Peque?a cr¨®nica de una coronaci¨®n
Hay actos que bien podr¨ªan confundirse con funciones teatrales. Y al teatro acudimos, aun reconociendo su mentira, porque es all¨ª donde reconocemos nuestros sue?os, nuestras fantas¨ªas, nuestros deseos
Tambi¨¦n la monarqu¨ªa, a juzgar por el barullo que se ha organizado estos d¨ªas, tiene su discreto encanto, como aquella burgues¨ªa de que habl¨® Luis Bu?uel. Veamos en qu¨¦ consiste. Una familia es elegida por un poder misterioso para representar a un pueblo, que asume mansamente este designio fuera de toda justificaci¨®n racional. En otro tiempo, tal poder dimanaba de la divinidad. Algo as¨ª como si Dios mismo eligiera a una familia especial para poner un poco de sensatez en ese caos que es la vida del hombre en el mundo. Con la llegada de las democracias modernas son los ciudadanos los que eligen a sus gobernantes a trav¨¦s del sufragio. La vieja idea de una familia sagrada no deber¨ªa tener cabida en este nuevo orden y sin embargo algunos pa¨ªses se empe?an en conservarla sin que por eso, y esto es lo extra?o, les vaya peor que a aquellos que la han desechado.
Un acto como el de la coronaci¨®n del nuevo rey bien podr¨ªa confundirse con una funci¨®n teatral. Una funci¨®n donde un grupo de actores, adultos e infantiles, representan una obra donde dan vida a personajes que pertenecen a un mundo y un tiempo anterior al nuestro. Hay una diferencia entre el teatro y lo que acabamos de ver. En el teatro, cuando la funci¨®n termina, los actores abandonan la escena y regresan exhaustos a sus vidas ordinarias; mientras que aqu¨ª los actores siguen apegados a sus personajes y se van por las calles saludando a unos y a otros como si se negaran a aceptar que el tel¨®n se baj¨®. Y lo curioso es que lejos de tomarlos por locos, no son pocos los que les siguen la corriente y se agolpan en las aceras para saludarlos, que es lo que hac¨ªan duques, venteros y cabreros cuando se encontraban con don Quijote, y a este le daba por hablarles de caballeros andantes, de cuevas encantadas o de la olvidada Edad de Oro. Pero ?acaso el nuevo rey nos ha hablado de cosas as¨ª? Porque si los duques segu¨ªan el juego a don Quijote no era para re¨ªrse de ¨¦l, o no s¨®lo, sino porque algo les dec¨ªa que aquellas bellas locuras que escuchaban de sus labios ocultaban viejas verdades olvidadas por los hombres. Es lo que pasa cuando vamos al teatro, que aun reconociendo su mentira, acudimos a verlo porque es all¨ª donde reconocemos nuestros sue?os, nuestras fantas¨ªas, nuestros deseos.
El nuevo Rey no debe olvidar que la gente m¨¢s humilde es la ¨²nica que cree de verdad en ¨¦l
Recuerdo haber visto en mi ciudad, en los tiempos de la transici¨®n, una pintada que dec¨ªa as¨ª: ¡°Los reyes, a los cuentos¡±. Y, ciertamente, es en cuentos y leyendas donde reyes, pr¨ªncipes y princesas tienen su verdadero reino. La realeza no simboliza entonces un estado de privilegio sino de autorrealizaci¨®n personal. Es rey quien muestra en plenitud lo que es, quien representa la verdad de los suyos. Por eso la rosa es la reina de las flores, y cuando los amantes se dan ese t¨ªtulo est¨¢n hablando del esplendor que halla cada uno en los brazos del otro. Rey m¨ªo, les dicen las madres a sus ni?os peque?os, pues representan la plenitud de sus vidas, y hasta llamamos silla de la reina a ese asiento que forman dos personas asi¨¦ndose por las mu?ecas para llevar a otra en volandas. ¡°Somos¡±, escribe Ionesco, ¡°como Cenicienta, que vive en la espera de una transfiguraci¨®n del mundo, que vive en la espera de unas horas de fiesta fastuosa, gloriosa; el resto del tiempo estamos aqu¨ª harapientos en las sucias caba?as de la realidad. Es como si vivi¨¦semos en un letargo profundo. Nos despertamos, de vez en cuando, por unos instantes, y luego nos zambullimos de nuevo en el sue?o vac¨ªo¡±. La presencia de los reyes responde en cuentos y leyendas a un deseo humano esencial, el deseo de transfiguraci¨®n. Por eso es importante que cuando, por alg¨²n accidente inexplicable, alg¨²n rey o alguna reina se cuele en el mundo real, no olvide el mundo al que pertenece. Eso esperan los que creen ingenuamente en ellos, que traigan a la vida de cada d¨ªa la verdad de los cuentos.
