La nube
Los que todav¨ªa recordamos los a?os del franquismo sabemos que entonces no exist¨ªa el fen¨®meno social que hoy llamamos corrupci¨®n y que mediatiza la vida pol¨ªtica en Espa?a. En los a?os de franquismo se comet¨ªan toda clase de abusos, se evad¨ªa capital y, en general, el que no robaba a manos llenas o era tonto o se cre¨ªa honrado. La diferencia es que entonces el poder judicial estaba maniatado, la prensa, amordazada, y la opini¨®n p¨²blica sab¨ªa lo que hac¨ªan los enchufados del r¨¦gimen, pero no viv¨ªa, como ahora, con la cabeza metida en la nube de la corrupci¨®n.
Cuando utilizo el t¨¦rmino nube no me refiero a las que corren por el cielo; ni siquiera a las condensaciones de efluvios t¨®xicos que envuelven a las grandes ciudades, aunque aqu¨ª la met¨¢fora ser¨ªa v¨¢lida. Me refiero a la nube tecnol¨®gica en la que todos estamos metidos sin escapatoria. La corrupci¨®n, tal y como la vivimos, es un estado virtual, que es el cuarto estado natural, despu¨¦s del s¨®lido, el l¨ªquido y el gaseoso.
La cosa funciona del siguiente modo: cuando una persona conocida es pillada con las manos en la masa, o con indicios de haberlas metido hasta el codo, una justicia no escrita, ni siquiera humana, env¨ªa a esa persona a la nube. En t¨¦rminos legales, su condici¨®n es la de imputado. En la pr¨¢ctica, es la de ente abstracto, ni inocente ni culpable, ni vivo ni muerto. Este extra?o fen¨®meno lo crean la conjunci¨®n de los dos actores ya citados, el poder judicial y los medios de informaci¨®n. La justicia en Espa?a funciona con tal lentitud que cualquier imputado, en el momento de serlo, entra en un estado de hibernaci¨®n aparentemente eterno. Una especie de amnist¨ªa al rev¨¦s que hace muy atractivo el fraude para las personas p¨²blicas de cierta edad: para cuando les caiga la sentencia, ya residir¨¢n en un lugar del que no hay extradici¨®n posible. Por su parte, los medios de informaci¨®n, a la vez volubles y persistentes, mantienen al imputado en un estado de realidad en suspensi¨®n, sin cambio y sin olvido, como las escalofriantes figuras de los museos de cera, a las que les falta la credibilidad del modelo y hasta la de las momias. Ni la justicia ni los medios de informaci¨®n tienen la culpa. Han de intervenir y cada cual act¨²a como debe y como sabe. Les ha tocado bailar juntos y no hacen buena pareja porque sus ritmos no coinciden. El resultado es un discurso del que se podr¨ªa decir, citando a Thomas Mann, que la l¨®gica es su forma, pero su esencia es la confusi¨®n. Y al sufrido ciudadano s¨®lo le cabe enfadarse mucho o pasar de todo. Al final, la corrupci¨®n se nos presenta como un hecho inevitable, una maldici¨®n que aflige al pa¨ªs, quiz¨¢ para compensar el buen clima y la buena cocina. Nada de esto es cierto. Una nube s¨®lo es una acumulaci¨®n de part¨ªculas min¨²sculas. La nube de la corrupci¨®n dejar¨¢ de asfixiarnos cuando la veamos as¨ª: como una concentraci¨®n de peque?as fechor¨ªas cometidas sin ideolog¨ªa ni m¨¦todo. El corrupto no es el cabecilla de una secta que trata de apoderarse del mundo. Es un vivillo que va detr¨¢s de la pela, nada m¨¢s. Y contra esto el mejor remedio es tratarlo como lo que es, pasar de largo e ir a lo que verdaderamente importa. El problema se presenta a la hora de juzgarlos. Meterlos en la c¨¢rcel no es una buena idea. Una vez descubiertos, su peligrosidad se reduce a cero, y la c¨¢rcel es un castigo despiadado. No para los corruptos, sino porque impera la idea de que para una personalidad p¨²blica, acostumbrada al bienestar y el prestigio social, lo peor de la c¨¢rcel es tener que convivir con delincuentes comunes, y esto presupone admitir una diferencia entre corruptos y simples ladrones, a los que se convierte en fieras encargadas de devorar a los pobres cristianos en la arena del Coliseo. Una visi¨®n c¨ªnica, clasista y muy poco cristiana. Por fortuna, la soluci¨®n est¨¢ en el problema mismo. Dejarlos en la nube, una c¨¢rcel virtual en la que estar¨¢n solos, o con los que, atrapados en la realidad paralela de la telebasura, pasen un rato a visitarlos.
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