La isla de la piedra y la paja

Abdul tiene 11 a?os y juega por las calles de Ilha de Mo?ambique, a escasos tres kil¨®metros de la costa norte del pa¨ªs africano. Solo o en compa?¨ªa de su amigo Mohamed, de la misma edad, pasa parte de sus horas libres a la caza de alg¨²n turista despistado a quien acompa?ar en busca de un alojamiento, restaurante o, simplemente, pasar con el extranjero un rato con el que romper la rutina. ¡°Dame dinero¡±, pide en portugu¨¦s estirando la mano. La negativa no le hace cambiar su sonrisa y se ofrece a ense?ar los rincones de esta isla que de punta a punta se recorre andando en poco m¨¢s de media hora. ¡°?De mayor? Quiero trabajar con turistas o ser m¨¦dico¡±, contesta casi m¨¢s para contentar a su interlocutor que por convicci¨®n.
La isla es un peque?o para¨ªso lleno de historia que trata de sobreponerse a su pasado m¨¢s reciente compatibilizando la reconstrucci¨®n de su patrimonio y la conservaci¨®n del estilo de vida de sus vecinos, impregnados de la filosof¨ªa que la prisa mata. No siempre es f¨¢cil y nunca es barato emprender una operaci¨®n que case cotidianeidad y turismo.
En la isla no hay nada, no hay m¨¢s actividad comercial que una escasa flota pesquera, las peque?as tiendas que se nutren de la mercanc¨ªa de la provincia de Nampula y restaurantes y hoteles cada vez m¨¢s abundantes para absorber la demanda tur¨ªstica.
La gracia de esta isla es que parece que el tiempo se detuviera hace cuatro d¨¦cadas, concretamente en julio de 1975 cuando la declaraci¨®n de la independencia de Mozambique de Portugal provoc¨® la huida de los ciudadanos de origen portugu¨¦s, es decir, blancos, que hab¨ªan erguido imponentes casas y edificios p¨²blicos.
Una mujer vende fruta en las puertas de una casa rehabilitada, en una zonade la ciudad de piedra. Foto: Marta Rodr¨ªguez
Es la llamada ciudad de piedra que se levanta unos metros por encima de la ciudad macuti, la paja con la que los primeros residentes, es decir, negros, constru¨ªan sus casas. El conjunto, la suma de ambas partes, la de piedra y la macuti, llev¨® a la Unesco a declarar la isla Patrimonio de la Humanidad en 1991.
Desde entonces hay un programa de rehabilitaci¨®n y promoci¨®n, tutelado por Mozambique, aunque avanza lentamente.
Un hotelero que prefiere mantener escondida su identidad, critica que la actual legislaci¨®n es excesivamente conservacionista que m¨¢s que preservar el patrimonio provocar¨¢ una inflaci¨®n de precios. El Ministerio no ha respondido al requerimiento de c¨®mo se lleva a cabo la inspecci¨®n del desarrollo del programa.
Seg¨²n el empresario, la ley permite s¨®lo comprar propiedades a mozambique?os pero es f¨¢cil sortear esta limitaci¨®n ¡°con dinero¡±. Las grandes casonas de piedras que quedaron vac¨ªas y con los muebles puestos se han ido rehabilitando a medida que encuentran nuevo propietario. Algunas albergan hostales y restaurantes que con ese se?or¨ªo que da la piedra suplen, a veces, el lujo. Quiz¨¢ la construcci¨®n es un sector en alza en esta peque?¨ªsima isla, a tenor de los andamios y trabajadores que carretean cemento.
Unos ni?os juegan en la ciudad 'macuti' a la sombra de un enorme ¨¢rbol. Foto: Marta Rodr¨ªguez
Pero hay muchas otras casas, igual de imponentes, que parecen abandonadas, con la pintura desconchada, vac¨ªas, sin luz ni agua aunque en realidad est¨¢n llenas de vida. Una familia de ocho miembros come en lo que parece que era el viejo patio de la mansi¨®n y hoy es un espacio lleno de trastos y malas hierbas. Es la hora de la cena y comen en el suelo, cerca del fog¨®n de carb¨®n que calienta una olla llena de verduras y pollo. Detr¨¢s de ellos, se adivina un interior majestuoso o, mejor, de un pasado majestuoso.
¡°Vivimos aqu¨ª, compramos la casa¡±, dicen medio en makhuwa, la lengua bant¨² primaria de la isla, medio en portugu¨¦s. Poco m¨¢s. Siguen comiendo como si no hubiera ning¨²n visitante hasta que en la despedida murmuran un adi¨®s.
