Brev¨ªsima historia de la belleza
Lisipo, Miguel ?ngel, Vitruvio¡ A cada ¨¦poca le corresponde su propia imagen de la belleza en el espejo, y el reconocimiento de lo hermoso de en sus coet¨¢neos
Ahoritita mismo significa algunas veces en M¨¦xico jam¨¢s. Una brevis¨ªsima historia, y adem¨¢s de la belleza, es quiz¨¢ vano empe?o; la belleza no existe como tal, sino que depende de nuestra mirada, codiciosa, concupiscente si queremos, que proyectamos sobre una realidad que podemos ver de muy diferentes formas, bajo muchos aspectos, en funci¨®n de nuestros diversos tipos de aspecciones.
Podemos encontrar bello un cielo estrellado, una superluna en su perigeo o una luna llena japonesa de septiembre, o un eclipse, pero no son las ¨²nicas formas de contemplar todos estos fen¨®menos astron¨®micos, para algunos astrol¨®gicos; en el pasado causaban fascinaci¨®n o pavor, los ¨²ltimos presagiaban males sin cuento de ser eclipses solares y quedar bajo la ominosa sombra de la Luna. O los hemos visto como fen¨®menos sublimes, adoptando una categor¨ªa antigua y a la vez rom¨¢ntica que va m¨¢s all¨¢ de la belleza, como se ha predicado incluso del silencio en medio de un discurso. La naturaleza del campo solo se convierte, de cuando en cuando, ya fuera en el pasado o en el presente, en algo bello, en muy determinadas circunstancias, quiz¨¢ cuando solo decidimos contemplarla como pintoresca, es decir, como si se tratara de un cuadro que nos exige con su enmarcado verla bajo un aspecto diverso.
Si ha sido un artista ¨Cfuera un pintor o un poeta, o un novelista¨C quien con su marco visual o literario nos ha mostrado la manera de mirar la realidad en un nuevo encuadre, no ocurrir¨ªa de otra forma si lo que contemplamos es el cuerpo humano, somos nosotros mismos. Sin embargo, no todas nuestras im¨¢genes, actuales o pret¨¦ritas, ni siquiera desde el momento en que se invent¨® la obra de arte, testimoniar¨ªan la belleza del hombre o la mujer. ?Parec¨ªa bella hace m¨¢s de 20.000 a?os la esteatopigia m¨¢s que p¨ªcnica de la Venus de Willendorf? ?Seguimos viendo como bella ¨Ccomo mujer o como estatua¨C la Venus de Milo transcurridos m¨¢s de 2.000 a?os desde que se tall¨® y casi 200 desde que se redescubri¨® como perfecta? ?Nos siguen pareciendo bellos los Burt Lancaster, Helmut Berger, Alain Delon o el Tazio de Thomas Mann vistos a trav¨¦s de los ojos de Luchino Visconti? ?Nos sumergir¨ªamos como en un mar de belleza en las acogedoras y acolchadas mujeres de Rubens? ?O necesitamos gl¨²teos p¨¦treos y pectorales chocolatineros?
?Seguimos viendo hermosa a la Venus de Milo? ?Nos sumergir¨ªamos como en un mar de belleza en las acolchadas mujeres de Rubens?
La belleza es cuesti¨®n de nuestra mirada, siempre cultural y por lo tanto hist¨®rica, a pesar de Plat¨®n. Depende de los tiempos, de las miradas de unos u otros, que nos ense?an o nos imponen.
Por ello se habla de c¨¢nones. Desde el praxiteliano al lis¨ªpeo, del vitruviano al miguelangelesco, cuando la belleza se predicaba sobre todo en t¨¦rminos proporcionales, basados en las dimensiones relativas e interrelacionadas de los diferentes miembros del cuerpo o los rasgos del rostro, medidos con el comp¨¢s de dos puntas o con los compases oculares de la mirada prodigiosa del florentino y divino Buonarroti. U otros en los que las medidas han sido simplemente 90-60-90. O incluso c¨¢nones que nos han trasladado de las relaciones num¨¦ricas a las im¨¢genes susceptibles de acumular lo mejor de lo mejor de diferentes rostros o cuerpos por antonomasia, a la manera de los ecl¨¦cticos clasicistas de la Antig¨¹edad que entresacaban fragmentos de perfecci¨®n de las muchachas de Crotone, o los modernos y obsolescentes patchworkers de las actrices de Hollywood.
Quiz¨¢ todo es bello desde el momento que nos permite autorreconocernos, como volvi¨® a demostrarnos la teniente Ripley de la cuarta entrega de Alien: resurrecci¨®n, de 1997, cuando su criatura xenomorfa, pero ya con caracter¨ªsticas humanas, no solo era capaz de reconocer a Ripley como su madre, sino que la astronauta pod¨ªa reconocerse en aquella por v¨ªa de su semejanza, al menos facial y gestual, emp¨¢tica; y por lo tanto, pod¨ªa ¡°amarla¡±. Ser¨ªa quiz¨¢ esta la dictadura de la protectora y controladora correcci¨®n pol¨ªtica, con su bondadosa e igualitaria aprobaci¨®n de la anorexia a las tallas grandes, desde la belleza infantil ¨Ccada vez m¨¢s p¨²blicamente invisible¨C a la dignidad de la ¡°cuarta edad¡±.
No obstante, el arte siempre ha sido el photoshop predigital, desde los estudios al norte para eliminar sombras molestas sobre el rostro, el sfumato o la t¨¦cnica entre piadosa y halagadora del pintor, que correg¨ªa semblantes o anatom¨ªas de mujeres u hombres, hasta los flus y las gasas de la fotograf¨ªa anal¨®gica, que mejoraban el cutis, o el sabio pincel en el cuarto oscuro del fot¨®grafo, que correg¨ªa un perfil en blanco y negro o en color. Desde antiguo la piedad art¨ªstica ha dignificado un retoque de cincel ¨Ccomo comod¨ªsimo aparato de gimnasio¨C en las flacideces a los H¨¦rcules siempre maduros pero esculturales y no solo escult¨®ricos, o a los Laocoontes en su permanente tercera edad, aunque la mujer arrugada o el hombre desdentado han producido m¨¢s hilaridad que l¨¢stima.
Pero no seamos extremistas. A cada edad le corresponde no solo su propia imagen en el espejo ¨Cincluso falta de cremas para el acn¨¦ o antiarrugas, b¨®tox o bistur¨ªes¨C, sino el reconocimiento de la belleza ¨Chist¨®rica por biogr¨¢fica¨C en sus coet¨¢neos, y no solo en la adolescencia algo cruda para los a?osos. Tal vez todos somos Ripley.
Fernando Mar¨ªas es historiador del arte.
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