Con dos dedos
No soy aficionado a las pel¨ªculas de terror y no s¨¦ lo que ahora predomina, pero tengo la impresi¨®n de que los efectos especiales permiten y fomentan una visi¨®n directa del horror f¨ªsico, con especial hincapi¨¦ en deformidades y mutaciones. En mi infancia los recursos t¨¦cnicos no eran tan convincentes y el terror se basaba en situaciones que escenificaban los miedos at¨¢vicos del ser humano, la materia de la que est¨¢n hechas nuestras pesadillas. Un tema recurrente era la hipnosis: individuos muy perversos se hac¨ªan con el control de la mente del o de la protagonista y le obligaban a realizar actos tremendos. Bela Lugosi, Peter Lorre, Vincent Price y unos cuantos m¨¢s pose¨ªan esta rara habilidad, adem¨¢s de contar con el vestuario adecuado. M¨¢s tarde, la guerra fr¨ªa trajo la variante pol¨ªtica del lavado de cerebro. Los rusos, los chinos e incluso los coreanos del norte dominaban una t¨¦cnica que el mundo occidental ignoraba o prefer¨ªa ignorar por repugnancia ¨¦tica, y mediante la cual un detenido, sometido a interrogatorio prolongado, en el cuarto de las ratas, con acompa?amiento de incesante goteo, se convert¨ªa en el brazo ejecutor de actos infames, generalmente magnicidios, con solo ver una imagen o escuchar una palabra trivial. Contra esta dominaci¨®n, hipn¨®tica o de lavado sin m¨¢cula (el inicio de la guerra fr¨ªa coincide con el auge de los electrodom¨¦sticos) no cab¨ªa resistencia ni ant¨ªdoto: una vez hipnotizado, solo el hipnotizador pod¨ªa devolver al sujeto la libertad mental, en lenguaje escol¨¢stico, el libre albedr¨ªo; cualquier intervenci¨®n externa, as¨ª fuera del psic¨®logo m¨¢s versado en estos casos, no solo era infructuosa sino que pod¨ªa redundar en grave perjuicio de la v¨ªctima, si no en su muerte instant¨¢nea. En cambio, para el hipnotizador la cosa no ofrec¨ªa dificultad. Bastaba hacer clic con el pulgar y el dedo medio y la persona sometida volv¨ªa en s¨ª como si tal cosa, sonriente y feliz y sin recordar nada de lo que hab¨ªa hecho durante el trance.
Cuando ve¨ªa estas pel¨ªculas experimentaba una gran angustia. No me preocupaba caer en manos de un desalmado que se valiera de sus poderes magn¨¦ticos para inducirme al crimen, pero s¨ª me aterraba la posibilidad de estar sometido a alguien que se divirtiera a mi costa y me obligara a hacer patochadas en p¨²blico. Hacer el rid¨ªculo es uno de los terrores de la adolescencia. Ahora sigo sin temer que la CIA o el KGB me utilicen como instrumento de sus p¨¦rfidos planes y he perdido en buena medida el miedo al rid¨ªculo esc¨¦nico. En cambio, con el paso de los a?os recuerdo de un modo especial aquel gesto nimio que en una fracci¨®n de segundo transformaba una m¨¢quina en un ser humano, un asesino sin piedad en un probo ciudadano y una sucesi¨®n de actos sangrientos en algo ajeno, de lo que su autor no ten¨ªa que responder ni arrepentirse.
Esta larga reflexi¨®n me vino a la cabeza hace unos meses a prop¨®sito del Papa Francisco, el cual, a poco de colocarse la tiara pontificia, pronunci¨® una frase memorable. ?Qui¨¦n soy yo para juzgar a un gay? Creo entender lo que quiso decir el pont¨ªfice. Lo que no entiendo es por qu¨¦ ninguno de los presentes le aclar¨® qui¨¦n era, es decir, la cabeza visible de una instituci¨®n que desde hace dos milenios se dedica precisamente a juzgar a todo el mundo. Francisco, che, que sos el Papa. Pero seguramente soy yo el que se equivoca. Seguramente aquellas pel¨ªculas en blanco y negro, disparatadas y sobreactuadas ten¨ªan raz¨®n, y basta con o¨ªr el chasquido de unos dedos para salir del sue?o y despertar en un mundo normal y bondadoso y olvidar un largo trayecto de delitos y culpas. Me equivoco yo como se equivocaba el juicioso psic¨®logo que pretend¨ªa arreglar las cosas de un modo cient¨ªfico, con remedios proporcionados a los hechos. Porque la v¨ªctima no quer¨ªa saber nada de los hechos y menos a¨²n del papel desempe?ado en su realizaci¨®n. Solo quer¨ªa atravesar una puerta y encontrarse en otra dimensi¨®n, y para eso la soluci¨®n es algo tan sencillo como chascar dos deditos.
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