Los intocables del pa¨ªs invisible
Burundi ha ido curando sus recientes heridas pero la integraci¨®n social es todav¨ªa un reto
Cuando en 2005 Emmnuel Nengo termin¨® sus estudios de Lengua y Literatura Africana en la Universidad de Burundi, a buen seguro que sinti¨® una gran satisfacci¨®n. Derrotaba una creencia mil veces escuchada: ¡°Los batwa sois tontos y pobres. No ten¨¦is inteligencia para estudiar¡±.
Emmanuel, que posteriormente complet¨® su formaci¨®n con estudios de Derecho internacional en Francia gracias a una beca de Naciones Unidas, es uno de los seis miembros de la comunidad batwa ¡ªpigmeos¡ª con formaci¨®n superior. ¡°A pesar de las dif¨ªciles condiciones, conseguir un t¨ªtulo universitario fue un desaf¨ªo para m¨ª. Una prueba de que los batwa no son menos inteligentes que el resto de burundeses¡±, asegura Emmanuel, hoy secretario general de UNIPROBA, una organizaci¨®n que trabaja por la integraci¨®n de los pigmeos.
A los pigmeos de la regi¨®n de los Grandes Lagos se les denomina desde?osamente batwa. En Burundi, son unos 100.000, el 1% de una poblaci¨®n que supera los diez millones (85% hutus y 14% tutsis). Presentes en otros ocho pa¨ªses de ?frica subsahariana, este pueblo n¨®mada de cazadores y recolectores de peque?a talla es uno de los primeros pobladores del continente. La deforestaci¨®n de parte de las selvas africanas durante el siglo XX, diezm¨® la caza, su forma de subsistencia. De amos de los grandes bosques a testigos de su transformaci¨®n en tierras de cultivo, pasto, plantaciones comerciales y m¨¢s recientemente en zonas protegidas para la caza.
Las dificultades a las que alude Emmanuel son una pesada losa que obstaculiza el progreso de esta etnia. Desde que fueron colonizados y sometidos por hutus y tutsis en el siglo XVI, han vivido apartados, sufriendo marginalidad, el desprecio del resto de la sociedad y la p¨¦rdida de tierras y recursos naturales. Sus vecinos no comen con ellos ni beben de los mismos pozos, no les dejan pasar a sus casas, ni les aceptan como c¨®nyuges. Carecen de documentos, son m¨ªseros entre los pobres, visten harapos, son analfabetos, jam¨¢s acuden al m¨¦dico y los ni?os no conocen las vacunas. La mayor¨ªa no alcanza los 50.
Las tasas de escolarizaci¨®n entre los batwa son demoledoras. Seg¨²n algunos estudios, s¨®lo el 12% de los ni?os pigmeos frecuentan la escuela, el 0,3% la secundaria y seis han conseguido un t¨ªtulo universitario. La extrema pobreza de las familias batwa dificulta que los ni?os asistan a la escuela, y los que acuden no reciben precisamente una bienvenida calurosa. ¡°Los profesores y alumnos nos humillaban dici¨¦ndonos que no ¨¦ramos burundeses. Nos insultaban y a veces hasta nos pegaban si hac¨ªamos mal los deberes¡±, recuerda Francine Nibitanga, 19 a?os. Para Emanuel Kabumga, 21, la reivindicaci¨®n es contundente: ¡°Queremos justicia para todos los batwa. Deseamos el mismo derecho que tiene las otras etnias¡±. Y Venant Nzirubusa, 23, ve el futuro con optimismo. ¡°Todav¨ªa sufrimos la herencia hist¨®rica, pero las cosas est¨¢n cambiando poco a poco y el gobierno est¨¢ haciendo mucho por nuestra integraci¨®n¡±.
La esperanza de vida en Burundi es de 47 a?os, una de las m¨¢s bajas del mundo
Los tres son alumnos del centro Cardenal Tonini, en Gitega. Un internado fundado en 2003 y gestionado por religiosos cat¨®licos al que asisten m¨¢s de un centenar de escolares, el 90% batwas, donde viven y estudian primaria, secundaria y la formaci¨®n de oficios de mec¨¢nica, ebanister¨ªa e industria textil.
Burundi es un pa¨ªs peque?o e invisible. El pa¨ªs atrapado. ¡°El falso gemelo de Ruanda¡±, que escribiera Colette Braeckman en Terreur Africaine. ¡°Mismos paisajes, misma poblaci¨®n. El parecido es, sin embargo, enga?oso¡±. No tiene la misma historia. "Pero la tentaci¨®n del etnicismo traspas¨® la frontera y la Historia se hizo tr¨¢gica¡±. La violencia entre hutus y tutsis caus¨® m¨¢s de 200.000 muertos durante casi una docena de a?os de conflicto. Cientos de miles de burundeses se convirtieron en desplazados internos o se refugiaron en pa¨ªses vecinos.
