El futuro decimon¨®nico
La informaci¨®n tiene una rapidez de v¨¦rtigo, pero seguimos tardando doce horas en ir de Madrid a M¨¦xico, no tenemos coches que vuelan, ni conversamos con androides, ni tenemos naves que nos lleven a otros planetas
El futuro no es como nos lo hab¨ªan contado. La literatura y el cine nos pintaron hace d¨¦cadas un panorama del siglo XXI que no se parece al tiempo en que vivimos. En 1982 Ridley Scott propuso en su pel¨ªcula Blade Runner, basada en una novela de Philip K. Dick, una ciudad de Los ?ngeles que en el 2019, es decir dentro de tres a?os, tendr¨ªa autom¨®viles voladores y una poblaci¨®n de androides que convivir¨ªan con los humanos.
Antes, en 1968, Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick hab¨ªan calculado, en 2001 Space Odyssey, que al principio de este siglo los viajes por el espacio ser¨ªan una cosa habitual. Pero la verdad es que lejos de haber vuelos interplanetarios en naves colectivas de grandes dimensiones, lo que tenemos en el siglo XXI es el mismo cansino avi¨®n del siglo XX, casi el mismo aparato en el que volaban los Beatles, y unos autom¨®viles, t¨®xicos e impr¨¢cticos, que siguen polucionando la atm¨®sfera, igual que lo han venido haciendo durante el ¨²ltimo siglo. Aunque los aviones de hoy son menos elegantes y mucho m¨¢s inc¨®modos que los del siglo pasado, se trata esencialmente del mismo artefacto, y su impedimento evolutivo somos claramente nosotros, que vivimos pegados a un cuerpo tan primitivo, o tan sofisticado, como el de nuestros antepasados.
Otros art¨ªculos del autor
George Langelaan propuso, en 1957, que nuestro cuerpo que se resiste a volar podr¨ªa ser teletransportado, podr¨ªa encerrarse en una cabina en Berl¨ªn y aterrizar, diez segundos m¨¢s tarde, en una cabina en Nueva York. Esto nos lo explic¨® al detalle en La mosca, su famoso cuento que Kurt Neumann (1958) y David Cronenberg (1986) llevaron al cine.
El futuro no se parece a lo que estos creadores, fundamentados en la velocidad con la que avanzaba entonces la tecnolog¨ªa, cre¨ªan que ser¨ªa. Ya estamos en pleno siglo XXI y ni siquiera tenemos esa cocina automatizada, que produc¨ªa caf¨¦, tostadas y un huevo frito con solo darle a un bot¨®n, que propon¨ªa Jacques Tati en su pel¨ªcula Mon oncle (1958). Es m¨¢s, si quitamos los tel¨¦fonos m¨®viles, los cascos del mp3, los coches y alguna prenda de vestir estent¨®rea, y hacemos una foto en una calle antigua de Par¨ªs o de Barcelona, no encontraremos diferencias sustanciales con una que se haya hecho en ese mismo sitio en el siglo XIX, por ejemplo.
El mundo en general no ha cambiado tanto, ha evolucionado por zonas espec¨ªficas
El mundo en general no ha cambiado tanto, ha evolucionado por zonas espec¨ªficas y con ¨¦nfasis en la micro tecnolog¨ªa, avanzamos a gran velocidad hacia lo peque?o, recibimos y emitimos informaci¨®n con una rapidez que produce v¨¦rtigo, pero seguimos tardando doce horas en transportarnos de Madrid a la Ciudad de M¨¦xico, no tenemos coches que vuelan, ni conversamos con androides, ni tenemos naves que nos lleven a otros planetas; en muchos aspectos nuestro siglo se parece m¨¢s al pasado, que a ese deslumbrante siglo XXI que nos ense?aron Kubrick y Ridley Scott.
