Ni luz ni mujeres
¡®Bartleby, el escribiente¡¯ y ¡®La conjura de los necios¡¯
¡°Se necesita copista¡±, dec¨ªa el anuncio del peri¨®dico. No especificaba mucho m¨¢s, salvo la direcci¨®n de un abogado financiero en el distrito de Wall Street. En respuesta, la ma?ana se convirti¨® en un hervidero de candidatos entrando y saliendo de sus oficinas. A mediod¨ªa se present¨® un joven de unos treinta a?os, que vest¨ªa camisa de franela y pantalones de tweedvagamente limpios, y se cubr¨ªa la cabeza con una gorra de cazador, trasnochada. Estaba rojo y jadeaba como un perro atropellado. Se acerc¨® lentamente al mostrador y se apoy¨®, para recuperar el aliento. No le sentaba bien madrugar. Eruct¨®. Se sent¨ªa hinchado. Lo atribuy¨® a la obstrucci¨®n de la v¨¢lvula pil¨®rica. Observ¨® con una leve irritaci¨®n las dependencias, en las que no descubri¨® una ventana decente por la que penetrasen los rayos del sol. Resultaba angustioso. Sinceramente, no cre¨ªa que pudiese trabajar all¨ª. Necesitaba el trabajo, pero no al precio de abrir un ventanuco y encontrarse con una pared de ladrillos tiznados de negro por los a?os y una sombra perpetua. ¡°Wall Street ¡ªsusurr¨® para s¨ª¡ª es el ejemplo perfecto de que Estados Unidos se tambalean al borde del abismo, y que la ca¨ªda del sistema medieval solo ha tra¨ªdo caos y demencia¡±.
Llevaba un minuto all¨ª, cruzado de brazos, y empez¨® a impacientarse porque nadie lo atend¨ªa. Prefer¨ªa estar en su habitaci¨®n, descansando. No le gustaba perder el tiempo, o no de aquel modo insulso y agotador, de pie, y sin unas galletas que picotear. Al fin, alguien con aspecto de idiota de cuarta fila, incapaz de aparentar que no se encargaba de los recados, y de barrer y fregar la oficina, se dirigi¨® a ¨¦l. No tendr¨ªa ni trece a?os, calcul¨®. Le pareci¨® un mal comienzo que le enviasen al que entend¨ªa de escobas. ¡°Vengo por el anuncio del peri¨®dico¡±, dijo con fastidio, haciendo esfuerzos para no decir que, en realidad, se iba por lo del anuncio. ¡°?Por cu¨¢l, se?or?¡±, pregunt¨® el muchacho. ¡°?Han puesto varios?¡±. ¡°No, solo uno, se?or¡±. ¡°Entonces es probable que venga por ese¡±, afirm¨®, con total desprecio por la inteligencia del joven.
¡°Wall Street ¡ªse dijo¡ª es el ejemplo perfecto de que EE UU est¨¢ al borde del abismo, y que la ca¨ªda del sistema medieval solo ha tra¨ªdo caos y demencia¡±
El jefe de la oficina, que hab¨ªa estado ocupado con otro candidato al puesto, se hizo cargo de la situaci¨®n. ¡°Ginger, yo atiendo al caballero, puedes retirarte, gracias¡±, le dijo a su empleado. Su voz era suave, tranquila, incluso demasiado tranquila. Ech¨® un vistazo al se?or, sin entender qu¨¦ vestimenta era aquella. Le pregunt¨® su nombre. ¡°Ignatius Reilly¡±, respondi¨®. ¡°Como ver¨¢ ¡ªexplic¨® al fin¡ª, esta es una oficina seria y modesta¡±, y extendi¨® el brazo para que su interlocutor la abarcase con la vista. ¡°Me he fijado. No hay luz solar; y por lo que veo, tampoco mujeres, qu¨¦ pena; son ustedes lo que se dice unos amantes de la vida vac¨ªa¡±. El abogado no acert¨® a interpretar el comentario, y lo dej¨® pasar de largo. Empez¨® por referirle que, debido a su reciente nombramiento como ayudante del juez en el Tribunal de Justicia, el trabajo hab¨ªa aumentado notablemente. Cada d¨ªa eran m¨¢s los documentos legales que hab¨ªa que copiar, siguiendo los principios de buena letra, rapidez y rigor. Reilly bostez¨®. Estaba seguro de que no encajar¨ªa en una oficina donde el trabajo iba a m¨¢s. No quiso preguntar si habr¨ªa que madrugar para no derrumbarse del todo.
¡°En la profesi¨®n de escribiente ¡ªprosigui¨® el jefe¡ª es imprescindible verificar la fidelidad de la copia, palabra por palabra. En el fondo, copiar bien es un arte, ?no piensa como yo? El menor desv¨ªo puede ser fatal¡±. Ignatius arrug¨® el gesto ante tama?a demostraci¨®n de catastrofismo. ¡°?As¨ª que copiar, eh? ¡ªpregunt¨®, exhibiendo algunas dudas¡ª. Yo soy un escritor; dentro de unos a?os tal vez el m¨¢s importante del pa¨ªs. ?Por qu¨¦ habr¨ªa de copiar? Tengo mis propias ideas. Si me permite la sinceridad, le dar¨ªan un aire nuevo a esta profesi¨®n¡±. El abogado asinti¨® por cortes¨ªa, sin entender nada de lo que pasaba. Por suerte, en ese momento entr¨® un hombre de aspecto serio por la puerta, con el peri¨®dico bajo el brazo. Era un tal Bartleby. Cuando se fue el se?or Reilly, le hizo algunas preguntas sobre sus credenciales, de tr¨¢mite, y no dud¨® en contratarlo. Lo crey¨® bien dispuesto, trabajador y pulcro. Era la persona id¨®nea para el puesto. ?Qu¨¦ podr¨ªa salir mal?
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