Un h¨¢bitat disperso sobre mil colinas mal conectadas por caminos imposibles de transitar. Furgonetas y camiones ruidosos transportan a pasajeros hacinados como corderos. Miles caminan por arcenes y veredas. Viejas bicicletas acarrean cargas imposibles de bananas, sacos de grano y madera por caminos que serpentean pendientes de v¨¦rtigo. Casas de adobe, paja y cinc salpican las laderas y los altiplanos. Cultivos de pl¨¢tanos, jud¨ªas, mandioca, arroz y cacahuetes roban espacio a lo poco que queda de selva. De cada esquina aparecen ni?os, muchos ni?os all¨ª donde se mira. Casi la mitad de la poblaci¨®n tiene menos de 14 a?os. Visten prendas ro¨ªdas, del color de la tierra, del polvo rojo que todo lo tizna. Una estampa monocroma de la pobreza.
Bernard Lesay, de 82 a?os, misionero franc¨¦s de la congregaci¨®n de los Padres Blancos, corpulento y de sorprendente vitalidad lleva m¨¢s de medio siglo trabajando en ?frica. Recuerda su primer contacto con los pigmeos en 1972. ¡°Me dec¨ªan que no necesitaban la catequesis porque pensaban que no ten¨ªan alma¡±. El padre Bernard ha dedicado gran parte de su vida a hacerles visibles y a desarrollar su conciencia. ¡°Son considerados por la sociedad como bandidos. Los pigmeos tienen mucho en com¨²n con los gitanos y los intocables de la India porque viven aislados y despreciados por los dem¨¢s. Pero lo aceptan como normal. Se han acostumbrado¡±, asegura. ¡°La palabra clave es integraci¨®n. Hay que integrarles para no considerarles parias¡±, afirma convencido.
Al volante de un todoterreno, el misionero atraviesa la peque?a comunidad de Gatwe, habitada principalmente por hutus. Decenas de ni?os corretean frente a la escuela local. A las afueras, el poblado batwa, donde 24 familias se benefician de un programa de seguridad alimentaria financiado por la ONG espa?ola Manos Unidas. Han abandonado las chozas tradicionales de barro y paja para construir modestas casas de adobe y tejas. ¡°Es fundamental proporcionarles una casa digna para fomentar su integraci¨®n", asegura el padre Bernard. ¡°Cuando viven en chozas se les desprecia, pero al habitar casas como los dem¨¢s, se les considera personas, se les integra".
Los pigmeos reciben a los visitantes extranjeros cantando y bailando bajo una espesa nube de polvo. Un ni?o amarrado a la espalda de su madre llora angustiado. Ella r¨ªe cubri¨¦ndose la boca con la mano. Cuenta que a menudo le amenaza con entregarle a los blancos cuando no se porta bien. El chiquillo nunca antes hab¨ªa visto uno, y ahora lo tiene delante.
Un matrimonio sonriente ¡ªparecen octogenarios y apenas han cumplido los 50 a?os¡ª muestra entusiasmado su nueva casa. Han dejado atr¨¢s su vieja caba?a. ¡°Est¨¢n muy orgullosos de tener ahora vivienda como el resto. Algunos incluso queman sus chozas antes de finalizar las obras en se?al de j¨²bilo¡±, dice el misionero. ¡°Entr¨¢bamos como ratas por la puerta de la choza. Cuando llov¨ªa entraba agua y nos moj¨¢bamos¡±, recuerda la mujer.
La nueva vivienda ocupa m¨¢s de 30 metros cuadrados repartidos en cuatro estancias. Techo de teja y suelo de barro. La habitaci¨®n de dos de sus cinco hijos es tambi¨¦n la cocina de le?a. En el suelo el fuego calienta una cacerola con la ¨²nica comida del d¨ªa. ¡°Si tenemos dinero comemos, si no, no comemos¡±, dice ¨¦l. ¡°De todas formas ya no puedo comer como antes, no tengo dientes¡±, a?ade ella con una gran carcajada.
Su dormitorio est¨¢ cerrado con candado. Ah¨ª guardan los peque?os tesoros familiares y el dinero. No hay muebles. Las escasas ropas que tienen cuelgan de cuerdas que cruzan las habitaciones. Sin electricidad ni agua corriente, todo est¨¢ inundado por la penumbra. En la ¨²ltima habitaci¨®n guardan una vaca, un lujo ante la falta de tierras. ¡°Queremos trabajar, pero no tenemos donde cultivar. Pasamos hambre¡±, lamentan. ?l cultiva para otros, ella fabrica vasijas de barro y los hijos recogen agua y le?a para cocinar.
Junto con la caza y la recolecci¨®n, la alfarer¨ªa tradicional es la actividad realizada principalmente s¨®lo por las mujeres batwa. Toda la poblaci¨®n se abastec¨ªa de sus vasijas. Sin embargo, con la llegada de los objetos de pl¨¢stico Made in China, m¨¢s baratos y duraderos, se puso fin de su ¨²nica fuente de ingresos.