Resulta que a muchas parcelas de nuestra cotidianidad no ha llegado todav¨ªa el futuro, basta asomarse a los art¨ªculos de prensa y a los ensayos que se escrib¨ªan a mediados del siglo XIX en Estados Unidos, para darnos cuenta de que las inquietudes, las pulsiones y las neurosis que bull¨ªan en los albores del mundo industrializado, del capitalismo rampante, de la modernidad compulsiva, siguen estando, ciento cincuenta a?os m¨¢s tarde, perfectamente vigentes. Para darnos cuenta de que aquellos que vislumbraban este siglo desde el siglo anterior, tendr¨ªan que haber mirado hacia atr¨¢s y no hacia adelante para no errar tanto en su pron¨®stico.
Esa preocupaci¨®n que nos produce hoy el deterioro del planeta, o la desconexi¨®n con la naturaleza y la p¨¦rdida de nuestra dimensi¨®n espiritual ya exist¨ªa a mediados del siglo XIX en Estados Unidos; los creyentes gremiales se apuntaban a la iglesia calvinista o al grupo cu¨¢quero de su comunidad, y los que no quer¨ªan someterse a la espiritualidad oficial, husmeaban en las tradiciones orientales, en el tao¨ªsmo o el budismo, o en la cosmogon¨ªa milenaria de los indios que todav¨ªa habitaban aquellas tierras y que pronto ser¨ªan acorralados por la expansi¨®n industrial y la modernidad. Aquella atm¨®sfera espiritual, que era precisamente la reacci¨®n a ese mundo industrializado y lleno de humo que ya era muy patente, puede visitarse en la obra de Emerson, de Thoreau o en los poemas incombustibles de Walt Whitman, escritores que buceaban en las tradiciones orientales que proponen el regreso a la naturaleza, el abandono del yo a favor del todo c¨®smico, la concentraci¨®n en el ¨²nico tiempo que tenemos que es el presente, y una muy completa bater¨ªa de preceptos que en nuestro siglo predican, exactamente por las mismas razones, los gur¨²s del mindfulness y dem¨¢s invenciones de la new age, que es tan vieja como Lao-Tse.
Esa preocupaci¨®n que nos produce hoy el deterioro del planeta, ya exist¨ªa a mediados del XIX
Estados Unidos, despu¨¦s de la Guerra Civil, trataba de reorganizarse como pa¨ªs, de armonizar las diversas nacionalidades que lo conformaban, incluidos los habitantes originales del territorio; era un proyecto econ¨®mico y multicultural lanzado hacia el futuro que, parad¨®jicamente, no toleraba a los inmigrantes pobres, esa intolerancia tan propia de nuestra especie que siglo y medio despu¨¦s sigue vigente. Walt Whitman nos cuenta, en uno de sus art¨ªculos que escrib¨ªa en la prensa, de los dos mil europeos pobres que llegaron de golpe al puerto de Nueva York, y de c¨®mo fueron confinados en el barrio m¨¢s sucio e insalubre, mientras la prensa y la sociedad en general los culpaba de todos los robos y fechor¨ªas que perpetraban los nativos. Era la ¨¦poca, nos dice el poeta, en la que reinaba el ¡°esp¨ªritu de destruir-y-volver a construirlo todo¡±; los especuladores inmobiliarios en Manhattan creaban burbuja tras burbuja, los edificios se incendiaban y una vez controlado el fuego ya hab¨ªa un especulador dispuesto a construir sobre las cenizas. El poeta nos cuenta de una mujer de avanzada edad que defend¨ªa, con una pistola en cada mano, la tumba de su marido sobre la que un especulador quer¨ªa construir un edificio. Era la ¨¦poca del capitalismo salvaje, todo val¨ªa para hacerse rico y nadie parec¨ªa tener escr¨²pulos de ninguna clase, y esa furia afectaba incluso a los escritores, como Charles Dickens que, harto de los piratas que imprim¨ªan sus libros, escrib¨ªa art¨ªculos exigiendo al gobierno la protecci¨®n de sus derechos de autor, mientras la prensa y la opini¨®n p¨²blica lo acusaban de ser un escritor majadero y antidemocr¨¢tico por tratar de impedir que su obra se reimprimiera libremente, m¨¢s o menos lo que opinar¨ªa hoy, del m¨²sico que se queja de que le roben sus canciones, el cibernauta que mira desde su cuerpo decimon¨®nico, el futuro que corre en la pantalla de su tel¨¦fono.
Jordi Soler es escritor.
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