez complej¨ªsimo) espejo. La armon¨ªa de la relaci¨®n estriba en su exclusi¨®n del Otro: lo modela como una horma a partir del propio yo. De la misma manera que el primer consumidor de un selfie es quien lo toma, esta pel¨ªcula se llama Her, y no She: Ella (la Voz de la Amada, una Amada hecha Voz, que me record¨® aquel apunte de Adorno en Minima Moralia sobre la voz de una mujer al tel¨¦fono, la gratia y la "certeza ¨ªntima de lo nunca visto") existe en tanto es vista, o mejor dicho, sentida por el protagonista desde el posesivo ¡ªno s¨®lo como variante gramatical.
El amor devenido escenario para una dramaturgia de posesi¨®n digital, amour fou de la nueva era, pero tambi¨¦n exhibici¨®n de nuestra dependencia de lo inmediato. Una vida ¡°normal¡± en el mundo de Her requiere ese amor perfecto que ha de conducir directamente a la felicidad, como una de esas soleadas y perfectas carreteras californianas. Y tal posesi¨®n bien merece algunos sacrificios, incluida la corporalidad.
En plena ordal¨ªa de una cultura hipervisual, Jonze juega a proponernos una imagen ausente, una voz que recorre nuestro espectro afectivo y entrega una m¨ªnima porci¨®n de lo sublime. Pero en el fondo lo que no ha cambiado es nuestra necesidad de ver al otro como un objeto a la medida de nuestras necesidades. Her es la historia de amor entre un hombre desesperado y su selfie amoroso. Es cierto que se trata de una selfie sin rostro, cuya voz tiene todos los matices de la profundidad y la belleza, pero al final tambi¨¦n resulta ser un objeto: proyecci¨®n enmarcada del af¨¢n de decir 'aqu¨ª estoy'. Esa felicidad lleva en s¨ª el germen de su corrupci¨®n: ha sido fabricada a la medida, obviando el azar, el inefable placer del tiempo fugado, la virtud de aquello que escapa a cualquier intento de posesi¨®n y realizaci¨®n inmediata.
Ernesto Hern¨¢ndez Busto es ensayista (premio Casa de Am¨¦rica 2004). Desde 2006 edita el blog de asuntos cubanos PenultimosDias.com.
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