Carire es otro de los veinte poblados batwa con los que colabora Manos Unidas. Seis hect¨¢reas yermas y polvorientas, 44 familias y s¨®lo nueve ni?os escolarizados. Adelino Bisoterino y Maria Nahimboneye superan los 70 a?os. Tuvieron 7 hijos, de los que s¨®lo vive uno, y tres nietos. Sentada frente a la puerta de su casa, la mujer da forma con sus manos una vasija de arcilla h¨²meda, que una vez cocida, vende en el mercado local a 30 francos (un c¨¦ntimo de euro). ¡°Al ser pigmeos nos pagan menos¡±, se lamenta. Con amarga l¨®gica defiende su trabajo de alfarera. ¡°Si cultivo, no gano dinero. Lo que cultivo me lo como¡±. Sin embargo, con las ganancias de las ventas compra mandioca. ¡°Estamos mejor que antes, tenemos una casa y bebemos agua buena¡±, se consuela.
S¨®lo el 12% de los ni?os pigmeos frecuentan la escuela, el 0,3% la secundaria y seis han conseguido un t¨ªtulo universitario
Adelino se sienta a su izquierda. Longevo para la esperanza de vida Burundi ¡ª47 a?os, una de las m¨¢s bajas del mundo¡ª. Pero no ve bien y apenas puede andar. Trabaj¨® con funcionarios belgas antes de la independencia, en 1962. Durante la ¨¦poca mon¨¢rquica, en Burundi no hab¨ªa pigmeos en la administraci¨®n, pero se les conced¨ªa participar en ciertas actividades como la guerra o la caza real. Estos privilegios los perdieron con la llegada de la rep¨²blica. Adelino conoci¨® incluso a Mwuambutsa, rey burund¨¦s. Fue sirviente en los palacios de Kitega y Murambia. ¡°Cac¨¦ para ¨¦l y lav¨¦ su ropa¡±, recuerda con un hilo de voz. Tal vez vivir cerca de la corte le permiti¨® comer bien mejor, vivir mejor y llegar a viejo.
Muzenga es un poblado batwa que parece sacado de una estampa del pasado. Primitivo en la era de la tecnolog¨ªa digital. Sus habitantes siguen siendo semi n¨®madas. 28 min¨²sculas chozas salpican una pradera de hierba alta. No conocen la electricidad y carecen de agua corriente. Los ni?os se arremolinan curiosos en peque?os grupos. Visten gui?apos del mismo color rojizo de la pobreza. Clodine Nyonsaba, de 25 a?os, est¨¢ de pie frente a su caba?a con el beb¨¦ apoyado en la cadera mientras estruja un pecho desnudo en busca de unas gotas de leche. No sabe leer ni escribir. Su marido se fue a buscar trabajo hace unos d¨ªas porque no tienen para comer. ¡°Llevo viviendo cinco a?os en este lugar. Es provisional porque el gobierno no nos dio el t¨ªtulo de propiedad definitivo. Me gustar¨ªa una casa como la de los dem¨¢s¡±, reclama con voz t¨ªmida.
Aprovechando la visita de los periodistas extranjeros, se produce una fuerte discusi¨®n. Un grupo de hutus acusa a sus vecinos batwa de ocupar un terreno de la comunidad. Estos se defienden asegurando que la administraci¨®n p¨²blica se los ha cedido hasta asignarles un lugar definitivo. Una vez calmados los ¨¢nimos, cada cual toma su camino. ¡°El problema es que entre nosotros [los batwas] no hay intelectuales ni cuadros preparados ocupando puestos de responsabilidad en la administraci¨®n, las finanzas o la pol¨ªtica y que nos representen¡±, comenta un joven con aire frustrado.
El acuerdo de Paz de Arusha, firmado en 2000 en esta ciudad tanzana, logr¨® detener la espiral de genocidios, ¨¦xodos y masacres en Burundi e inspir¨® una nueva constituci¨®n que por primera vez visibiliza a los pigmeos en un documento oficial y les iguala en derechos y deberes a las otras etnias del pa¨ªs. ¡°El esp¨ªritu de Arusha era conseguir un sistema pol¨ªtico que asegurara la participaci¨®n de todos los grupo ¨¦tnicos en las instituciones para desterrar toda forma de exclusi¨®n¡±, explic¨® Jean-Baptiste Manwangari, miembro del equipo negociador de los acuerdos de paz, en la revista ONUB. Tres senadores y tres diputados de esta minor¨ªa forman parte permanentemente de las altas instancias del estado.
Burundi, el pa¨ªs invisible, ha ido curando sus recientes heridas, pero su integraci¨®n social es un grito que se pierde entre sus mil colinas.
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