Facilidad de palabra
Hay mucho charlat¨¢n ahora, sobre todo en la pol¨ªtica y la prensa
A los ni?os ingleses les ense?an a defender aquello en lo que no creen y aquello en lo que creen; de ese ejercicio, en la escuela, en la universidad, han salido algunos de los mejores parlamentarios del mundo; pero tambi¨¦n gracias a esa ense?anza se han formado escritores como Christopher Hitchens o Martin Amis, ilustres polemistas, capaces de ponerse en una trinchera y luego en la otra, tan s¨®lo por el gusto de discutir.
Esa pr¨¢ctica de no quedarse tranquilo con un argumento y buscar las razones del contrario se hizo imprescindible en la ¨¦poca socr¨¢tica y ha seguido hasta nuestros d¨ªas, aunque en Espa?a ya se sabe que el garrotazo imper¨® mucho m¨¢s que el entendimiento. Entre nosotros, sin embargo, ha habido ilustres cultivadores de esa esgrima. De ellos selecciono dos cultivadores contempor¨¢neos que resultan legendarios, los actores Fernando Fern¨¢n-G¨®mez y Adolfo Marsillach. Fernando te retorc¨ªa tus argumentos hasta hacerlos irreconocibles, y luego los devolv¨ªa a la mesa como si fueran tuyos, y eran los suyos. ?C¨®mo lo hac¨ªa? No era exactamente un malabarista, pero estaba acostumbrado a no comulgar con la primera rueda de molino que le ofrecieran.
El otro d¨ªa habl¨¦ con Javier Mar¨ªas, por el centenario pr¨®ximo de su padre, y me cont¨® lo que hac¨ªa don Juli¨¢n (el joven Mar¨ªas lo ha contado en la novela Tu rostro ma?ana, entre otros sitios): cuando le dec¨ªas la primera opini¨®n te obligaba a rebuscar una segunda, y a¨²n una tercera, para que siguieras pensando. Era una manera de educar en lo que sab¨ªas y en poner de manifiesto lo que ignorabas; y sobre todo era una forma de advertirte contra la jarana de las ocurrencias.
La astucia socr¨¢tica de Fern¨¢n-G¨®mez era sutil pero terminante; de ese car¨¢cter que se acompa?aba de una voz atronadora tiene mucha responsabilidad la leyenda de que era un hombre implacable, cuando el hecho cierto era que en una discusi¨®n, si hab¨ªa charlatanes, s¨®lo procuraba hacer notar su sensatez a veces en forma de mandobles; segu¨ªa los argumentos hasta las ¨²ltimas consecuencias, y al final te dejaba tranquilo pero exhausto: ¨¦l hab¨ªa ganado, pero t¨² no ten¨ªas ni idea del momento en que ya te perdiste entre los ovillos de sus argumentos.
Marsillach trataba tus argumentos, para desmontarlos igualmente, con la sutileza de un monje. Luego te los devolv¨ªa hechos trizas, porque no le hab¨ªan servido, pero t¨² te ibas de la discusi¨®n, o de los argumentos, con el traje intacto y creyendo, adem¨¢s, que lo hab¨ªas dejado convencido de lo que pensabas cuando empezaste a hablar. De ello son testimonio, en ambos casos, no s¨®lo los recuerdos de sus conversaciones (ah¨ª est¨¢ La silla de Fernando, de Trueba-Alegre), sino sus numerosos art¨ªculos, a los que conviene volver en tiempos de verborrea, que son ¨¦stos.
Tanto uno como otro, genios de la escena y de las cenas, lo que hac¨ªan, verdaderamente, era huir de los charlatanes, de esos personajes cuya facilidad de palabra los hace parecer brillantes e indestructibles, cuando lo que de verdad manejan son lugares comunes que amasan con la destreza de los vendedores de feria.
Ahora hay mucho de eso en Espa?a, y sobre todo en la pol¨ªtica y en la prensa espa?ola. Cada vez que los charlatanes mojan la lengua en el populismo barato que los ampara yo me acuerdo de Fernando y de Adolfo, como ant¨ªdoto de esa enfermedad que consiste en hablar para que el otro no hable.
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