El arte de irse
Estamos silenciando a los que vienen detr¨¢s, a los que tienen la edad de ser nuestros hijos
Hay edades paratodo. Siempre se ha dicho. Hay una edad para luchar contra los t¨®picos, y est¨¢ bien que as¨ª sea. Y otra en que se va admitiendo que algo de raz¨®n llevaban. Con una furia ciega yo me negaba a admitir la vieja creencia de que el pecado espa?ol es la envidia; de la misma tozuda manera, me resist¨ªa a creer que debiera haber una edad de jubilaci¨®n en la vida p¨²blica. Luch¨¦ contra esos t¨®picos por escrito pero, como tengo la suerte de poseer un cerebro flexible, ahora, por escrito tambi¨¦n, voy a llevarme la contraria. En realidad, esas dos creencias, la de la envidia nacional y la de la resistencia a una retirada honrosa, est¨¢n muy relacionadas entre s¨ª. La generaci¨®n de los que ahora mandan, que es la m¨ªa aunque yo mande bien poco (y no por falta de ganas), est¨¢ demostrando una falta de generosidad patol¨®gica hacia los que deber¨ªan estar ocupando ya puestos de relevancia social. De ah¨ª la ranciedad del discurso que marca la vida p¨²blica. Tenemos a los mismos actores desde hace muchos a?os: en los cargos pol¨ªticos, en la cultura, y s¨ª, en el periodismo. Esa generaci¨®n que le puso un nombre cultural, la movida, a la marcha juvenil y callejera que reaviv¨® la jungla urbana en los ochenta sigue aferrada a aquel ideal, como si no hubiera otro, como si no hubiera ahora j¨®venes que andan invent¨¢ndose otra manera de ser modernos; pero aqu¨ª estamos nosotros, enrocados en un juvenilismo que nos hace a¨²n m¨¢s viejos de lo que realmente somos. Pensamos que nos mov¨ªamos m¨¢s y no es cierto. Estamos silenciando a los que vienen detr¨¢s, a los que tienen la edad de ser nuestros hijos, a fuerza de pagarles sueldos miserables, de mantenerlos como eternos becarios, de impedir que se independicen, de negarles el derecho a ser madres o padres cuando toca serlo y no cuando las hormonas comienzan a fallar. No es s¨®lo que la poblaci¨®n espa?ola est¨¦ envejeciendo, es que la vida p¨²blica destila un sabor a rancio. Incluso aquello que nos venden como novedad es algo que tenemos muy visto. Los partidos no han entendido que no habr¨¢ regeneraci¨®n real si los que llevan a?os en primera l¨ªnea no pasan a la retaguardia, aunque hagan vanos intentos de vendernos el cambio poniendo al frente del asunto a j¨®venes falsos, a viej¨®venes, como se llama al que no es ni una cosa ni la otra.
Muestran algunos escritores, entre ellos mis amigos Jabois o Soto Ivars, una adoraci¨®n sin reservas a Umbral como el columnista que supo pasar a tinta las palabras de la calle. Yo les digo que viv¨ª en directo esa fascinaci¨®n, que fui la jovencita que le¨ªa con asombro los paseos escritos del cronista melenudo, so?aba con una vida de zascandileo nocturno y aspiraba a ser una columnista que esparciera negritas, como se echa la sal a un guiso, dando cuenta de todos los encuentros sabrosos que me salieran al paso. Pero hab¨ªa un malentendido en todo eso. Como bien es sabido, Umbral brujuleaba poco por la calle que dec¨ªa conocer tan bien y tuvo siempre una relaci¨®n de recelo hacia los m¨¢s j¨®venes. De hecho, se apunt¨® muy activamente a la denigraci¨®n de los que fueron creando una comunidad de lectores de la que se han beneficiado todos los que surgieron despu¨¦s. Asombra pues el encandilamiento sin matices que despierta ahora don Paco entre algunos de los nuevos, porque el brillo y el genio de Umbral se fueron apagando en los ¨²ltimos a?os precisamente por no haber aceptado que hab¨ªa otros tan buenos o incluso mejores que ¨¦l, que jugaban con referencias de una mundanidad m¨¢s real y hab¨ªan superado las estrechas fronteras de la cultura espa?ola de entonces. Hab¨ªa una burla umbraliana hacia el esforzado cosmopolitismo de los nuevos, y ah¨ª le secundaban todos aquellos que tem¨ªan que nuestra cultura, tan recogidita, se infectara con palabras ajenas.
Ning¨²n escritor es ¨²nico. Y cuando es ¨²nico es porque se alimenta de forma patol¨®gica de s¨ª mismo
La mezquindad estrecha la mirada y empeora la escritura porque impide nutrirse de lo que hacen otros. Ning¨²n escritor es ¨²nico. Y cuando es ¨²nico es porque se alimenta patol¨®gicamente de s¨ª mismo y es incapaz de comportarse como el anciano de Goya que resume en dos palabras la m¨¢s sabia actitud que uno puede tener ante la vida y ante cualquier oficio: ¡°Todav¨ªa aprendo¡±. Pero est¨¢ visto que no aprendemos nada si desde?amos tanto el talento emergente que vamos a ahogarlo a fuerza de impedir que se exprese. Hay toda una generaci¨®n que corre el peligro de entrar en la madurez sin que le hayamos permitido alcanzar los logros de una vida plenamente adulta. No mandan, no publican, no lideran, no tienen hijos, no tienen casa o han de compartirla, viven subvencionados por sus padres, y lo terrible es que nosotros los educamos para que aspiraran a todo.
No estoy haciendo un canto a la juventud. Eso ser¨ªa rid¨ªculo. Esto no es ?o?er¨ªa ni peloteo. Pero los que frecuentamos la compa?¨ªa de personas en edad de labrarse un futuro somos muy conscientes de que el pa¨ªs s¨®lo prosperar¨¢ si pagamos lo que en justicia su trabajo merece. Recuerdo las palabras del cr¨ªtico literario Ciryl Conolly, cuando escribi¨® aquello de que a un escritor joven y con talento hay que meterle dinero en el bolsillo y decirle, ¡°vete donde quieras y trae de regreso algo hermoso¡±. Pues lo mismo en todos los ¨¢mbitos. A no ser que lo que pase es que estamos muertos de envidia por haber perdido la juventud. Va a ser eso.?
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