Diario de un cubano (V): Primer amanecer o el acto de no estar presente
¡°La luz del amanecer. Esa luz fr¨ªa, fr¨ªa a¨²n siendo verano...¡±
Antonio L¨®pez Garc¨ªa
Lo intent¨¦ cerrando los ojos con toda mi fuerza y abri¨¦ndolos s¨²bitamente, aguantando la respiraci¨®n mientras aniquilaba cualquier atisbo de pensamiento. Hice lo posible por no parecer preocupado, ni sorprendido, evitando en todo momento preguntarme ?Qu¨¦ hago aqu¨ª? ?Estar¨¦ haciendo lo correcto? El resultado de frenar estos impulsos me hac¨ªa temblar, por lo que era dif¨ªcil, tal vez, saber si ese movimiento tel¨²rico era emoci¨®n o miedo.
Lo que s¨¦ es que por segundos me vi all¨ª, frente a alguien desconocido entregando un peque?o paquete de medicinas y, aunque no pude ver la cara de mi interlocutor, se que le dije ¡°Dale esto a mi gente y un beso en la frente a mi hijo¡±. Quiz¨¢s esa sola ilusi¨®n premonitoria me salvaba del estupor, del terrible desconcierto de no encontrar mi lugar.
Despu¨¦s de los primeros abrazos de amigos que me esperaban impacientes, llegaron los primeros hal¨®genos y el enrevesado camino hacia el lugar donde finalmente seguir¨ªa tratando de acallar mi soliloquio. Quiz¨¢s porque el instinto me dictaba que deb¨ªa digerir lentamente el cambio.
El cansancio me venc¨ªa, el bochorno de un viaje de m¨¢s de diez mil kil¨®metros y las historias de perseverancia y suerte de los que hab¨ªan venido antes amenizaron la cena. Asumir la soledad es un proceso desgarrador; ahora todo depend¨ªa de m¨ª.
Mientras mis amigos hablaban me detuve a observar el halo peculiar de sus miradas. Nunca antes hab¨ªa visto manifestarse a la nostalgia de manera tal que doliera. As¨ª parec¨ªa ser el designio cuando se desandan caminos.
Por vez primera diferenciaba a los que se quedan de los que se van. Los primeros son individuos b¨¢sicos, desbordantes de ganas de cambiarse, de echar a volar, de nacer de nuevo, de buscar incesantes quimeras y emociones; los segundos, breves m¨ªmicas deterioradas por la soledad, por el tiempo, por el esfuerzo en balde, vencidos por no pertenecer a ning¨²n sitio.
El pedazo de madrugada posterior lo pasar¨ªa en un simple camastro improvisado en aquel apartamento, una suerte de refugio para todos los que lleg¨¢bamos. Despu¨¦s deber¨ªa coger otros rumbos. Ahora mi vista estaba puesta en el techo, buscando figuraciones, pensamientos que me hicieran conciliar el sue?o y no extra?ar el llanto de mi hijo.
Los primeros rayos de sol me desvelaron; el sonido agudo del despertador, el incesante ir y venir de mis amigos que se preparaban para el trabajo, la mezcla de olores de la comida precalentada y el resonar de las herramientas de trabajo.
Si alguien toca a la puerta no abran, no salgan solos a la calle, ni le digan a nadie que viven aqu¨ª. Fue as¨ª como sent¨ª el rigor del indocumentado; estaba all¨ª pero ten¨ªa que pasar desapercibido, anulado. Era el acto de no estar presente a pesar de estar alli.
El brillo del sol era cegador, o al menos me lleve esa impresi¨®n. La temperatura era suave para el mes de junio; fue un raro amanecer. Decid¨ª entonces asomarme al balc¨®n con el temor a ser visto. Mir¨¦ ensimismado las calles largas, el cumulo de edificios que se reclinaban unos sobre otros y el caminar forzado de los transe¨²ntes. El eco de conversaciones en otros idiomas sustitu¨ªa la aroma del caf¨¦, el canto del gallo y el repicar de las ollas al fuego.
