Bobo-Dioulasso y sus rojos, el cobre, unas voces...
Autor invitado: Nuno Cobre (*)
Siga aqu¨ª las entregas anteriores de la serie 'Viaje a Burkina Faso'
Viaje a Burkina Faso (4). Dirigirse al Oeste significaba la excusa perfecta para apreciar los paisajes burkineses. ¡°Hay que salir pronto¡±, hab¨ªa advertido Gaston. De modo que me puse dolorosamente en pie a las 5.45 am. Un madrug¨®n que se veng¨® durante todo el d¨ªa. Gaston surgi¨® con otro Mercedes que se ca¨ªa. Un nuevo milagro inexplicable hac¨ªa andar aquel cacharro con una facilidad que insultaba. El conductor sonri¨® sin ganas y me dijo que primero ten¨ªa que llevar el ¡°coche¡± al taller. Acept¨¦ con dos muecas y nos acercamos a un conjunto de casas semiderruidas donde varios tipos se congregaron alrededor del motor, el cual expulsaba un humo sospechoso.
Mientras tanto, yo jugaba con unos ni?os que se re¨ªan y se asustaban ante la presencia inusitada del hombre blanco por aquellos lares. Todo iba de risas y miedo.
¡°Listo¡±, dijo un descamisado tras cerrar el capote con fuerza y Gaston y yo salimos rumbo a Bobo. El paisaje se mezclaba de sequedad y el verde. Casas de adobe y techos de paja aparec¨ªan en medio de las nadas. M¨¢s arboles, m¨¢s marr¨®n, nuevos verdes. 375 kil¨®metros separaban Uagadug¨² de Bobo, pero el buen estado de la carretera y la magia de este Mercedes a punto de desarmarse pero alcanzando los 120 kil¨®metros por hora, hizo que el viaje nunca mereciese el calificativo de pesado.
El caso del Mercedes era para hacerle reverencias y m¨¢s reverencias, ?hasta el pl¨¢stico que cubr¨ªa la cabeza de la palanca de velocidades sali¨® despedido por la ventana! como el protector de dientes de Frazier cuando Al¨ªle solt¨® un manotazo en Manila. Y como si nada. Observabas el superviviente veh¨ªculo y no dejaba de constituir un fen¨®meno paranormal: toda la espuma carcomida, todo desconchado¡ y el h¨¦roe a 120 kil¨®metros por hora. Aplausos.
Llegamos a Bobo-Dioulasso en plena tarde, mientras el sol a¨²n resist¨ªa numantinamente. Gaston me hab¨ªa afirmado siete veces en Uagadug¨² que conoc¨ªa Bobo desde las u?as de los pies a los pelos de la cabeza, pero cuando regresamos a la misma plaza por tercera vez en veinte minutos, descubr¨ª que era su primera vez en este gran pueblo poblado de anchas y largas avenidas que daban cabida a un traj¨ªn comercial fluyendo a buen ritmo y ofreciendo de todo a trav¨¦s de centenares y difusos microcosmos africanos que se levantaban en cada esquina. Gente y cosas. Que van y que vienen. Quiz¨¢s el cansancio quer¨ªa trasladarme a una de sus dimensiones confusas, pero mientras merode¨¢bamos por Bobo, ¨¦sta me sab¨ªa a un color entre rojo y oxidado, un rojo m¨¢s rojo, de cobre pero rojizo. Eso era Bobo-Dioulasso.
Justo cuando el sol amenazaba con irse, encontramos un hotel que respond¨ªa al nombre de L¡¯Auberge, saludando bajo un corte entre musulm¨¢n y colonial, que aguardaba una omnipresente piscina en el interior. Mi cerebro y mi cuerpo quer¨ªan que me tendiese sobre la cama, aspiraban al reposo. Por eso no me import¨® que el recepcionista bajo un retrato de Compaor¨¦, escribiese mal mi nombre (ya van tantas en mi vida) y me fui directo a la habitaci¨®n, donde deshice la poca maleta que tra¨ªa y me puse el ba?ador sin querer. ?Por qu¨¦? ?Qui¨¦n lo dice? Seguramente quer¨ªa dormir, pero era tan temprano que cerrar los ojos se convert¨ªa en una actividad deprimente. Vino la decisi¨®n: entre el sue?o y el agua, opt¨¦ finalmente por la v¨ªa acu¨¢tica y baj¨¦ para darme un ba?o que llen¨® mi d¨ªa de vatios y otras energ¨ªas.
Luces. Fuerzas. Me recost¨¦ sobre la hamaca un rato, seguramente pensando una vez m¨¢s que pintaba yo aqu¨ª, de nuevo lidiando con un sol cruel.
El agua salpicada sobre mis brazo derecho hizo que me fijase en la piscina donde un joven tunecino se daba un ba?o con dos bellas adolescentes. No creo que ni llegasen a los seis mil doscientos cinco d¨ªas por cabeza. Fuera, en otra de las hamacas, viv¨ªa una chica tambi¨¦n muy atractiva que andaba m¨¢s ocupada en escuchar m¨²sica y teclear su m¨®vil. El tunecino magreaba sin tapujos y con todo el consentimiento l¨²dico de las muchachas, las cu¨¢les se iban alternando para complacer al jeque.
Mi mirada de reojo volvi¨® al punto original. M¨¢s tarde almorc¨¦ un arroz al lado de una familia francesa. Pr¨¢cticamente todo el turismo ven¨ªa de Francia. Mientras me iba llevando cucharadas de arroz a la boca, se me iban cerrando los ojos. Primero uno, luego el mismo uno, m¨¢s tarde el otro, y as¨ª¡ Sin darme cuenta, me hallaba ya dentro de una cama, con unos ojos ca¨ªdos pero que se abrieron varias veces durante una noche de cobre y m¨²sicas extra?as combin¨¢ndose con algunas voces terrenales, de ultratumba, quiz¨¢s en torno al funeral de un jefe de una aldea cercana bajo el ritual de las F¨ºtes des Masques. Algo ten¨ªa Bobo-Dioulasso.
(*) Nuno Cobre es autor del blog Las palmeras mienten
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