?Estamos tan mal?
Contra las apariencias, la situaci¨®n espa?ola no es tan excepcional como quiz¨¢s algunos quisieran creer
Desde hace ya bastantes meses, la sociedad espa?ola respira aceleradamente, afrontando con tensi¨®n el impacto de diferentes procesos (crisis econ¨®mica, convulsiones territoriales, elecciones varias, desafecci¨®n ciudadana por los pol¨ªticos, corrupci¨®n, etc¨¦tera), aspectos en general compartidos con pa¨ªses de nuestro entorno, aunque con los singulares propios de nuestra sociedad y de nuestra historia. En el debate p¨²blico nacional es f¨¢cil encontrar testimonios que, en t¨¦rminos vivos, pintan una situaci¨®n de fracaso colectivo, como si nuestras instituciones hubieran devenido las propias de un Estado fallido.
Evidentemente, las democracias pluralistas tienen la capacidad de descongelar peri¨®dicamente la historia y, como si de un espejo se tratara, reflejar el retorno de lo socialmente reprimido y no resuelto (ya sea real o imaginariamente). El problema es que el azogue del espejo, como en los c¨®ncavos que nos refer¨ªa Valle Incl¨¢n, a veces deforma la realidad de tal manera que aquella parece m¨¢s fruto de la imaginaci¨®n, o del esperpento, que de lo realmente espejado. El objetivo de estas l¨ªneas no es negar los problemas, pero s¨ª contextualizarlos con sus luces (que tambi¨¦n las hay) y sus sombras, apoy¨¢ndose en algunos conceptos b¨¢sicos de la teor¨ªa de las relaciones intergubernamentales, marco politol¨®gico de an¨¢lisis que enfatiza en las relaciones entre niveles de gobierno, una visi¨®n constructiva del conflicto y la interdependencia entre actores pol¨ªticos y administrativos.
En t¨¦rminos intergubernamentales, que haya problemas o conflictos que resolver no significa forzosamente que el modelo de organizaci¨®n haya fracasado. Es m¨¢s, la existencia de conflicto es inevitable y se da tambi¨¦n en los pa¨ªses, federales o no, m¨¢s desarrollados. No est¨¢ de m¨¢s recordar los problemas de Francia con la emergencia de la ultraderecha y su relaci¨®n con C¨®rcega, los de Italia desde el punto de vista econ¨®mico y de integraci¨®n, por ejemplo, de Lombardia, o los recientes referendos de Escocia en Reino Unido; o hace m¨¢s tiempo, en Canad¨¢, o los problemas de convivencia entre comunidades en B¨¦lgica, por no citar m¨¢s que unos pocos.
Que haya problemas que resolver no significa que el modelo de organizaci¨®n haya fracasado
En sociedades complejas, precisamente lo sospechoso es que no exista conflicto o se silencie; por eso declaro sin ambages que, contra las apariencias, la situaci¨®n espa?ola no es tan excepcional como quiz¨¢s algunos quisieran creer, y que es frecuente que los sistemas pol¨ªticos incorporen una amplia y profunda agenda de problemas que abordar, frente a esos tiempos pret¨¦ritos, aparentemente id¨ªlicos, en que las mayor¨ªas absolutas, o consensos del bipartidismo imperante, trasladaban la imagen de nuestro pa¨ªs como una suerte de Arcadia armoniosa. Lo realmente relevante no es tanto que haya conflicto, o aspectos mejorables, sino que los sistemas pol¨ªticos dispongan de los recursos para su correcta institucionalizaci¨®n y eventual resoluci¨®n. Y estimo que nuestra sociedad dispone de los recursos institucionales suficientes como para encauzar el conflicto de manera democr¨¢tica, aunque eso no significa que no sean mejorables y que deban adaptarse a la dinamicidad de cada momento hist¨®rico.
