Uno de esos muertos
Los atroces actos de crueldad del mundo nos salpican a todos, y el hero¨ªsmo, aunque sea an¨®nimo, nos redime
Hay un pu?ado de bi¨®logos que, encabezados por el brit¨¢nico Rupert Sheldrake y vituperados furiosamente por la comunidad cient¨ªfica oficial, sostienen que los individuos pertenecientes a una misma especie est¨¢n relacionados entre s¨ª de alg¨²n modo, que sus mentes se rozan de una manera imprecisa y sutil. Sheldrake le llama a eso resonancia m¨®rfica. En sus propias palabras, la resonancia m¨®rfica implica que ¡°todos los sistemas autoorganizados, como las mol¨¦culas, las c¨¦lulas, las plantas, los animales y las sociedades animales, poseen una memoria colectiva de la cual se nutre cada individuo y a la cual contribuye¡±.
Sheldrake, que se educ¨® en Cambridge y Harvard y fue un brillante bioqu¨ªmico antes de que empezara a idear teor¨ªas arriesgadas y se ganara el ardiente odio de sus pares, ofrece diversos argumentos en sus libros para basar su teor¨ªa. Lo m¨¢s alucinante son una serie de experimentos con ratas que se hicieron en Harvard durante varias d¨¦cadas a partir de los a?os veinte.
Ense?aron a las ratas a escapar de un laberinto, y las siguientes generaciones aprendieron cada vez m¨¢s deprisa, lo cual ya es bastante extraordinario. Pero adem¨¢s sucedi¨® que, despu¨¦s de que las ratas de Harvard hubieran aprendido a escaparse por lo menos diez veces m¨¢s r¨¢pido, cuando otras ratas de la misma especie fueron probadas en un laberinto id¨¦ntico en Edimburgo (Escocia) y en Melbourne (Australia), los animales, que no ten¨ªan ninguna relaci¨®n con los de Harvard, empezaron a resolver la prueba m¨¢s o menos a la misma velocidad m¨¢xima que hab¨ªan llegado a alcanzar las ratas en Estados Unidos, y siguieron mejorando el tiempo a partir de ah¨ª.
Las verdades po¨¦ticas, ya se sabe, quiz¨¢ s¨®lo sean un deseo. Pero en cualquier caso son un deseo tan profundo que casi se hace carne
No ser¨¦ yo quien ponga en solfa las cr¨ªticas de la comunidad cient¨ªfica hacia Sheldrake (aunque lo acerbo y virulento de las mismas resulte sospechoso): no poseo conocimientos para ello, as¨ª que supongo que tendr¨¢n raz¨®n y que a la teor¨ªa le faltar¨¢ rigor. Sin embargo, los argumentos que Sheldrake ofrece abren la cabeza e incitan a pensar. Y adem¨¢s la resonancia m¨®rfica concuerda con una verdad po¨¦tica que alienta en el coraz¨®n de los humanos desde siempre, una intuici¨®n de unidad y de corresponsabilidad de la especie. Dios le dijo a Abraham: encuentra a diez justos y salvar¨¦ a Sodoma y Gomorra. Abraham no los encontr¨®, y como se trataba del terrible Dios del Antiguo Testamento, aniquil¨® a todos los habitantes de las dos ciudades, ni?os inocentes incluidos. Pero lo que me interesa de esta historia es que entre los mitos fundacionales de la Biblia ya est¨¢ esa idea de la ¨®smosis, del entrelazamiento inevitable de los individuos: los actos de un pu?ado de personas salvan o condenan a toda la colectividad. Esto es llevar la teor¨ªa de Sheldrake a¨²n mucho m¨¢s lejos de lo que ¨¦l sostiene, desde luego. Las verdades po¨¦ticas, ya se sabe, quiz¨¢ s¨®lo sean un deseo. Pero en cualquier caso son un deseo tan profundo que casi se hace carne.
Yo siempre he cre¨ªdo percibir esa uni¨®n intraespecie, y por eso me parece que los atroces actos de crueldad del mundo nos salpican a todos, y que el hero¨ªsmo, aunque sea an¨®nimo, nos redime. Los esclavos b¨¢rbaramente maltratados de la frontera de Malasia, los pat¨¦ticos barcos de esos mismos esclavos abandonados por los traficantes a la deriva en los mares asi¨¢ticos, los 3.419 inmigrantes ahogados en el Mediterr¨¢neo en 2014, seg¨²n ACNUR: todo ese dolor ignorado y constante tiene que dejarnos el karma fatal (el karma: otro mito de continuidad entre los individuos). Me obsesiona esa lenta y pertinaz marea de cad¨¢veres, su inhumano sufrimiento hasta morir.
Hay un estremecedor documental de 2013 del colombiano Juan Manuel Echevarr¨ªa titulado R¨¦quiem NN (agradezco a @ambre61 que me pusiera tras su pista) que habla de un peque?o pueblo de Colombia llamado Puerto Berrio. Es zona de conflicto y de dolor, y por el cercano r¨ªo Magdalena bajan cad¨¢veres an¨®nimos que los vecinos recogen y entierran bajo las siglas NN de los sin nombre. Pero lo conmovedor, lo espeluznante, es que muchos de esos vecinos adoptan a las v¨ªctimas; escogen a una y le hacen un entierro como es debido, le limpian el pobre nicho, le ponen flores e im¨¢genes, le rezan y a menudo incluso le dan un nombre. Por ejemplo, el de su propio hijo desaparecido. Esto es ilegal y es un problema, porque al borrar su n¨²mero de registro para rebautizarlo se pierde para siempre el rastro de ese difunto; pero al mismo tiempo es un gesto tan bello, tan consolador, tan dolorosamente fraternal: al adoptar al NN, impiden que la callada matanza pase inadvertida. Nosotros, en fin, tambi¨¦n tenemos nuestros ahogados. Nuestros cad¨¢veres olvidados. Uno de esos muertos del Mediterr¨¢neo es m¨ªo. Por lo menos.
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