La Monarqu¨ªa no es el problema
Sobre la base del consenso de 1978, el pr¨ªncipe Felipe es un s¨ªmbolo de la uni¨®n imperfecta de las Espa?as bajo la que aceptamos unas reglas comunes que permitan a los ciudadanos vivir su vida en libertad
La Monarqu¨ªa parece una afrenta a los principios democr¨¢ticos. ?C¨®mo puede nacer una persona con m¨¢s privilegios que los dem¨¢s? ?No debemos ser meritocr¨¢ticos y democr¨¢ticos en todo? Tal razonamiento parece conducir a la Rep¨²blica como ¨²nica forma de Estado justificable. Por ello, en estos ¨²ltimos d¨ªas muchos ciudadanos se preguntan: ?por qu¨¦ no cambiar nuestra forma de Estado? De forma paralela, la autodeterminaci¨®n de Catalu?a o el Pa¨ªs Vasco tiene una apelaci¨®n emocional y l¨®gica obvia: ¡°Queremos elegir nuestro destino¡±. Muchos ciudadanos, especialmente en Catalu?a, se preguntan: ?por qu¨¦ no?
Es cierto que en Espa?a hay mucho que reformar. Muchas instituciones, incluso las m¨¢s sagradas, est¨¢n podridas. Los mismos partidos que se llenan la boca hablando del respeto a las instituciones las ultrajan cada d¨ªa nombrando a personas corruptas y sin competencia para las magistraturas m¨¢s elevadas, desviando recursos de formaci¨®n, empleo o de desarrollo a su bolsillo, protegiendo a criminales reconocidos. Los ciudadanos, particularmente los m¨¢s j¨®venes, tienen la sensaci¨®n, que creo justificada, de que siempre pagan los mismos y de que el sistema los excluye. En las ¨²ltimas elecciones europeas los ciudadanos han mandado un mensaje inequ¨ªvoco: las cosas tienen que cambiar.
Pero, compartiendo el enfado general que sienten los ciudadanos, creo que la deriva republicana e identitaria que est¨¢ tomando este enfado lleva a un callej¨®n sin salida, conduciendo las energ¨ªas de los ciudadanos en direcciones improductivas, y haci¨¦ndoles ignorar lo que realmente requiere su urgente atenci¨®n. En Espa?a hay que reformarlo todo, instituciones econ¨®micas, pol¨ªticas y sistema educativo, en profundidad, pero en mi opini¨®n no es necesario ni productivo para ello alterar los dos pilares clave del consenso constitucional: la Monarqu¨ªa y la unidad de Espa?a.
Un pa¨ªs como Espa?a es un compromiso hist¨®rico de muchos para vivir juntos. No es una bandera, un himno, una emoci¨®n. Son muchas banderas, himnos y emociones, no solo para cada pueblo, sino para cada ciudadano. Contrariamente a lo que imaginan los nacionalismos identitarios que ponen al volk, el pueblo, como centro de referencia de todas las cosas, cada uno tenemos muchas identidades a la vez y elegimos una en cada momento seg¨²n el contexto, como el economista Amartya Sen ha argumentado con elocuencia en su libro Identity and violence. Por ejemplo, dependiendo del contexto, yo soy vallisoletano, espa?ol, europeo, castellano, economista, disc¨ªpulo de Gary Becker y de Sherwin Rosen, europe¨ªsta, utrechtense, de ¡°la London¡± (LSE), positivista, madridista (aunque delbosquista y antimourinhista), liberal, dem¨®crata, de clase media, pro-Almod¨®var (y por tanto, antiboyerista), bergmaniano (de Ingrid, no de Ingmar) y much¨ªsimas cosas m¨¢s.
Espa?a es un compromiso hist¨®rico de muchos himnos, banderas y emociones
Al leer mi lista, el lector tendr¨¢ diferentes reacciones emocionales: simpat¨ªa (¡°qu¨¦ bien, un liberal, como yo¡±), disgusto (¡°qu¨¦ horror, es del Madrid, yo que cre¨ªa que era del Bar?a¡±), incluso enfado (¡°ser¨¢ tonto el t¨ªo, mira que no darse cuenta de que Almod¨®var es un fraude y Boyero la fuente de toda sabidur¨ªa¡±). Nadie se puede ¡°identificar¡± emocionalmente con todas estas identidades, pero nadie, seguramente, sentir¨¢ disgusto por todas ¡ªincluso el polit¨®logo posmoderno, bergmaniano (sector Ingmar), arabista / antieurope¨ªsta, seguidor del Bar?a (sector Laporta) estar¨¢ dispuesto a tomar conmigo con rabia y vehemencia la bandera com¨²n del antimourinhismo¡ª. En fin, que ni yo, ni nadie, tiene una identidad, sino muchas, y todas conviven. Como dice Sen, el ¡°solitarismo¡± identitario no solo es moralmente peligroso, sino descriptivamente err¨®neo.