Un polit¨®logo especializado en las relaciones intergubernamentales no puede dejar de destacar, al menos, dos aspectos que ilustran esa idoneidad (sin duda mejorable) de las instituciones para encauzar el conflicto. El primero, la emergencia de la indignaci¨®n en la sociedad espa?ola y todo lo que represent¨® el 15-M, que se tradujo, de manera clara, en la aparici¨®n de fuerzas pol¨ªticas de nuevo cu?o (y un m¨¢s o menos forzado cambio perceptible tambi¨¦n en los partidos m¨¢s longevos), que ya interact¨²an en los Parlamentos y Gobiernos, transitando de la calle a las instituciones. Y el segundo, y fruto de un proceso m¨¢s extendido en el tiempo, la incorporaci¨®n del principio de autonom¨ªa, como expresi¨®n de la descentralizaci¨®n pol¨ªtica, a la esencia y funcionamiento de nuestro Estado. Perm¨ªtanme que me detenga m¨¢s en este asunto.
En los ¨²ltimos a?os hemos asistido a un grado de federalizaci¨®n de las relaciones y pol¨ªticas entre niveles de gobierno muy notable (mayor incluso que pa¨ªses desarrollados con amplia tradici¨®n federal), con independencia de que nuestro Estado sea formalmente unitario y auton¨®mico. Pero la orientaci¨®n institucional espa?ola hacia el federalismo no surge de la manera cl¨¢sica (un conjunto de entes o Estados preexistentes que se ponen de acuerdo en crear una instituci¨®n superior com¨²n o federaci¨®n,? a la que transfieren capacidades importantes de actuaci¨®n), sino de una manera heterodoxa: por desagregaci¨®n m¨¢s o menos ordenada del Estado unitario previo. Esta nota espec¨ªfica del caso espa?ol no ha sido suficientemente ponderada por buena parte de los te¨®ricos nacionales y extranjeros, y pol¨ªticos centrales y auton¨®micos, y condiciona los tiempos, las prioridades, el mapa a seguir y los actores intervinientes. Entre otras cosas porque impide una suerte de t¨¢bula rasa en la generaci¨®n de un nuevo marco territorial o modelo de estado y exige forzosamente la negociaci¨®n, el compromiso y el reconocimiento de la interdependencia. No hay por lo tanto espacio con car¨¢cter permanente ni para el inmovilismo ni para el unilateralismo; no al menos en un estado democr¨¢tico que est¨¢ permanentemente en cambio, en trance de ser algo distinto, in fieri.
Para que el Estado federal funcione se necesita una verdadera cultura de cooperaci¨®n
Por otra parte, para que el Estado federal, o con una fuerte distribuci¨®n interna del poder, funcione se necesita una verdadera cultura de cooperaci¨®n o de lealtad federal/institucional entre todos los actores intervinientes, desde los pertenecientes al nacionalismo perif¨¦rico, en sus diferentes versiones, hasta a aquellos que quisieran una Espa?a unitaria y centralizada, de manera que la soberan¨ªa se entienda como compartida por todos y no monista a favor de un ¨²nico nivel de gobierno o territorio. Esa cultura de cooperaci¨®n es una precondici¨®n, sin ella cualquier reforma o transformaci¨®n est¨¢ llamada al fracaso pues se puede tener institucionalmente un sistema defectuoso cuyas fallas sean superadas en la pr¨¢ctica por la voluntad constructiva de los actores intervinientes y lo contrario, disponer de un flamante y formalmente perfecto estado federal que no funcione por falta de voluntad de esos mismos actores. Esa cultura constructiva y leal deber¨¢ ser predicable a todos los niveles de gobierno y, dentro de ellos, a los diferentes poderes institucionales existentes, y muy singularmente al poder judicial y ejecutivo.
Ante esta situaci¨®n, y a pesar de remar aparentemente contracorriente, creo que hay m¨¢s espacio para el optimismo que para el pesimismo. Entre otras cosas porque los conflictos no se silencian sino que se evidencian y se intenta actuar democr¨¢ticamente sobre ellos, las instituciones (el capital m¨¢s valioso que nos han legado nuestros mayores) canalizan razonablemente el cambio y la ciudadan¨ªa, sin duda con sus segmentaciones e intereses, est¨¢ cada vez m¨¢s formada e informada y recobra un protagonismo como sujeto pol¨ªtico, deliberando con civismo y elevaci¨®n sobre importantes aspectos de la convivencia colectiva, que nunca debi¨® perder. Aunque parezca otra cosa, no estamos tan mal.
Jorge Crespo Gonz¨¢lez es profesor de Ciencia Pol¨ªtica y de la Administraci¨®n en la Universidad Complutense de Madrid
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