Las horas pasaban lentas. Encend¨ª el televisor, que transmit¨ªa el informativo de la ma?ana. Los periodistas hablaban de los cataclismos sociales con tanta facilidad como de los triunfos de una Espa?a pr¨®spera. El ceceo y el desenfado de su conversaci¨®n me confund¨ªa, los debates donde todos hablaban al un¨ªsono y profer¨ªan insultos sin miramientos hac¨ªan que no pudiera seguir el vertiginoso paso de los parlamentos y, sin apenas tiempo para advertir a nadie, se abr¨ªan paso los cortes publicitarios, la invitaci¨®n cotidiana a tener lo que quiz¨¢s no puedas o no necesitas.
En el sof¨¢ me qued¨¦ horas, muchas veces luchando contra el efecto del jetlag, muchas veces dejando que las l¨¢grimas cayeran sin m¨¢s. Por suerte, mi amigo de viaje sent¨ªa la misma conmoci¨®n, por lo que el debate nos consolaba; el inesperado sobresalto entre dos promet¨ªa ser llevadero.
Al atardecer son¨® el timbre de la casa. El sonido proven¨ªa de un tel¨¦fono que colgaba en la pared, lo tome en mi mano y con timidez lo puse en mi o¨ªdo. Al otro lado de la l¨ªnea alguien dijo con voz autoritaria "Polic¨ªa, ?con quien hablo?". La adrenalina me afloj¨® las rodillas, no supe que decir, qued¨¦ aturdido¡ Al instante, unas risas. El subir y bajar el ritmo cardiaco por poco me hace desfallecer.
Abr¨ª la puerta y all¨ª parados hab¨ªa dos hombres casi tambale¨¢ndose de cansancio. El polvo que tra¨ªan sobre la piel, sus ropas ajadas y sus manos da?adas no permit¨ªan que los reconociera. Eran mis anfitriones, que regresaban del trabajo. Uno de ellos, al interpretar mi cara de sorpresa, me dijo con iron¨ªa "Al capitalismo se viene a currar, chaval". No entend¨ª entonces la trascendencia de aquella informaci¨®n que har¨ªa m¨ªa mucho despu¨¦s, pero me enfrent¨¦ al hecho de que el presunto bienestar pod¨ªa tener un alto precio.
Despu¨¦s de sentarse en el sof¨¢, Osmel y Juan empezaron, cual maestros, a desmontar las costumbres de ¨¦ste nuestro nuevo hogar. C¨®mo ten¨ªa que comportarme, una clase pr¨¢ctica y r¨¢pida sobre finanzas, ideas de c¨®mo buscar trabajo, d¨®nde comprar alimentos y, lo m¨¢s importante y ya esto sonaba a chiste, hasta c¨®mo cortejar a una mujer.
En medio de tal clase magistral de integraci¨®n, Juan pregunt¨®: "?tienes licencia de armas?". Abr¨ª los ojos y negu¨¦ con la cabeza, ¨¦l se rasco la barbilla y, mirando para Osmel, dijo: "?Qu¨¦ va, ¨¦ste no va a conseguir trabajo nunca aqu¨ª". Entre frustrado y aturdido, mi boca quedo entreabierta. Ellos inmediatamente se carcajearon. Por suerte, aquellas bromas contrastaban el desconcierto de no encontrarme dentro del laberinto llamado realidad.
La noche nos sorprendi¨® caminado por las calles. El pueblo no era muy grande y las calles, perfectamente cuadradas, hac¨ªan aburrido el paisaje urbano. Los edificios estaban dibujados de forma tal que no hab¨ªa espacios que no estuvieran construido; todo estaba pensado al detalle. As¨ª llegamos a la gasolinera m¨¢s cercana. Osmel nos dijo: "Escojan algo que quieran comprar en esa tienda". Todav¨ªa recuerdo el sabor de mi primera chocolatina y tal vez mi amigo Kimany recuerde los paisajes de aquella revista que escogi¨® en la estanter¨ªa de la derecha.
La quietud de la noche se revel¨® como un espejo que me oblig¨® a mirarme a mis adentros, transport¨¢ndome lejos, a otro tiempo, con otras personas y olores. La luz se apag¨® y nuevamente repas¨¦ el valor de lo vivido este primer d¨ªa y no me sent¨ª completo, a¨²n hoy no lo soy. Desde aquella noche me promet¨ª buscar una manera de enmendar el hecho de haberme convertido en uno de los que se fueron.
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