La posici¨®n opuesta que argumenta que solo una identidad importa, y a una identidad corresponde un pueblo y un Estado, es el origen de una tragedia hist¨®rica. El final de la I Guerra Mundial se articul¨® alrededor de los Catorce puntos de la declaraci¨®n del presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, al Congreso en enero de 1918. El principio conductor de estos puntos era la autodeterminaci¨®n de los pueblos y la construcci¨®n de Estados que reflejaran las naciones. El error de este principio lo hemos visto a lo largo de la historia de los ¨²ltimos 100 a?os de forma repetida, desde la ¡°unificaci¨®n¡± de todos los alemanes, incluidos por ejemplo los de Austria y Sudetes en Checoslovaquia, en 1938, hasta la protecci¨®n por Vlad¨ªmir Putin de los ¡°pobrecitos¡± indefensos rusohablantes de Ucrania Oriental. Imaginen el caos que provocar¨ªa la aplicaci¨®n de este principio en India, donde hay 29 lenguas con m¨¢s de 1 mill¨®n de personas que las hablan, 22 de las cuales son oficiales, miles de castas y m¨²ltiples religiones.
Lo contrario a estos principios identitarios es el proyecto europeo que intentamos construir desde 1951, y el proyecto de Espa?a que tratamos de construir desde 1978. Se trata de dejar a un lado las identidades exclusivas y emocionales, basadas en el orgullo de ser alem¨¢n o espa?ol, o castellano, o la historia ¨²nica de los andaluces o la identidad hist¨®rica de los asturianos, o catalanes, o vascos; y ser, simplemente, ciudadanos, part¨ªcipes en una serie de derechos y obligaciones comunes, en un ¨¢rea de libertad individual y de libre comercio y circulaci¨®n, espa?ola y europea. Porque identidades fuertes, con soporte hist¨®rico, les guste o no a catalanes y vascos, en Espa?a hay muchas y todas con derechos hist¨®ricos y sustento emocional. El ¡°yo m¨¢s¡± no es una reacci¨®n infantil, es que la historia e identidad hist¨®rica de Asturias, de Andaluc¨ªa (el Reino de Granada), de Canarias o de Arag¨®n (eso s¨ª fue un reino, al contrario que otros) tienen, desde el punto de vista del que las siente, la misma legitimidad emocional e hist¨®rica que la suya.
El peligro de un proceso en el que se cuestionen los fundamentos mismos del Estado, la Monarqu¨ªa y la unidad de Espa?a, es que tal proceso abre la veda para que todas estas emociones se lancen a una abierta competencia (yo m¨¢s) que solo puede terminar en el ¡°?Viva Cartagena!¡±, la exclusi¨®n de los ¡°traidores¡± y la divisi¨®n de familias y amigos en sus identitarias ¡°solitaristas¡±.
Las derivas republicanas e identitarias, de la mano del enfado general, llevan a callejones sin salida
Este proceso desintegrador, en un caso extremo, pero desgraciadamente no imposible ¡ªvista la historia de nuestros pueblos¡ª, es descrito de una forma bell¨ªsima por el reciente libro de Antonio Mu?oz Molina La noche de los tiempos. El libro narra c¨®mo de un d¨ªa a otro, en el verano de 1936, la ciudad universitaria de Madrid pasa de ser un oasis de tranquilidad para el estudio y la reflexi¨®n a un monumento a la salvajada y el odio, con fusilamientos diarios de los diferentes. El libro nos recuerda lo delicado de los arreglos informales e instituciones que ahora, en algunos pa¨ªses, en los ¨²ltimos tres siglos (y en Espa?a solo en los ¨²ltimos 40 a?os), han conseguido el progreso econ¨®mico y la libertad de los hombres, y que est¨¢ de nuevo, como ha estado siempre, amenazado por populistas, bolivarianos, absolutistas y radicales de todo signo (nacionalistas de derecha ¡ªFN¡ª y neocomunistas de izquierda).
Lo contrario a este proceso disgregador es reconocer las limitaciones de cualquier arreglo humano, que para eso es humano. Nunca vamos a estar del todo c¨®modos, siempre vamos a tener que aceptar muchas imperfecciones. Pero Espa?a solo ha pasado unas pocas cortas d¨¦cadas como democracia constitucional en toda su historia. Se trata de aceptar las limitaciones de lo que tenemos, de la Monarqu¨ªa y de nuestra imperfecta democracia, para, trabajando de forma aumentada y progresiva, conseguir ir hacia un Estado m¨¢s democr¨¢tico, seguramente plurinacional, imperfecto tambi¨¦n, s¨ª, pero que permita a los ciudadanos realizar sus aspiraciones como personas. Por ello, las enormes y profundas reformas que nuestro pa¨ªs requiere, y sin las que la poblaci¨®n se ver¨¢ abocada a elegir la ruptura bolivariana o nacional, deben de partir de la s¨®lida base del consenso de 1978, articulado en torno a la unidad de Espa?a y la Monarqu¨ªa constitucional.
Y el pr¨ªncipe Felipe, la Monarqu¨ªa, es un s¨ªmbolo de esta uni¨®n imperfecta de las Espa?as, bajo la que aceptamos unas reglas comunes que permitan a los ciudadanos vivir su vida en libertad. Por eso, desde la esperanza, el posibilismo reformista y regeneracionista, y el deseo de lo mejor para nuestro pa¨ªs, debemos desear (y yo le deseo) a don Felipe de Borb¨®n y Grecia un largo y pr¨®spero reinado.
Luis Garicano es catedr¨¢tico de Econom¨ªa y Estrategia en la London School of Economics y autor de El dilema de Espa?a (Pen¨ªnsula, 2014).
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