Lo mismo pasa por la ma?ana, cuando una adolescente barre la entrada de la mansi¨®n que asegura que es suya e invita a entrar. El interior conserva a¨²n trazas de la pintura original de la casa pero est¨¢ vac¨ªo, s¨®lo con una peque?a cocina y unas cuantas estoras de paja que tradicionalmente se usa para dormir.
¡°En realidad son casas que las compran extranjeros, mucho americano, alem¨¢n¡±, afirma el mismo hotelero. ¡°Las escrituran a nombre de mozambique?os y les permiten vivir, as¨ª tambi¨¦n cuidan la propiedad pero cuando la Ilha sea un gran centro tur¨ªstico y las mansiones valga un dineral qu¨¦ ser¨¢ de esta gente¡±, se lamenta.
En esa ciudad de piedra, de calles m¨¢s o menos ordenadas, que seguramente en su esplendor estaban limpias y empedradas, se respira un aire de decadencia que claramente est¨¢ despertando del letargo. Ni?os jugando en las entradas de las casas, tiendecillas sencillas o vecinos protegidos del sofocante calor en cualquier esquina dan vida durante las horas de luz pero al caer la noche las pocas farolas dan una imagen casi fantasmal.
En la punta, el fuerte de S?o Sebasti?o enfatiza a¨²n m¨¢s a esa Ilha que fue la primera capital portuguesa de Mozambique, mucho antes de que se trasladara hasta el entonces Louren?o Marques, que se rebautiz¨® tras la independencia como Maputo.
En la otra punta, justo en el extremo isle?o del puente se erige el laberinto de callejuelas del barrio de macuti. La zona es sin¨®nimo de ambiente, de gente en las calles, del colorido de las telas de las mujeres, de gritos de los ni?os, que como Abdul juegan y se buscan la vida lejos de las faldas de sus madres. Es tambi¨¦n sin¨®nimo de miseria y pobreza, de no saber qu¨¦ hacer con el futuro.
Malaika tiene 18 a?os y explica que se pasa las tardes sentada en la casa que comparte con una t¨ªa suya. Si hay alg¨²n turista que la invita a dar una vuelta por la isla se apunta y, con suerte, a parte de un refresco pasar¨¢ un rato distra¨ªda. ¡°La escuela no me gusta pero quiero estudiar y ser m¨¦dico¡±, dice sin mucho desparpajo pero dispuesta a mostrar la huella musulmana de la isla.
Estructura t¨ªpica del tejado de una casa de 'macuti', protegida por la Unesco. Foto: Marta Rodr¨ªguez
Malaika y Abdul son musulmanes, igual que buena parte de la poblaci¨®n. Los musulmanes llegaron antes que los portugueses y dieron la religi¨®n y los nombres a la poblaci¨®n. Sin embargo, musulmanas y cristianas comparten su amor por la vestimenta colorida, aunque unas lleven velo y las otras luzcan sus mejores pelucas, el pelo imposiblemente estirado o esas trenzas que son una aut¨¦ntica obra de arte.
A parte de los hoteles, lo ¨²nico que est¨¢ bien restaurado son las iglesias y mezquitas que hay en la isla. En cambio, el viejo hospital que en su d¨ªa fue un centro de referencia del ?frica austral, languidece e intenta atender a los centenares de pacientes que se esperan sentados en el suelo.
La entrada del hospital, un enorme edificio con columnas cl¨¢sicas de blanco deslucido, recuerda la importancia que tuvo en sus tiempos y la incertidumbre de su futuro. ¡°Tenemos poqu¨ªsimos medios, casi no hay nada¡±, se queja un joven m¨¦dico que sale de su consulta a llamar al siguiente paciente.
¡°La Ilha tiene algo especial que te atrapa¡±. Quien habla es Raul da Luz, portugu¨¦s de ra¨ªces mozambique?as que est¨¢ montando Carramo, su propia empresa de actividades tur¨ªsticas. ¡°En mi casa ?frica siempre ha estado presente, mi madre nos ha transmitido a mis hermanos y a mi ese amor que ella a¨²n siente, despu¨¦s de casi 40 a?os de irse¡±, detalla este joven con castellano de suave acento andaluz, que no puede ocultar su ilusi¨®n de haber encontrado en el polvoriento registro civil la partida de nacimiento de su progenitora.
El futuro de esta isla pasa, as¨ª, por el turismo pero tambi¨¦n por dar una vida digna a sus escasos 2.000 habitantes. ¡°No hay trabajo, no hay nada ni nadie nos ayuda¡±, grita un treinta?ero sentado junto a un grupo de amigos que ignoran los colores rojizos de una puesta de sol que llena el alma.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.