La verdadera amenaza para los reyes no est¨¢ en los pobres republicanos, sino en los que les celebran y jalean (por cierto, ?por qu¨¦, de pronto, hay tantos?), y, naturalmente, en las mismas casas reales. Algo as¨ª pasa con la religi¨®n. Ese mundo de romer¨ªas, de v¨ªrgenes descoloridas en remotas ermitas, de velas encendidas, de peque?os exvotos, ese mundo de calladas oraciones, de di¨¢logos con los difuntos y espera de los ¨¢ngeles, ?a qui¨¦n puede molestar? Hablan de la honda tristeza de la vida, de la necesidad de consuelo, del radical desamparo del ser humano frente a la injusticia, la enfermedad y la muerte. No, no es de ese mundo tan humilde del que debemos huir, sino de los falsos sacerdotes y de su af¨¢n de manipulaci¨®n y dominio. Y no hay m¨¢s que ver las reverencias forzadas, y un tanto rid¨ªculas, de algunas damas de nuestra derecha para darse cuenta de que tambi¨¦n hay dos formas de visitar un palacio. En realidad, estas damas se mueven por los salones como si todo aquello ¡ªlos jarrones dorados, los tapices, la guardia que rinde honores, la servidumbre que sirve, hasta el mismo rey y la reina¡ª les perteneciera.
Para la pobre gente un palacio es otra cosa: un lugar donde podr¨ªan dejar de sufrir. Memorias y deseos / de cosas que no existen. No es extra?o, por eso, que est¨¦n dispuestos hasta a perdonar a los reyes sus ego¨ªsmos y sus enredos familiares, porque ?qu¨¦ familia no los tiene? En todas hay desavenencias, deslealtades, madres que lloran por las noches, parientes que roban. Ni siquiera les importa que su reina no parezca feliz, pues ?qui¨¦n es feliz en este mundo tan cruel? ?Pobrecita princesa de los ojos azules! / Est¨¢ presa en sus oros, est¨¢ presa en sus tules, / en la jaula de m¨¢rmol del palacio real; / el palacio soberbio que vigilan los guardas, / que custodian cien negros con sus cien alabardas, / un lebrel que no duerme y un drag¨®n colosal.
La verdadera amenaza para los Reyes no est¨¢ en los pobres republicanos, sino en los que les jalean
No, no ha sido acertado el discurso del nuevo rey. Por demasiado cauto y formal, por haber sido pensado para complacer a las instituciones y justificarse a s¨ª mismo y a la Corona antes que para contentar a su pueblo. Pero ?a qui¨¦n le interesa defender una abstracci¨®n como la Corona? El nuevo rey no deber¨ªa olvidar que es la gente m¨¢s humilde la ¨²nica que cree de verdad en ¨¦l, y que es de ella de la que debe hablar. Hablar de sus problemas y de las injusticias que padece, de la desigualdad creciente del mundo en que viven, de ese imperio del dinero que amenaza con destruir el sue?o de un bien com¨²n. Hablar, en suma, de la necesidad de un Estado que corrija las desigualdades y que ampare a los que m¨¢s lo necesitan. Porque si no es para hablar de todo eso, para hablar de verdad de lo que le pasa a su pueblo, ?para qu¨¦ este necesitar¨ªa fantasear con un rey?
Por eso, de toda la ceremonia, lo m¨¢s hermoso sin duda eran las dos princesas. Fi¨®dor Dostoievski dec¨ªa que la salvaci¨®n s¨®lo puede venir de los ni?os, y daba gusto ver los rostros luminosos de las peque?as en un ambiente tan carente de poes¨ªa. Todo a su alrededor ¡ªel silencio forzado de unos, las ovaciones interminables de otros, las expresiones de sublime aburrimiento de nuestros anteriores presidentes¡ª resultaba previsible y sin demasiado inter¨¦s. S¨®lo ellas no parec¨ªan saber muy bien qu¨¦ pasaba all¨ª, ni entender gran cosa de lo que los adultos hac¨ªan ¡ªy es mejor que no lo aprendan nunca¡ª, como le habr¨ªa pasado a cualquier ni?o en esa situaci¨®n. Permanec¨ªan discretamente sentadas, obedientes a sus padres, y sus pies colgaban de las sillas en sus bailarinas doradas (?o no eran doradas?). En Espa?a hay tres millones de ni?os que viven en el umbral de la pobreza y esos dos pares de piececitos flotando indefensos a dos palmos del suelo les representaban a todos. ?Se dieron cuenta los que estaban all¨ª?
Gustavo Mart¨ªn Garzo es escritor.
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