Euroesc¨¦pticos
Circular por el centro de Bruselas en hora punta, un d¨ªa lluvioso, puede ser desesperante. La primera vez que vine a esta ciudad, hace medio siglo, Bruselas era una floreciente capital europea, con un centro algo descosido de resultas de la guerra: espacios verdes y edificios suntuosos, interrumpidos por otros modernos hechos deprisa y sin respeto por el encaje de lo nuevo en lo viejo. Para la Exposici¨®n Universal de 1958, famosa por el Atomium que simbolizaba en aquella ¨¦poca incierta lo mejor y lo peor del presente y el futuro, Bruselas hab¨ªa construido una red de t¨²neles urbanos que dejaba boquiabierto al visitante: los autom¨®viles circulaban bajo tierra y la calle era para los peatones. Hoy los t¨²neles siguen ah¨ª, pero la calle es un caos. Esto y los grandes centros gubernamentales de la Uni¨®n Europea pervierten la impresi¨®n del forastero. La explanada donde me apeo articula varios bloques descomunales. Aqu¨ª no es f¨¢cil orientarse y he de preguntar varias veces, y otras tantas deshacer lo andado. La gente es amable pero expeditiva. Centenares de personas van y vienen, absortas y apresuradas. La eficiencia parece ser un fin en s¨ª. Esto es un no-lugar, y los de fuera, un estorbo.
M¨¢s tarde, en privado y en el curso de una relajada conversaci¨®n con varios funcionarios, surge la preocupaci¨®n cr¨®nica: c¨®mo hacer que los europeos se sientan europeos. Los datos que aportan justifican el desaliento. Las elecciones al parlamento europeo solo mueven a los descontentos; en muchos pa¨ªses estas elecciones son un mero sondeo para elecciones internas, a veces, un recurso para recolocar pol¨ªticos desubicados. Por no hablar del euroescepticismo rapante. El resto es rutina y confusi¨®n. Suena agorera la palabra desafecci¨®n.
Me atrevo a sugerir que la cuesti¨®n est¨¢ mal planteada. La Uni¨®n Europea fue creada precisamente para desterrar el sentimiento que ahora la propia organizaci¨®n reclama. El orgullo cantonal, la frontera excluyente, la pulsi¨®n hegem¨®nica. Dulce et decorum est pro patria mori, como dijo el dulce y decoroso Horacio. Lo contrario es justamente la desafecci¨®n, la indiferencia y el olvido. Nadie es consciente de su buena salud hasta que la pierde, y lo mismo ocurre con la paz y con la libertad. Pongo el ejemplo de los ordenadores personales. En las primeras d¨¦cadas de su aparici¨®n todas las reuniones terminaban siendo un debate sobre los ordenadores: opiniones encontradas y quejas por las limitaciones y los fracasos. El ordenador era un intruso en la vida personal. Luego eso pas¨® y hoy todos utilizamos el ordenador con naturalidad, como lo que es: una m¨¢quina ¨²til, con sus ventajas e inconvenientes. El proyecto de una nueva Europa cumplir¨¢ su cometido cuando sea algo parecido: una m¨¢quina en la que nadie piense, en la que todos vivan tranquilos, con plena desafecci¨®n. Durante dos milenios Europa fue un conjunto de potencias avasalladoras. A hora y media en coche de Bruselas, pueden visitarse los inmensos y melanc¨®licos cementerios de la Primera Guerra Mundial, cuyo centenario conmemoramos este a?o. Que Europa haya dejado de ser lo que era es una buena noticia para Europa y para el mundo entero. Pero llevamos el antiguo idealismo impreso en los genes y es ingrato pensar que el enorme esfuerzo que se hace en Bruselas consiste en administrar la jubilaci¨®n de la belicosa emperatriz.
En B¨¦lgica se encuentran algunas de las ciudades m¨¢s hermosas del mundo. Bruselas no les va a la zaga, pero ha tenido que sacrificar una parte de su encanto para albergar los mastodontes administrativos y el correspondiente enjambre de pol¨ªticos y funcionarios que impone el aparato. Los rincones apacibles, los encantadores barrios residenciales, los espl¨¦ndidos parques han quedado fuera. Bruselas es un hervidero de comisarios, parlamentarios, asesores y empleados de alto nivel, gente que pasa las horas en un no-lugar, mientras fuera llueve y el tr¨¢fico sigue atascado, trabajando para conseguir una estable, un¨¢nime y ut¨®pica desafecci¨®n.
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